Antes del genocidio de 2018, los crímenes de lesa humanidad de Ortega
Enrique Sáenz
A veces pareciera que para algunos la historia comenzó en abril del 2018. Como si la dictadura se hubiera instalado por arte de magia en esas fechas. Lo que en realidad ocurrió fue que la dictadura, ante la magnitud del desafío que representaron las protestas, utilizó de manera simultánea y masiva los mecanismos de represión que desde años anteriores venía utilizando, de forma dosificada, para sofocar los brotes de resistencia que se presentaban.
Las fuerzas de choque, los grupos paramilitares, la policía y el ejército, violaban derechos humanos, encarcelaban, garroteaban y mataban, según el tamaño de la amenaza, al menos desde el 2008. Desde la represión a las manifestaciones previas a las elecciones municipales de ese año, pasando por el allanamiento de las instalaciones de CINCO y del MAM, al episodio conocido como #OCUPAINSS, las garroteadas a los desmovilizados del ejército, los enjuiciamientos arbitrarios a trabajadores de las zonas francas, los vejámenes a mineros o reclamantes por insuficiencia renal crónica, con vapuleados y muertos, la represión al movimiento anticanal, o los “partes” del ejército sobre abatidos anónimos en las montañas, con la invariable imputación de que se trataba de “grupos delincuenciales”. Esto solo para mencionar algunos.
Traemos a colación estas referencias ante el paraíso que describió Daniel Ortega en su discurso del 7 de noviembre. Un paraíso que en su retórica patrañera recibió “una puñalada en el corazón”.
Como la memoria también es un campo de batalla, es necesario, pertinente y justo rememorar para estas fechas de noviembre, dos episodios que acontecieron seis meses antes del estallido de abril.
Comencemos por la masacre perpetrada por el ejército en La Cruz de Río Grande. Oficiales del ejército dieron a conocer que, en una operación militar, el 12 de noviembre del 2017, dieron muerte a seis nicaragüenses. Todos fueron enterrados en una fosa común. El militar que ofreció la información manifestó: “Estos elementos delincuenciales su modo de operar es ese, la marihuana, la comercialización y cultivo de marihuana, más los robos, extorsiones y violaciones”. Y apostilló: “Esos eran todos, no hay gente que haya sobrevivido”. En otras palabras, aniquilaron a todo el grupo “delincuencial”. Solamente proporcionaron el nombre de uno de los fallecidos: Rafael Dávila Pérez, alias comandante Colocho.
Vamos por punto. Admitamos que existían denuncias por delitos comunes. Si así fuera ¿Qué tiene que ver el ejército con los delitos comunes?
Según el militar, tenían alrededor de 9 días de andar tras la pista de los supuestos delincuentes. También se sabe que los emboscaron a la orilla de un río, en horas de la madrugada. ¿El ejército se proponía capturarlos, o de una vez aniquilarlos?
Si se proponía capturarlos ¿Cómo es que los mató a todos? ¿Acaso los abatidos resistieron fieramente hasta morir? Asumamos que el grupo estaba formado por delincuentes. ¿De dónde sacó el ejército la facultad para acusarlos, condenarlos y después aplicarles la pena de muerte, en un solo acto y sin juicio ni procedimiento?
Pero no solo eso. Los seis asesinados fueron enterrados en una fosa común. Sin que siquiera se procediera a su identificación.
El ejército los acusó, los procesó, los condenó a muerte, ejecutó la sentencia mortal, y pretendió borrar toda huella de la existencia de estos nicaragüenses. Hasta los nombres. Los enterraron en una fosa común, sin identificación. Como que si fueran monos.
Si lo anterior es grave, lo más repugnante del episodio es que dos de los asesinados eran menores de edad. Todavía no se sabe cómo ni por quién, se colocaron en las redes sociales y circularon con profusión las fotografías de los cuerpos de los menores acribillados. Las redes cumplieron el papel de denuncia. De otro modo, el crimen hubiera quedado cobijado por el silencio, porque la pretensión era dejar enterrados, en una fosa común, a las víctimas y toda huella del crimen que se perpetró en su contra.
El ejército llamó delincuentes, narcotraficantes, marihuaneros y violadores a un niño de doce años, Francisco Pérez Valle, y a la adolescente Yojeisel Elizabeth Pérez Valle, de 16 años. En las fotografías que todos podemos ver todavía aparecen los rostros casi infantiles. Rostros campesinos. Rostros humildes. Rostros de pobres.
Al evocar esta masacre se encuentra la lógica de la embestida totalitaria del régimen con la imposición de la ley de ciberdelitos: la denuncia de aquel hecho en las redes pasaría como una “noticia falsa” por contradecir la patraña oficial.
A Elea Valle, madre de los menores asesinados, le mataron también al marido. Quedó con tres chiquitos que mantener y con el acoso de las fuerzas represivas del régimen. Un calvario para esta madre campesina.
Debemos repetirlo con todas sus letras y en altas y claras voces: Lo que perpetró el ejército fue una masacre. Asesinaron con premeditación, alevosía, ventaja y con pretensiones de impunidad a seis nicaragüenses que, delincuentes, o no, tenían derecho a un juicio, a que se presumiera su inocencia mientras no se demostrara lo contrario, y por encima de todo, tenían derecho a su vida.
El segundo episodio es la muerte violenta de al menos cinco nicaragüenses como resultado de los abusos de los seguidores del régimen con ocasión de las elecciones municipales realizadas en noviembre del 2017. Algunos medios mencionan 7 fallecidos. Si bien para la mayoría nacional estos comicios fueron una farsa, es un hecho que en algunos municipios principalmente de la Costa Caribe y del norte del país, la población asumió a fondo el proceso electoral.
Además de los fraudes flagrantes en algunos municipios, las protestas fueron sofocadas, literalmente, a sangre y fuego: casas quemadas, golpizas, encarcelados, enjuiciados, perseguidos. Y muertes. El jefe de la policía, muy campante, atribuyó la violencia a los mismos fallecidos y vapuleados. Nadie fue llevado a juicio por esas muertes y desmanes.
Vale anotar que el informe preliminar de la misión de “acompañamiento electoral” de la OEA, presidida por un señor Penco, mencionaba en dos líneas a los fallecidos–como resultado de incidentes aislados, anotaba el documento–. Ya en el informe definitivo esa mención ni siquiera aparece.
Ahora que hay quienes hablan de ir a elecciones, aunque no existan condiciones, es decir, aunque sea bajo las condiciones que Ortega imponga, con paramilitares y todo, es oportuno recordar estas muertes y esos atropellos.
La sangre de esos menores todavía clama justicia. También clama justicia la sangre derramada por decenas de campesinos ejecutados en las montañas, desde años atrás, con la etiqueta de “abatidos”. Masacres que se estrellaron con la indiferencia de muchos y que abrieron puerta a la masacre del 2018.
La historia no comenzó en abril. Solo fue la confirmación, a la vista de todos, de que enfrentábamos, y enfrentamos, una dictadura asesina.