Aquel otro pacto del que no se habla mucho: «Gentes vemos, arreglos no sabemos»
Pío Martínez
«Como todo mafioso que se respete, Ortega se la pasa repartiendo favores por aquí y por allá y tiene anotados todos los nombres de quienes le deben favores y guardadas las pruebas, no vaya a ser que los deudores quieran alguna vez renegar de la deuda. Así, con sus favores y promesas de poder y esa otra arma suya, la amenaza, va comprando a las personas, sometiéndolas, convirtiéndolas en agentes suyos. Ortega siempre cobra a sus deudores en el momento justo, en el momento en que aquel pago le sirve mejor, como procurarle una salida en momentos difíciles, por ejemplo, o abrirle el camino a la obtención de más poder».
Quienes conocen a Daniel Ortega de cerca saben que ya desde sus inicios como asaltabancos él procura siempre identificar por dónde está la salida y que cuando está atrapado para salir pasará por encima de quien sea, aplastará a su paso a quien haya que aplastar y pactará con quien haya que pactar. En su paranoia, lo primero que hace al llegar a un lugar es imaginar su plan de escape y, mientras permanece ahí, su mirada va con frecuencia hacia la puerta de salida e identifica dónde están los obstáculos en su ruta y dónde aquellas cosas —o gente, que para él es lo mismo— que pueden ayudarle a escapar.
También desde siempre Ortega ha estado obsesionado por el poder, por conseguirlo, por conservarlo y por extenderlo. Sabe bien cómo le gusta el poder a la gente y cuánto están dispuestos a hacer para obtenerlo. El poder es su moneda y sabe cómo comprar a la gente con la justa medida de poder o la promesa de obtenerlo en el futuro.
Como todo mafioso que se respete, Ortega se la pasa repartiendo favores por aquí y por allá y tiene anotados todos los nombres de quienes le deben favores y guardadas las pruebas, no vaya a ser que los deudores quieran alguna vez renegar de la deuda. Así, con sus favores y promesas de poder y esa otra arma suya, la amenaza, va comprando a las personas, sometiéndolas, convirtiéndolas en agentes suyos. Ortega siempre cobra a sus deudores en el momento justo, en el momento en que aquel pago le sirve mejor, como procurarle una salida en momentos difíciles, por ejemplo, o abrirle el camino a la obtención de más poder.
La de Ortega es una historia de pactos. Los pactos que ha hecho, aquellos que conocemos y aquellos de los que nunca escuchamos y a veces sospechamos, siempre fueron una ruta de escape o una ruta de acceso al poder. Pactó, por ejemplo, con el gobierno de Carter antes de la salida de Somoza, en 1979. Puesto que lo que a él y a su hermano lo que les interesaba era el poder, a espaldas de los combatientes acordaron, entre otras cosas, que Somoza se iría y que se formaría un nuevo ejército compuesto por los efectivos de la GN y los combatientes del FSLN, un pacto que al final no se concretó porque aquel que Somoza había dejado en su lugar desoyó las instrucciones e incumplió lo acordado y facilitó así la victoria total de las fuerzas insurgentes.
Ortega pactó también con su mujer para escapar a la justicia luego de violar por años a la hija de ella e hijastra de él. Ansiosa de poder, ella también se fue del lado del violador y vendió a su hija por esa ración de poder que ahora tiene. Un poder que tiene seguramente un sabor muy amargo.
Hay otro pacto de Ortega del que no se habla mucho, quizás por los apellidos que salen a la luz cuando se examina de cerca. Se trata del pacto tripartito Ortega-Lacayo-Ortega del que los protagonistas fueron Daniel y Humberto Ortega Saavedra y el ingeniero Antonio Lacayo (q.e.p.d.), con quien les unía una relación de años y a quien habían atraído a su seno con una mezcla de favores y promesas de poder y quizás también con una que otra amenaza.
Fue el ingeniero Lacayo quien, en 1990, cuando los sandinistas perdieron las elecciones, despejó la ruta de escape de los Ortega, ruta que también les llevaría a obtener más poder, que ya no tendrían que compartir con la Dirección Nacional de su partido, la cual se les había convertido en un estorbo.
Que la pesadilla sandinista no haya terminado de una vez y para siempre en aquel momento se debe en gran medida a ese ominoso arreglo. A ese arreglo se debe que dos individuos simplones como son los Ortega no hayan terminado entonces en el basurero de la historia y, en lugar de salir del poder desnudos y harapientos como habían llegado, con una mano adelante y otra atrás, salieron del gobierno —que no del poder— como gordos y poderosos magnates.
Permítame contarles cómo ocurrió. Luego de que en 1990 aquella coalición que entonces se llamó UNO, que tuvo como candidata a presidente a doña Violeta Barrios de Chamorro y a vicepresidente al Dr. Virgilio Godoy, ganó las elecciones al FSLN, unos pocos días después se produjo un arreglo entre los hermanos Daniel y Humberto Ortega Saavedra y Antonio Lacayo, yerno de la presidenta, marido de Cristiana Chamorro y ministro de la presidencia del gobierno de doña Violeta.
Con su voto, el pueblo había dado el mandato a doña Violeta y su gobierno de hacer valer la ley e iniciar el proceso de democratización del país acabando de una vez por todas con aquella sangrienta aventura sandinista que había costado al país decenas de miles de vidas, de jóvenes, sobre todo. Sin embargo, de manera onerosa y canallesca, en aquel pacto Ortega-Lacayo-Ortega los votos, el mandato y la voluntad de los ciudadanos fueron tirados a la basura y el poder permaneció en manos de los hermanos Ortega, quienes en aquel momento aún eran aliados entre sí.
A Lacayo le fue asignada la tarea de combatir desde adentro el mandato de la gran mayoría de la población de establecer un Estado de derecho y encaminar al país por la ruta de la democracia, ¡y vaya que lo hizo bien el ingeniero Lacayo! ¡Vaya que cumplió bien con las órdenes de sus acreedores, los Ortega! Si no me cree, revise usted los actos de este personaje en aquellos años en que la desmemoria colectiva mira ahora de color rosa*.
Gracias a aquel ominoso pacto el poder quedó en las manos de los Ortega, el uno controlando el Ejército —pues cumpliendo con lo acordado Lacayo convenció a doña Violeta de dejar a Humberto como jefe del Ejército—, el otro dirigiendo a sus turbas que, obedientes, como perros de presa, atacarían a quien fuese al ser azuzados por su jefe.
Centenares de miembros de la Resistencia fueron asesinados uno a uno en los meses que siguieron. Aquel pacto permitió también el saqueo del Estado en lo que se conoce como «la piñata sandinista», en que propiedades inmuebles urbanas y rurales, semovientes y empresas de todo tipo que habían pasado a ser propiedad del Estado —propiedad del pueblo, propiedad de usted y mía— y que tenían un valor de miles de millones de dólares pasaron a manos de los Ortega y de los sandinistas. Más tarde esas propiedades debieron ser pagadas a sus legítimos dueños. Ese dinero aún lo estamos pagando usted y yo.
Al perder aquellas elecciones los Ortega prometieron que gobernarían «desde abajo», pero no fue cierto: gracias a ese pacto desde aquel momento gobernaron desde arriba, desde abajo y desde todo lado imaginable. Gracias a aquel pacto Ortega sobrevivió y está donde ahora está.
La situación actual es muy similar a la de 1990, en que hoy como entonces el pueblo ha expresado rotundamente su voluntad de cambio, su deseo de vivir en democracia, sus ansias de liberarse de la dictadura. Esta vez no se ha expresado por medio del voto sino muy claramente en esa rebelión que empezó en abril del 2018, en esa intensa llama que entonces se prendió y que la dictadura y sus aliados intentan desde entonces apagar.
Desde abril de 2018 la dictadura y sus cómplices han estado trabajando por encontrarle una ruta de salida a Ortega y están ahora procurando una reedición de lo que hicieron en 1990 y pretenden convencernos de ir a una amañada elección para que luego de ella Ortega y su numerosa prole se queden allá en El Carmen con todas sus inconmensurables riquezas, con sus paramilitares, con su ejército, con su policía, con todo el poder, en fin, gobernando, pues, porque lastimosamente en este país, como hace doscientos años, el poder emana de la boca de las armas.
No hay que dejarles hacer. No hay que permitirles salirse con la suya. Hay que mantenerse alertas para que esta vez no escape Ortega con todo el poder, como lo hizo en 1990, cuando el pueblo lo puso contra la pared. Es claro que andan ahora por ahí varios que como entonces lo hizo el ingeniero Lacayo están dispuestos a facilitar a Ortega una ruta de escape y están trabajando para crearla.
Seguramente hay varios que le deben favores, que han recibido promesas de poder, sobre cuyas cabezas pende como espada de Damocles la amenaza de hacer públicas las pruebas de la secreta relación y disfrazados de oposición calladamente trabajan para Ortega. Hay que mantener los ojos abiertos para identificarlos y denunciar sus maniobras. No permitamos que un nuevo arreglo de las élites frustre de nuevo los deseos de libertad y democracia de nuestra nación.
* Sobre el pacto de los hermanos Ortega con Antonio Lacayo, les recomiendo la lectura del libro La maldición del Güegüense, del Dr. Moisés Hassan Morales, donde está presentado y analizado en detalle y contado mejor de lo que yo lo cuento.