Carta a una escritora española [sobre la historia de nuestros males, y sobre ser ‘disidente’ del feudalismo en pleno siglo XXI]
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
La periodista y escritora María Teresa Bravo Bañón comenta, un poco perpleja, sobre el revuelo que ha causado en Nicaragua el artículo de su compatriota, el exparlamentario Ramón Jáuregui, que el diario La Prensa ha invocado como “hoja de ruta” y que por venir–dice el editorial del periódico en mención– de “observadores extranjeros”, contiene más “lucidez y realismo” del que cualquier nicaragüense (cuya opinión sea contraria, claro) pueda amasar.
Nada me sorprende, más bien me parece razonable, la perplejidad de la Sra. Bravo Bañón, porque desconectadas de la Historia no tienen sentido, al menos no el sentido ‘democrático’ que aducen, las palabras de La Prensa; son palabras verdaderamente abyectas, llagas que hay que supurar, huellas que dejan en la carne las cadenas herrumbrosas del atraso.
Por eso decidí escribirle a nuestra amiga esta breve nota, que presento a ustedes también, porque urge que meditemos sobre este asunto:
“Querida Mayté,
todo esto tiene que ver con la historia de la oligarquía nicaragüense, historia de fracaso nacional, dependencia del exterior, y de acumulación grotesca de poder económico, con disputas periódicas entre facciones que han impuesto la guerra al país cada cierto tiempo, y han permitido a grupos nuevos meterse por las fisuras del sistema, enriquecerse desde el poder político, para después integrarse a la oligarquía a través de enlaces comerciales, matrimonios, alianzas, y otras prácticas de las noblezas medievales.
Por algo son aproximadamente unos 6 o 7 grupos familiares los que tienen una riqueza acumulada equivalente a cerca de dos tercios del producto interno bruto, una proporción insólita. Este dominio sin competencia les ha hecho también mediocres, y ha embrutecido políticamente a la sociedad; y por eso hoy, que muchos jóvenes están más conectados al mundo exterior, y ven que hay otras alternativas para la inevitable convivencia social, los aplastan por un lado, los silencian por otro, y empujan la ola del sueño democrático hacia atrás, desatando sus jaurías represivas y mediáticas contra los “disidentes”.
¡Imaginate vos, qué tragico!: que pasadas ya dos décadas del siglo XXI tenga que llamarse “disidentes” a quienes proponen ideas ya universales–incorporadas, de hecho, a la legalidad internacional moderna– de la Revolución Francesa de hace 240 años (1789), y de la Constitución de Estados Unidos (1787), y que ya para entonces habían circulado durante al menos un siglo, desde los liberales ingleses hasta los enciclopedistas franceses.
A nosotros nos quedó como una lápida la Contrarreforma, el despotismo peninsular, y la herencia de burócratas coloniales tardíos (familias llegadas a Nicaragua en los aproximadamente 50 años que precedieron a la independencia de Centroamérica) que aprovecharon el rompimiento formal con España, no para fluir sobre corrientes liberales–que fueron suprimidas y no han logrado levantar cabeza–sino para avanzar en un mayor despojo material contra la gran masa mestiza y pobre y establecer un permanente despojo político.
A esto, y no solamente al dictador de turno, nos enfrentamos. El único consuelo es que al menos podemos decir– confieso que con algo de vergüenza–que ya empezamos a encarar el problema. He dicho muchas veces que apenas luchamos por iniciar nuestra propia Revolución Francesa.
Todavía somos disidentes.”