Año sabático
“Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta…”
Jorge Luis Borges
El sur
A Guido Münch, porque la ficción siempre traiciona al ser real, al amigo.
Rafael Arancibia siente que cada metro recorrido en la espesura del Istmo de Tehuantepec significa un retorno. Nada nuevo para quien ha sobrevivido a la inopia, a la incapacidad de putear como loco contra la lógica revestida de condescendencia académica; que ha naufragado entre el “sí, maestro” y la depresión de no ser el enfant terrible que la urgencia social espera.
El camino se entrega a la mirada, busca la concupiscencia de la perspectiva, y en ella se va, para detenerse en cada ceiba, cada guanacaste; se regodea en lo inconmensurable del trópico, siempre iluminado por la sacralidad del sol, ese que obliga a cerrar los ojos para verlo y despertar al tercer día sintiendo que la piel no es lo único que se muda.
Atrás queda el México omnipotente, el que dicta cómo debe ser la identidad nacional, el que estrangula con su macrocefalia a los deudores de los recuerdos de gloria y el segundo de honor. Atrás queda la esposa rumiando el odio que la vida ha trastocado en silencio social, porque su marido no pudo corresponder al Cuadro de Honor de la Meritocracia, porque el tiempo y el numen nunca lograron cuajar el texto non, porque la vida misma ha guardado sus adjetivos para ser sólo eso: vida.
Atrás quedan los hijos con su porvenir manipulado por la moderna educación televisiva. Y más atrás, como recuerdo tributario de la infancia, los niños de la manzana se disputan el privilegio de exprimir la teta de la catedrática Alma Mater.
El Istmo huele a dignidad deslavada, a derrota sempiterna, a cerveza como meados de vaca apurada con el dolor de la guitarra, la cadera ondulante de la juchiteca que enseñó a vestir a Frida Khalo y ahora pide una canción de Chuy Rasgado, mientras la baba de los campesinos cae espesa, como semen berraco. El humo de los cigarros sin filtro se dispersa, huye con Nayla después de dejar su estela incierta, y sólo el llanto y la música quejumbrosa del zapoteca permanecen hasta la madrugada. Hora en que los nahuales se apoderan de los cuerpos para hacer su ronda nocturna y la gente descansa en sus hamacas, bendita, inocente.
Rafael se siente aceptado entre esta gente, que lo ve como el loco respetable que se dedica a hablar de Juchitán, en libros que nunca leerán porque son cosas aburridas y sin verdad, porque sólo ella sabe lo que ha vivido, sólo ella reconoce sus carencias y sus tradiciones, sólo ella pudo crear a los Juárez, los Díaz, los Henestrosa, los Tamayos y los Toledos.
Arancibia ha vuelto a aprender que el sueño llega sin pastillas, sin ejercicios relajadores, sin cartas bancarias de culpas olvidadas. Su rutina es muy sencilla: una visita a Ixtepec para platicar con el cura del pueblo sobre documentos que la Iglesia ha atesorado con el tiempo; tres o cuatro veces por semana asiste a las playas cercanas para nadar y convivir con los pescadores; el corrillo obligado bajo el palo de tamarindo de El Cuetero, y, cuando no hay velas, rematar en la cantina de Na Chica, hasta que el nuevo amor de la escanciadora juchiteca le dé la señal para que corra a los parroquianos. Entonces, la hamaca lo recibe con su movimiento y brisa marinos.
Los principales lo reciben en cada convite, los guías lo llevan de pueblo en pueblo para que tome nota de los rituales: apuntes y diarios de campo que para Arancibia ahora sólo significan el pretexto de reconocerse en esta tierra. A él llegan los mampos para saludarlo y recibir su aceptación, como antes lo hicieron con las autoridades. Porque aquí se respeta al homosexual, al paria de la sociedad occidentalmente gazmoña. Ésta es la Sodoma y Gomorra sin fuego ni destrucción.
Aunque estas actividades le placen sobremanera, la visita al cura se ha vuelto su favorita. El padre Agustín nunca habrá de confesarlo, ni él se atreverá a indagar sobre lo que de verdadero tiene su apostolado. Lo cierto es que ambos han hecho de la plática un coloquio interminable, aderezado por el sagrado nepente de mezcal, que para el sacerdote siempre es especial: dulce y místico.
Amante de la música, Agustín fundó la primera banda del pueblo y dedica gran parte de su tiempo para rescatar del olvido a los compositores istmeños. Gracias a él la cantante Elba Gordillo recrea la Zandunga por todos los rincones del país y el zapoteca ha vestido de dignidad sones antes menospreciados.
Agustín es más que un guía espiritual para Rafael: representa esa terquedad consecuente con los indígenas de la zona; algo que aun en los antropólogos no deja de ser materia fosilizada propia del carbono catorce.
La piel de Arancibia, poco a poco, va tomando ese color curtido y correoso de los pescadores, y ya los músculos de la espalda se esfuerzan por recordar a aquel adolescente que en la alberca de los hermanos lasallistas imponía su pundonor para acumular medallas; sin embargo, su abdomen muestra los lauros tarros de cerveza conquistados bajo el sudor y las idas al mingitorio. A los cincuenticinco años y una neurosis sexual acumulada en el reproche y el ninguneo de su esposa, la barriga prominente dejó de ser un problema. Como tampoco lo es preocuparse por cambiar de vestuario o comprar un billete de lotería.
Arancibia no lo sabe explicar, pero si se lo preguntara, contestaría que está feliz; si muriera en ese instante, se iría complacido al inframundo de los indígenas que lo acogen; sin pasar exámenes de grado, justificarse con los detentadores de los cursus honorum y, mucho menos, importarle la historia de su vida.
El 2 de febrero, como acostumbra cuando permanece en el Istmo, se levanta a las cinco de la mañana y saluda a El Cuetero, quien toma la primera taza de café bajo la mirada diligente pero molesta de su esposa, que lo vio empinarse una botella completa de Presidente ―“Porque el mezcal me ensancha las canillas”, aclara mientras su manos, todavía olorosas a pólvora, bajan enérgicas hasta los tobillos. Es su segunda mujer y le ha dado una niña que, a sus diez años, revolotea como cenzontle por el patio de la casa y pide saber sobre el nitrato de plata, el azufre y la arena para en un tiempo, tan cercano como sólo una infanta lo puede imaginar, construir castillos pirotécnicos que únicamente su padre puede hacer. De la otra esposa sólo la botella de brandy habla; lo que cuenta es que su padre la corrió con los hijos cuando El Cuetero se fue a trabajar a Mérida, y él nunca supo por qué, pero respetó la decisión de quien le había dado la vida.
Se saludan con esa afabilidad sencilla de la gente de campo. Arancibia apura un trago de café negro y, cuchareando con la tortilla, toma un pedazo de iguana en caldillo que está en la mesa.
―¿Cómo está la cruda? –dobla otra vez la tortilla deslizándola sobre el plato, al tiempo que con el rabillo del ojo se dirige a su anfitrión.
―Mal… No he podido dormir por el vómito –El Cuetero se frota la barriga con desgano, ve cómo su perro persigue a los zanates y se tiende en la hamaca.
―Ya te he dicho que no tomes lo de uva… Eso envenena, pues –Rafael manda llamar al Violador, para que traiga una caja de cervezas. Se queda pensando un rato en el apodo de éste y, sonriendo, continúa su perorata–. Eso es lo que te inflama las piernas… Ya no estás para tomar de la botella. Vas a ver cómo te cae una Victoria. Después nos largamos a Playa Cangrejo y te olvidarás de las náuseas– baja la voz cuando la mujer del Cuetero se acerca con el caldo de pescado.
―No creo que pueda acompañarte; me encargaron un castillo y tengo que vigilar a mis empleados para que no güevoneen… Hoy es día de la Candelaria y andan alborotados desde ayer… Ve tú.
Al rato regresa Isaías, El Violador. Su cuerpo esmirriado y enteco no espanta a nadie, pero su mote haría palidecer a cualquier quinceañera que no fuera de Juchitán de Zaragoza. Aún recuerda la gente cómo apareció en la primera plana de El Sol del Istmo, acusado de violar a una adolescente. Pero había sido la misma gente la que lo fue a sacar de la prisión avalando su conducta con detalles sobre cómo se suscitaron los acontecimientos, que no tiene caso narrar, pero le dejaron para siempre ese alias tan temido.
A las diez de la mañana ya llevan en el estómago cuatro cajas de cerveza. Uriel, el dueño de la tienda, desoyendo a su mujer que la noche anterior lo amenazó con correrlo si no dejaba de tomar, se ha puesto guapo con dos cajas; todo por oír las anécdotas que Arancibia hilvana sobre el paso del Che Guevara por el continente; esa época anegada de sangre estúpidamente ingenua que el internacionalismo proletario ofreció en su martirologio latinoamericano. Ahora los paradigmas cambian en su crisis finisecular, pero todavía quedan las huellas de quien se niega a ser sólo un póster decorativo de la mass media.
Dicen en el Istmo que bebedera que no pasa por la playa o por la cantina de Na Chica no es bebedera, y ese grupo no va a ser la excepción. A él se suman Delfino, el pintor teco, dos boleristas que cantan con la gasolina verde que inspira, y un poeta, epígono modernista que a la primera provocación dispara “el oro, el hierro, el cortejo de los paladines”. Y así, entre canciones de Álvaro Carrillo y Chuy Rasgado, llegan al mar.
La mañana trae la brisa invernal y sólo una pareja de recién casados, en su juego táctil y de miradas conniventes, rompe la monótona tenacidad del agua. Para ellos son las primeras melodías, el choque de las botellas y los esbozos en carbón del pintor.
Rafael se da un tiempo para pensar en lo tranquilo que resulta vivir en esta playa, con estos amigos que sólo piden al destino un pedazo de sombra suficiente para cubrir una hamaca, una canción que sólo hiera lo necesario como para apurarla con un trago de mezcal y un mar que se quede en la memoria, con tanta vehemencia que su sonido retumbe para siempre al caracol del cerebro.
¿Por qué no jugarle a la vida un desatino? Tan fácil resulta desde aquí mandar a la mierda todo, caminan por las aguas nombrando las cosas, devolverle a la arena su condición granítica de antaño, hacer coincidir en el tiempo a los hermanos celestes para que el sol no llegue primero ni la luna después, y separar por siempre a los sicarios de la cibernética de los gentiles de corazón. Esto último le parece tan romántico que no puede detener la carcajada. Se imagina viejo, calvo y reumático, yendo a recibir su cheque quincenal, mientras se detiene en la Librería Universitaria para ver cómo el polvo cubre los “tres libros tres”, que la espuria ambición social intentó vestir de buen éxito.
En la playa el tiempo se dilata, lento en su vuelo de gaviota, lejano en el mástil de la barca que se empecina en quitarle lo lineal al horizonte, tardío en el clavado ígneo del crepúsculo, momento en que todo pierde su forma, distrae la mirada y reta al más valiente a reconciliarse con su pequeñez; instante exclusivo es la obra de los dioses, por eso abre el día y la noche, los confunde, más si se acompaña de bebida sagrada, de la que sale el obstinado maguey y se diluye con malta. El tiempo en la playa siempre es primigenio, generador, genésico. Rafael Arancibia lo sabe, y se abandona a él, nace con él y a él regresa.
Delfino termina su estudio, le obsequia a la pareja uno de los trazos y ésta se queda perpleja sin comprender cómo el Dios Cocodrilo, dador de vida, los reconoce para que sean la simiente que habrá de otorgarle cuerpo al final de este tiempo. Uriel se conforma con escuchar una canción de Atahualpa Yupanqui, después de darle una repasada al cancionero de protesta y sólo recibir negativas del dúo de guitarristas que, al final, accede únicamente si la interpreta en zapoteca. El poeta ya se ha bebido la última canción desesperada y queda borracho de estrella con la vista en la palapa oscura del cielo. El Cuetero entabló la embriaguez y, para romper el empate etílico, sugiere seguirla en la cantina de Na Chica.
El viaje lleva implícito el fervor por lo prístino del existir, lo inefable, lo que ni el alcohol logra delimitar como al inicio, el renacer, el ritual que conforma el día y trae la noche. Es un instante en que la unión profunda con el espíritu de la naturaleza concede la cercanía a lo fatalistamente eterno; la promesa sacra de que se ha de sobrevivir pese a la muerte, en el canto fervoroso de quien espera después de la oscuridad, de quien corta el cuello del ave y desea que el cuerpo caiga hacia el oriente, para que le sea concedida la gracia.
Pero llega una edad en que la espera ya no tiene tiempo, porque dejó de sentirse dolor, porque se permitió que la araña cumpliera su empecinada labor de tejer hamacas de sueño. Aquí el punto de apoyo ya no moverá el mundo. Éste sólo gravita en los meandros el cerebro, juega a ser doncella núbil y deshabitada, intenta vestirse de seda y organdí y pasear por el encaje del mar, mientras el Cocodrilo sacro desliza su lomo plateado sobre las salinas aguas del Pacífico. En ese momento, sin mesura, la vista recrea la luz, la hace oscilar en el cuerpo estrecho del Istmo, cintura tantas veces acosada por los piratas que aún anhelan cortarlas de tajo para introducir el velamen civilizatorio en sus entrañas.
Es viernes, un día malo para ofrendar, un día en que los dioses ensordecen, la marimba pierde espíritu y su melodía desencanta; los pescadores han echado sus redes y aun con la luna llena sólo lograron recoger algunas jaibas. Por eso la cantina de Na Chica está llena a reventar, porque la derrota convoca con su sabor amargo y dulzón, porque el fatalismo tehuano pide la muerte a gritos, exige la herida que sangra, la espera impaciente de quien, como los mixes, sólo está de tránsito en esta vida.
El grupo ha pedido la primera ronda de cerveza y la dueña del lugar, muy oronda, ordena a la nueva mesera servirla. Nayeli es una muchacha trigueña que aún no cumple la primera veintena de febreros y cuyo vientre no ha albergado todavía más sobresalto que la eyaculación precoz de un novio en Salina Cruz. Su mirada está abierta a conocer con amabilidad lo que zalameramente el hombre vierte en palabrería inútil cuando la conquista se avecina. Después de depositar las botellas camina con suavidad, como si se posara en el aire sin hundirse, casi acompañando el “Y aunque yo pierda/ le arranco el antifaz/ con que cubre su maldad”, que David, uno de los guitarristas, deja escapar de su garganta rota.
Para la segunda ronda ya sonríe con soltura y su cadera se contonea sin recato bajo las enaguas largas. Delfino la invita a sentarse a la mesa y, como quien juega damas chinas, le coloca una silla junto a Rafael. En realidad, éste no se ha percatado de su presencia, quizá porque el poeta ha tomado su segundo aire y desgrana los versos más retorcidos ante la concurrencia.
Pero, como “todo ángel es terrible”, basta el aletear de sus manos convertido en aplauso para que Arancibia repare en ella: grácil, pero fuerte; de mirada penetrante, aunque fácilmente se puede ir con las notas de “Así es la vida, no hay que llorar/ es un momento y nada más/ es una sombra y luego se va…”; sus labios, cubiertos de carmín barato, no están hechos para abrirse innecesariamente, pero invitan a beberlos.
Como ella hay muchas en el Istmo; sin embargo, derrama sin obstáculo la risa por los cuatro costados de la cantina. No es una Genoveva de Brabante ni una Aldonza Lorenzo elevadas a la categoría de musa. Por el contrario, son su simpleza y la forma ordinaria de departir, propias de una mesera, lo que la hace tener presencia; es su garganta que lo mismo expele carcajadas que traga mezcal; son sus manos ásperas, llenas de historia miserable, de golpes contra el destino cimarrón, pero que todavía le permiten una manita de gato a las uñas; es, quizá, esa sensación de marginalidad ancestral emparentada con la otra marginalidad del investigador desmeritado. En fin, es todo eso que no se puede decir sin hacer alusión a la jodedumbre, pero que en una cantina de Juchitán mueve a un hombre maduro a sacar del olvido la coquetería, a desandar el laberinto pudendo de la sexualidad castigada: “Ayer maravilla fui y ahora ni sombra soy…”
Un trago más y el “cómo te llamas” desata la promesa contenida en el “escribiré la historia de nuestro amor,/ con toda el alma llena de sufrimiento;/ la escribiré con sangre, bendita sangre del corazón”, que Julio Jaramillo jura con su voz aguda y arrabalera, mientras la pareja baila en un restriegue de pubis, que derrama las miradas, las palabras sugeridas en el “adónde” y el “espérate un rato a que la gente se vaya”.
Entre tanto, Na Chica sirve la cerveza y la noche caliente especula con la sed del grupo. Se sabe de antemano que no hay fondo, que sólo el primer lucero de la mañana podrá dar el toque de queda a los guerreros tecos que antaño resistieron las embestidas de los invasores franceses bajo el palo de tamarindo de Cheguigo. Se sabe de antemano que todo confabula para seguir el cuento de nunca acabar. Por eso Arancibia la corteja como si fuera la primera mujer; las miradas y las palabras vertidas se abandonan al apretón delicado que da por terminada la sesión y encamina sus pasos al cuarto.
La desviste sin ansiedad, como quien ha esperado veinte años el segundo aliento para descubrir que la vida siempre vale la pena vivirla. Al suelo caen la prendas de algodón, baratas, sin artificios, y sólo queda el cuerpo, lozano, de quien aguarda, húmeda la piel, tembloroso el vientre, ansiosas las pupilas, la penetración del hombre convertido en macho montuno. Pero él sabe que aún no es tiempo para profanar el recinto con un asalto desangelado: hostiga con sus caricias las atalayas de sus hombros, para avanzar suavemente sobre los promontorios que resguardan las últimas trincheras.
Se siente seguro, pues sólo la luz de una veladora que atestigua la devoción por San Antonio Abad, rey de los animales, alumbra con discreción el acoplamiento. Ningún espejo osa mostrarlo en su desnudez flácida y abultada; por eso se siente con el vigor de un adolescente capaz de arremeter con encono hacia la cueva de la deidad que puebla el inframundo. A ella habrá de entregarle, una y otra vez, la ofrenda líquida, vertida en espasmos casi olvidados. A ella habrá de acudir para que la próxima cosecha se dé con desmesura, para que de sus labios surja el dolor exquisito que pide la nueva avanzada, la toma total de la plaza, para quedar exhausto, con la vista fija en el juego de figuras que la vela, en su coqueteo con el aire, provoca en el techo de palma.
“Acuéstate que me voy a subir”, le dice Nayeli. Sin prisa, como quien descubre por primera vez el falo único y no logra contener su admiración: “¡Qué preciosidad!”. Tal halago hace que las cavernas del miembro saturen sus espacios con la sangre incontenible que lo erige a su máxima expresión, momento que Nayeli aprovecha para cabalgarlo, como si su ritmo tocara el correr frenético por las tablas de la marimba, en un salmo festivo que presagia el carnaval; su vientre se inunda con el líquido viscoso que afina los movimientos de la cadera, en una orquestación digna de mejores tiempos.
Na Chica, con sus toquidos, llega a desafinar, quizá pensando en el martirio que debe ser para la muchacha estar con un viejo alcoholizado. Sin embargo, Nayeli logra un último orgasmo, sacado de lo más interno de su vida sola, para luego caer exhausta sobre el catre.
“¿Qué me hiciste?”, le pregunta sin esperar respuesta, porque sabe que siempre ha sido así para una mujer, porque intuye que el guerrero calla sólo cuando ha triunfado, cuando está seguro de haber resistido el fragor de la batalla.
Rafael Arancibia se incorpora del lecho y toma las ramas de albahaca que adornan al santo, las restriega sobre sus brazos hasta exprimirles el aroma, que va depositando sobre el torso de Nayeli. “Tú eres brujo. Ahora te has convertido en el Cocodrilo. Ya mi vida quedó marcada”. Él sonríe mientras continúa sus caricias y tararea la canción Pinotepa que cercanamente escucha. Se pone la camisa para sentir que en esa prenda le renace la vida.
Cuando abandonan el cuarto ya los músicos están dormidos sobre las sillas, Delfino ve con detenimiento cómo los bosquejos que ha plasmado en las servilletas juegan a ser abstracciones para la cerveza derramada; el poeta retornó al Olimpo de los parnasianos, en tanto Uriel espera que alguien siga la polémica jamás iniciada sobre la santidad del Che Guevara. Sólo Isaías se mantiene en pie, motivado por la presencia de tres paisanos de Huixtla que, de paso por Juchitán, encaminaron la borrachera hasta la cantina de Na Chica.
Con el brazo sobre los hombros de Nayeli, Arancibia le da unas monedas para que la rocola siga siendo cómplice de la vitalidad despierta. “Rayando el sol” los lleva de nuevo a acercar sus cuerpos, hasta que una mano áspera y sin discreción los aparta para exigir a la muchacha que baile con esa mirada vidriosa y sonrisa ladina, como un aviso inoportuno de que la valentía descansa sólo en el recinto del cementerio.
Rafael la toma de la cintura y, con amabilidad, le explica que ella viene acompañada, para luego continuar su danza lenta y pausada sobre el piso de cemento. Siente que algo caliente le cae sobre la espalda y al voltearse alcanza a ver la mirada cortante que acompaña al cuchillo, haciéndose una con él. Se va sobre el hombre y, con la fuerza que aún le queda, lo despoja del arma para luego abrirle el pecho. Ruedan por el suelo, entre los gritos de auxilio de Nayeli y el estupor de quienes ahora regresan a este mundo y no saben qué hacer.
Delfino quiere cargar a Rafael pero éste lo detiene: “Ya ni intentes llevarme al hospital… Así quería morir… con esta misma noche… con este mismo cielo… Mirando a esta muchacha que nunca sabrá lo que me acaba de dar… sintiéndome teco de veras, capaz de adorar sólo al Mal Ladrón, porque este pueblo siempre será mío y habré de habitar una de esas casas que hay en el panteón… Despierta al poeta porque sólo él deberá escribir lo que pasó; si es que acaso vale la pena… si es que acaso Rafael Arancibia estuvo aquí”.
“Antropólogo asesinado en la cantina de Na Chica. Se dedicaba a estudiar a los pueblos de la región. El homicida le asestó una puñalada en la espalda. El ahora occiso logró desarmarlo y devolverle el agravio. El agresor se encuentra en estado grave en el hospital. Fue una riña de faldas. Todo esto lo puede leer usted en El Sol del Istmo…” El altoparlante montado en el toldo de un Volkswagen recorre la ciudad, dejando su estela de polvo, mientras los perros acompañan con sus ladridos la noticia que, por unos días, será motivo de plática entre la gente de Juchitán de Zaragoza.
(Este texto fue publicado originalmente en Istmo Autónomo, hoy Revista Guidxizá, Año II / Nº 7, Julio-Septiembre de 2005)