¿Acabar con «el sandinismo»?
El objetivo de la lucha que yo apoyo, la lucha por un sistema liberal-democrático, es incompatible con la mentalidad de «acabar» con ninguna manera de pensar o sentir, con ninguna simpatía o pensamiento, o con ninguna filosofía política.
Hay que tener mucho cuidado con perpetuar el molde del pensamiento autoritario, por más justificados que sean los rencores y resentimientos que la opresión prolongada y cruel cultivan.
Mucho cuidado. No porque los dictadores de turno no merezcan cualquiera que sea su suerte, sino por nosotros, y sobre todo por el pueblo del que somos parte, y de los más vulnerables entre ellos: nuestra obligación es encaminar el proceso hacia una lucha REAL (distinta de la farsa interesada de la falsa oposición, la que recibe los dineros del Departamento de Estado) por un profundo cambio democrático.
Esto se dice fácil, pero no lo es, porque consiste no solo en derrocar a un sistema entronizado, sino construir otro sobre bases que no son las tradicionales en Nicaragua, lo cual exige que, desde ya, quienes queremos contribuir, nos superemos a nosotros mismos; que rechacemos, no solo a ESTE monstruo, sino que rechacemos toda la lógica del poder que en lo político, económico e ideológico, impone el sistema que a través de al menos 150 años crea dictaduras, violencia y exclusión, todo para el beneficio y los privilegios de una minúscula élite. Es imperativo que así hagamos, si de verdad queremos un sistema de poder distinto, con derechos para todos (incluido el derecho al emprendimiento individual, a la verdadera libre empresa y no a la concentración oligárquica de la economía), privilegios para nadie.
Un poder así exige un Estado de Derecho. Un Estado de Derecho protege a los inocentes y castiga a los criminales. Y, para lograrlo, ningún Estado de Derecho digno de su nombre en un país libre y civilizado condena a NADIE por pensar como se le antoje.
En un Estado así, conviven en paz, disputan y arreglan disputas, conservadores, liberales, comunistas, socialdemócratas, socialistas, fascistas, ambientalistas, anarquistas, eclécticos, indiferentes, religiosos, ateos, agnósticos, evangélicos, mormones, izquierdas y derechas y centros y muchos más.
En un Estado así, nadie puede ser condenado por llamarse a si mismo o ser llamado «liberal», ni «conservador», ni «sandinista». Un Estado así no puede, si quiere ser un Estado de Derecho real, y ser el sustento de la libertad humana, abogar por, ejemplo, por «acabar con el liberalismo», por más que los partidos llamados liberales sufran desprestigio y sean, merecidamente o no, objeto del resentimiento u odio de mucha gente. Quien se «sienta» liberal, o, conociendo la doctrina liberal, la crea, está en su derecho, AUNQUE EN NOMBRE DEL LIBERALISMO se haya ejercido opresión y se hayan cometido crímenes. No es exagerar que lo mismo aplica a las religiones. Quien se sienta católico está en su derecho, AUNQUE EN NOMBRE DEL CATOLICISMO se hayan cometido crímenes. Y, por supuesto, lo mismo aplica a lo que llaman «sandinismo»: quien se «sienta» «sandinista» (y digo «sentir», más que «creer», porque el sandinismo es más un «sentir» que una filosofía política) tiene todo el derecho a ser respetado, y, de hecho, a recibir la protección del Estado liberal-democrático.
Podríamos ir, sentimiento por sentimiento, idea por idea, y tendríamos que decir lo mismo: creer o pensar algo, simpatizar con un movimiento o una idea, es un DERECHO HUMANO.
¿Vamos a luchar contra el terror de la dictadura de turno mientras abogamos por la violación, en el futuro, cuando tengamos el poder, de los derechos humanos?
Para evitar esta contradicción mortal, la solución es sencilla: el Estado de Derecho castiga ÚNICAMENTE a aquellos individuos a quienes INDIVIDUALMENTE pueda probarse que han cometido un CRIMEN, ya sea PRIVADO O PÚBLICO.
Crimen, no pensamiento, ni simpatía. No es un crimen, por supuesto, ser liberal; ni siquiera lo es ser «somocista». No es un crimen ser de derecha o ser de izquierda. No es un crimen ser sandinista.
En cualquiera de estos casos la pregunta no es si la persona es o no liberal, somocista, o sandinista. La pregunta es si cometió un crimen público o privado. Si, por ejemplo, abusó de su poder (si lo tuvo) y violó los derechos de otros. Así de simple.
Lo irónico de todo esto es que condenar a alguien por ser «sandinista», e incitar a «acabar con los sandinistas» es contrario a la filosofía y práctica de cualquier sistema liberal-democrático. «Acabar con los sandinistas» puede satisfacer emocionalmente en este momento a quienes odiamos el reino de terror impuesto por los dictadores de turno en representación real de todo el sistema de poder, y representación nominal del FSLN. Pero lo hace a costa de violar los principios que decimos defender, y de perpetuar el molde totalitario.
«Acabar con el sandinismo», aparte de atacar (creo yo, queda pendiente el tema) un fantasma ideológico, es fundamentalmente una consigna antidemocrática. Lo más drástico que un demócrata puede, sin entrar en contradicciones de principio, proponer, es la abolición legal del FSLN, ante la evidencia de que este se ha convertido enteramente al crimen organizado y se ha documentado su rol en la comisión de crímenes de lesa humanidad. Idealmente, esto debería hacerse en un proceso judicial doméstico ordenado, pero en las condiciones previsibles probablemente tengamos que conformarnos con aceptar la evidencia existente y los dictámenes legales internacionales. En todo caso, el FSLN está al margen de la legalidad internacional, cuyo pilar fundamental es el de los valores construidos alrededor de la «Declaración de derechos del hombre». Pero hay una distancia grande, y peligrosa, entre «Hay que abolir legalmente al FSLN», y «hay que acabar con los sandinistas».
La primera frase, he tratado de explicar, es coherente con el espíritu liberal-democrático. La segunda no, y puede, además de perpetuar la mentalidad totalitaria, tener un eco violento y justificar venganzas irracionales, injustas.
¿Queremos justicia, o queremos venganza irracional? Ya sabemos en qué termina esta última.
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.