Alejandra escondida en la mágica trastienda
Neus Aguado
Debo reconocer que he sido adicta a la lectura, desde la cuna me leían y yo seguí haciéndolo; y así el hábito se fue agravando. A partir de los diez años, empecé a leer indiscriminadamente todo cuanto caía en mis manos y todo cuanto yo me las ingeniaba para que cayese, desde la novelística rusa del XIX, entreverada con libros apropiados, según los cánones, para la pubertad: Ivanhoe de Walter Scott, Oliverio Twist de Dickens, las apasionantes novelas de Emilio Salgari; las de Roy Rockwood, las de Louisa May Alcott, las de Daniel Defoe, Alejandro Dumas, Julio Verne, Harriet B. Stowe, Mark Twain, Johanna Spyri, Edmundo D’Amicis, la conmovedora Genoveva de Bravante del canónigo J. Cristóbal Schmidt, sin faltar El lazarillo de Tormes y las cervantinas Novelas ejemplares y El Quijote. Y las biografías de todo tipo de personajes, incluidas las hagiografías de los santos y las santas.
Ya a los quince años, en plena adolescencia: García Lorca, Miguel Hernández, Blas de Otero, Ángela Figuera Aymerich, Pedro Salinas, Walt Whitman, Edgar Allan Poe, los y las poetas y cuentistas argentinos e hispanoamericanos en general. Novela española y catalana. Los autores catalanes, Carles Riba, Foix, Joan Vinyoli, Espriu, Mercè Rodoreda, Pere Quart y Anna Murià. Los diarios de Anaïs Nin y Cesare Pavese, mezclados con la escalofriante prosa de las hermanas Brontë. La Biblia, existencialismo, feminismo, dadaísmo, antipsiquiatría, las vanguardias francesas, novela norteamericana, latinoamericana, francesa; teatro y poesía de todas las épocas y lugares.
Me dejo muchos autores y autoras que he leído de forma enfebrecida, pero deseo indicar que sin estas lecturas previas es posible que no hubiese accedido a conocer a una de las poetas que más me han impactado en mi juventud y, lo más relevante, que me sigue impactando después de casi medio siglo de haberla descubierto. No hace muchos meses o quizás unos pocos años, escribí: «En claro homenaje a Alejandra Pizarnik que había levantado mis huesos uno a uno».
El impacto fue tan grande que di algunas conferencias en Terrassa, donde entonces residía, para darla a conocer, y pocos años después estrené en Barcelona el montaje Alejandra en el país de la soledad (1981). Dramaturgia basada en la obra de Alejandra Pizarnik y que yo misma dirigí e interpreté, acompañada al piano por Joana Trill.
La poesía puede converger con la anagnórisis (la acción de reconocer), este recurso dramático que nos legó la tragedia griega, esta preciosa herencia de los clásicos griegos: el reconocimiento, el reconocimiento de uno mismo y del otro, el caer en cuenta. Es cuando el héroe descubre algo de su genealogía o cualquier hecho que permanecía oculto, que era un secreto. Una vez desvelado el secreto es cuando puede resultar en un desastre o una liberación o las dos cosas.
El reconocimiento de la identidad de un personaje, el ejemplo más típico es cuando Edipo se entera de que Yocasta es su propia madre y de que ha cometido incesto, y descubre que ha matado a su propio padre.
Aristóteles define la anagnórisis como «el cambio de la ignorancia al conocimiento» que, además, puede darse en el protagonista únicamente o entre el protagonista y el espectador y lleva a la transformación de los sentimientos.

Es el reconocimiento de la propia personalidad, de lo esencial que hay en uno o en otro lo que provoca mayor convulsión, y es ahí donde apelo a la analogía con el arte en general. Acercarse al arte como herramienta de conocimiento propio y ajeno, de descubrimiento. El poeta, el artista, revela un saber ignoto y eso tiene una repercusión en sí mismo y en el entorno. Y eso fue lo que sucedió cuando encontré El deseo de la palabra en la ya extinta librería Grau, que estaba en la calle Gavatxons, número 5, de Terrassa (Barcelona). Allí, desde que me movía sola por el mundo, había pasado muchas horas en la enorme, desordenada, babélica, mágica trastienda que acumulaba, entre otros, libros prohibidos por el franquismo. Libros que llegaban, principalmente, de Argentina y de México. Allí, una tarde calurosa, concretamente el 11 de agosto de 1977, cuando aún tenía 21 años, encontré ese deseo azul de Alejandra Pizarnik y no estaba prohibido.
El artista, escritor y editor Antonio Beneyto había publicado en 1975, tres años después del suicidio de Alejandra Pizarnik, la antología intitulada El deseo de la palabra. La había preparado la propia autora en colaboración con Martha Isabel Moia. Fue editada en la desaparecida colección «Ocnos» de Barral Editores, de Barcelona, y lucía cubierta azul —el color predilecto de Alejandra Pizarnik, como me explicó Beneyto—. Iba acompañada de un epílogo muy esclarecedor del propio Antonio Beneyto.

Alejandra Pizarnik convierte la escritura en un quehacer épico, con su obsesión por la escritura y por el libro o los libros que piensa debe escribir. Su gran admiración va dirigida, como buena argentina, a la tradición francesa y a los surrealistas.
Una poesía y una prosa escritas a partir del hecho consciente de ser mujer. Hay una voluntad transgresora y una voluntad de ofrecer una visión de la realidad y de la creatividad femenina, aunque no estamos ante un discurso feminista. Estamos ante un discurso que parte de la otredad, de la marginalidad en que se vive, a menudo, el hecho cotidiano de ser mujer. La meta es literaria, incluso es metaliteraria.
Me sentí identificada, además, porque los textos alcanzan luminosos descubrimientos del decir, del escribir, del representar. Una forma expresiva que va más allá de las convenciones estilísticas para forjar un contínuum curiosamente fragmentado.
Como bien sabía Blake, la belleza se da en el preciso momento en que se reconocen el lector, la lectora, y la obra. Y eso fue lo que me pasó con Pizarnik de una manera poderosa, aunque había tenido encuentros muy potentes, por ejemplo, con el De Profundis. Epistola in carcere et vinculis de Oscar Wilde, obra a la que regreso a menudo desde mi primera lectura casi en la misma época en que leí por primera vez a Pizarnik.
Aun así, el deslumbramiento que me produjo la heterodoxa Alejandra Pizarnik pervive en mí.
Barcelona, 23 de abril de 2025