1990: cómo transformar en derrota una victoria
Enrique Sáenz
El 26 de febrero de 1990, el día después de la derrota del Frente Sandinista por la alianza que encabezó Violeta Barrios de Chamorro, las calles quedaron desiertas y silenciosas. Ninguna celebración, ninguna algarabía. Distintas interpretaciones hay sobre este comportamiento de los nicaragüenses. Algunos lo atribuyen al miedo y la prudencia ante la posibilidad de reacciones violentas de los derrotados aquel 25 de febrero. Otros consideran que fue resultado del asombro y hasta del arrepentimiento ante el porrazo inesperado.
Pero detrás de ese silencio se producía un febril movimiento en los principales actores políticos. No bastaba con el reconocimiento de la derrota por parte del Frente, era imprescindible asegurar las condiciones para un traspaso del poder de manera pacífica y ordenada. Y en esa dirección se encaminaron los principales esfuerzos nacionales e internacionales. Organizaciones como Naciones Unidas y la OEA, y personajes políticos entonces influyentes como Óscar Arias, Felipe González y Jimmy Carter fueron algunos. El Frente había perdido las elecciones y con ello la presidencia del país, el control de la asamblea legislativa y la mayoría de las alcaldías, pero conservaba importantes instrumentos de poder que incluían ejército, policía, fuerzas de seguridad, aparato judicial, organizaciones sociales y predominio en la estructura estatal.
¿Cómo se explica que a pesar de la derrota electoral el Frente Sandinista pudo proclamar la consigna “A gobernar desde abajo” y hacerla efectiva en buena medida? ¿Podemos extraer lecciones de aquella etapa histórica que nos ayuden a encarar los desafíos del presente?
Hagamos el intento.
Los acuerdos para asegurar el traspaso de poder se expresaron en lo que se denominó Protocolo de transición. La decisión estratégica de fondo fue afianzar la transición sobre la base de la preservación por el Frente Sandinista de importantes cuotas de poder. Tratándose de un escenario de postguerra dos medidas fueron decisivas: mantener a Humberto Ortega como jefe del ejército y proceder al inmediato desarme y desmovilización de la Resistencia Nicaragüense. No es propósito de este comentario escarbar en las causas que llevaron a estas decisiones. Por hoy nos limitamos a registrar los hechos. Y el hecho resaltante es que lo que no resolvió la guerra militarmente lo resolvió la política: Declaró unos vencedores y unos vencidos.
La negociación encontró, de un lado, una fuerza política derrotada electoralmente pero todavía cohesionada y, de otro, el bloque de sus adversarios fracturado y en pugna. Los partidos aglutinados en la Unión Nacional Opositora estaban enfrentados al grupo que se estructuró alrededor de la presidenta electa, buena parte de los cuales eran tecnócratas sin partido y sin trayectoria política. En el cuarto ángulo estaba la Resistencia Nicaragüense, con un gran potencial como factor de poder (23 mil combatientes entregaron sus armas según los registros oficiales), pero sin conducción política ni estrategia ante el nuevo escenario. Los campesinos que se hicieron comandantes en el combate militar terminaron devorados por la política.
Las contradicciones en el bloque antisandinista debilitaron su poder de negociación. Así, para la toma de posesión, el 25 de abril, las fracturas ya habían adquirido un carácter irreversible.
Tenemos aquí la primera lección: No basta derrotar electoralmente a Ortega, aún de manera contundente como en 1990. Para impulsar un proceso de cambio real es imperativo que la alianza política sea de largo plazo, con programa, estrategia y estructura. Lo anterior, si es que admitimos la dudosa hipótesis de que tendremos elecciones democráticas en noviembre de este año.
Pasemos a la segunda lección.
En los procesos de cambio político y social es casi invariable que el grupo con mayor claridad de objetivos, estrategia coherente, liderazgos definidos y habilidad para administrar sus instrumentos de poder, al final termina por capitalizar el triunfo y el sacrificio de aliados o compañeros de ruta. Hay múltiples estudios de especialistas sobre este fenómeno que se repite en diversos países y épocas. En 1979 el Frente Sandinista se quedó con todo el poder. En 1990, el grupo que controló el poder ejecutivo terminó concentrando el liderazgo del proceso. Los partidos que conformaban la UNO se fragmentaron en la Asamblea y en las alcaldías, mientras la Resistencia Nicaragüense, despilfarró su potencial como factor de poder y terminó desgranándose y sin incidencia real. Los grupos sociales o políticos fragmentados, sin identidad política, ni cohesión programática, tienen una alta probabilidad de quedar en el camino, o como actores marginales. De cara al futuro inmediato toca poner atención a la trayectoria y actuaciones de los gremios empresariales organizados.
Sigamos. En todo proceso político gravitan los liderazgos personales, sus visiones e intereses. Es un hecho que el primer tramo de la transición descansó en la convergencia de propósitos entre Antonio Lacayo, en el poder ejecutivo; Humberto Ortega, en la jefatura del ejército; y Sergio Ramírez, en la Asamblea Nacional. Daniel Ortega tenía un papel completamente secundario. Cuando el trípode se desencajó como resultado de una mezcla de contradicciones personales y políticas, la orquesta se desmadró al desmembrarse sus principales concertistas. Y esa es la tercera lección: los intereses políticos personales y de grupo tienen el potencial de abrir senderos, o desbaratar el camino.
Y una cuarta lección. Los partidos políticos aglutinados en la UNO carecían, en general, de organización y base social propia. El escenario les ofrecía la oportunidad de reinventarse. Pero desarrollaron su acción política en la cúpula, al margen de los agobios de la población. Así, en las elecciones de 1996 la boleta presidencial con 26 candidaturas fue preludio y retrato de la debacle que arrasó con liderazgos y partidos. Arnoldo Alemán, aprovechó su desempeño en la alcaldía de Managua para dotar de base orgánica y programática al PLC, y emergió como el nuevo actor del proceso político. En otras palabras: Para sobrevivir como protagonista político y agente de cambio es imprescindible construir estructura, liderazgos, programa e identidad.
Las ventajas que tiene la historia es que ofrece lecciones, pero también es posible cambiar su curso.
El que tenga oídos para oír que oiga.