César Bisso: Vuelta por el universo
Por Diego Rodríguez Reis
(Andares – César Bisso (Ediciones
La Yunta, Buenos Aires, 2023)
El viaje ha sido, es y probablemente será uno de los tópicos literarios clásicos, acaso el tópico por excelencia. Sobran los ejemplos: la historia de los hermanos Polo, Nicolás (padre de Marco) y Mateo, quienes «se pusieron en camino», tanto por asuntos comerciales como en la busca de «aventuras dignas de mención», andanzas que quedarán inscriptas en el celebérrimo Viajes; el viaje fundacional de Abraham y la hégira (huida) de Mahoma; los milyunanochescos viajes de Sindibad (Simbad) El Marino; el arduo viaje de regreso de Odiseo (una de las nóstoi griegas) desde Troya hasta la isla de Ítaca; el viaje triple del enamorado Dante al Infierno, al Purgatorio y al Cielo.
Además, es posible esbozar una veloz taxonomía de los viajes: el viaje iniciático o espiritual; el viaje de placer, de ida y vuelta (tour); el viaje obligado, sólo de ida (emigración); el viaje a breve escala (paseo, flaneur); el viaje intelectual, que postuló Paul Groussac; el viaje bélico o excursión; el viaje de negocios.
En Andares (Ediciones La Yunta, 2023), César Bisso propone otra perspectiva, sustancialmente diversa y profunda. El andar difiere, etimológica, ontológica y pragmáticamente, del viajar y aun del caminar. El andar es una acción más serena, más atenta, más resonante: precisa de otro tiempo y otra mirada.
En la versión original de la obra (Ananga Ranga, 2019), el propio poeta santafesino distingue tres tipos de andares, que a su vez componen cada sección del volumen homónimo: existe el andar dentro de uno, el que refiere las «obsesiones, dudas y emociones» del Yo lírico; el andar en el otro, la visita a determinados personajes y hechos fundamentales; y el andar por fuera de uno, que aborda específicos lugares del mundo y las vivencias que allí fueron grabadas en la memoria del poeta.
Nos serviremos, al menos, estructuralmente, de la distinción propuesta para trasuntar el libro, para nuestro andar en Andares.
*
El primer andar, el andar dentro de uno, inicia con un epígrafe de José Lezama Lima: «Nado con las dos manos amarradas». Estas palabras escogidas, sonoras y significantes, señalan que ese andar es (será) esforzado, laborioso, titánico.
El poema, creación autoexégesis del Yo lírico y acaso del propio creador, se manifiesta protagonista, cobra cuerpo, padece aflicciones:
El poema es culpable porque vive al desamparo,
se acalambra de hambre, delira con el frío.
El poema escupe, orina, se emborracha y asesina:
El poema es culpable porque no sabe ser inocente.
Pero el poema «repara con su voz todo aquello que enmudece»: su labor es redentora. Nicolás Rosa, en El arte del olvido, dice: «Escribir es descontar de lo real aquello que lo real no puede soportar». El texto (el poema) soporta lo insoportable, lo agónico, lo escatológico.
El viaje al interior se torna belicoso:
Has ingresado en la región del sueño
en busca de ese animal invisible
que nunca podrás vencer
leemos en «Presagio del guerrero» y adivinamos la sombra aliada e intertextual de Carlos Castaneda detrás de esos versos.
El poeta es también «El profeta» que
desde siempre recorre las ciudades del mundo
y que sentencia/presagia:
Todas las ciudades armonizan con la muerte.
Pero ya las ciudades, otras ciudades visibles, asumirán un primer plano en el último tramo del libro/viaje.
En este periplo, el Yo lírico se desdobla o se descubre doble, aunque su doppelgänger no está allá afuera, sino en sus propias profundidades. Testimonio de esa visión son los poemas «La vuelta» (Soy el país oscuro, remoto), «Mi otro» (Nada concluye, menos la locura) e «Identidad» (Amorosamente/ han forjado/ un solo cuerpo/ donde dos almas/ conviven/ sin que otros cuerpos/ pesen sobre ella).
Este primera etapa del andar culmina con esta aceptación o re-conciliación, discursiva y amorosa:
Amo lo que es y sigue siendo.
*
En el texto de Nicolás Rosa ya citado, el crítico rosarino observa: «Todo texto […] es un texto humano: propone sus códigos, sus protocolos de lectura, su gramática ínsita, sus vectores de fuerza, en suma, las reglas de su legibilidad».
En la segunda sección de estos Andares, esos códigos, referentes de lectura son ciertos nombres propios, algunos de conocimiento universal, otros de orden íntimo: «Yo no sé si me voy o si un mundo me deja», reza el epígrafe escogido de Amelia Biagioni.
Este andar en el otro tiene un tono más amable, más indulgente, la segunda persona se torna más honda y lírica:
Dios hace llover rosas de tu misma sangre
dice el último verso de «Cartagena», dedicado a Vicente Huidobro;
Tu voz pudo más que la verdad
canta en «Other woman», que celebra a Nina Simone.
En ese catálogo de homenajes se inscriben Charles Chaplin, Atahualpa Yupanqui, Olga Orozco, Robert Graves, Jorge Cafrune, Alfredo Zitarrosa y otros nombres ilustres.
Sin embargo, el que más resuena es el poema dedicado a Tony Zalazar, editor de la primera versión de Andares, y quien, como señala el propio César Bisso en la introducción, «prefirió hallar voluntariamente la paz en otro mundo».
En «Hay dolor», Bisso enumera una sentida serie de tropos en los cuales pinta a la vez el brillo y la ausencia:
Dolor de río inmóvil
calle desierta
agrios naranjales
lluvia ciega…
hasta el irreversible
Dolor de vuelo sin alas.
*
En el último tramo del libro, el del andar por fuera de uno, nos encontramos con instantáneas, registros de diversas coordenadas del orbe, que configuran una cartografía precisa y singular. El andar se ralentiza, cristalizando imágenes poéticas y verbales.
En Un paisaje de acontecimientos, Paul Virilio observa: «Si, por lo tanto, la velocidad sirve para ver, para concebir, es decir para aprehender la realidad y no únicamente para desplazarse, está ligada en parte a la fe perceptiva, esa creencia ocular inseparable de nuestra conciencia inmediata».
El epígrafe seleccionado para esta sección, las palabras de Christoph Janacs («Nada existe sin memoria. Hasta el guijarro más chiquito recuerda») señalan que estos lugares visitados por el cuerpo han sido re-visitados por la memoria: la conciencia re-crea los espacios amados.
In crescendo, el verso (el libro) se desgarra en metáforas felices:
El duende anda suelto
derramando lágrimas
(…)
el río hinca su puñal de agua
y vivifica las piedras.
[«Tilcara»]
El viento arde en las ramas de los olivos.
Pájaros vuelan hacia el sol.
El silencio roe la tierra…
[«Campos de Marchena»]
No hay (casi) verso que no sea una oración y a la vez una imagen poderosa y sutil. Como ejemplo, basta el principio de «San Francisco del Monte de Oro», poema que acaricia la estructura del soneto:
La luna muda de un cerro a otro.
El valle aroma los silencios,
enfebrece lo que hay de vida
y lo que hay de muerte.
*
En el prólogo de Andares, Tony Zalazar apunta, con lucidez extrema: «El libro modestamente parece decirnos: esto es lo que aprendí (primera parte); ellos me lo enseñaron (segunda parte); y con ellos lo compartí (tercera parte)». Y concluye: «Y en su totalidad nos enseña que la mejor escuela es el viaje». Esta mirada rima íntimamente con lo que aconseja un viejo proverbio chino: «Mejor viajar diez mil li (antigua unidad de longitud) que leer diez mil libros».
Un corolario a esta perspectiva, una probable conclusión de este viaje, sería el estar o (más aún) el llegar a un posible «sitio», o como lo definió Barthes, «la búsqueda de un lugar temático (corresponde decirlo) = absolutamente específico, donde me siento bien».
Pero el poeta no descansa, ni en el fondo ni en la superficie desea ese destino.
En «La duda» se interroga, auto-inquiere:
¿Cómo nombro mi punto de apoyo para no caer?
Para culminar admitiendo (descubriendo) en «Talampaya»:
Ahora entiendo. Lo único que me salva es el camino.
Mallarmé sentenció famosamente que el mundo existe para llegar a un libro. Una modesta proposición como lectores es que, a los fines de la felicidad literaria, los andares del poeta nunca se detengan, y sigan viajando (eternamente, textualmente) en todas las dimensiones del universo.
3 poemas de Andares
El profeta
Desde siempre recorre ciudades del mundo.
Observa distante cómo el reino humano
desvanece ante los torpes giros de justicia.
Sabe: nadie avala el derecho de los infelices.
Tampoco cree que la fuerza del Poder
restituya el instante de liberación,
que la vida concede a quienes se inmolan
por una causa justa.
Medita sobre los actos innobles
que los hombres acumularon en todos
los territorios y los siglos.
¿Víctimas o verdugos? reflexiona.
¿La historia dice? ¿La memoria calla?
Sabe: la historia no dice, la memoria habla.
Todas las ciudades armonizan con la muerte.
Llueve en Toay
Llueve en el pueblo donde rara vez ocurre.
Estoy sentado en un banco de la plaza,
frente a la iglesia de ángeles dormidos
con sus agujas que apuñalan el cielo.
La sombra de un pájaro en vuelo
esquiva la estocada del agua.
El viento sopla contra corvos caldenes
en el pueblo donde no se oye nada.
Imagino la casa, encendida.
Es como si estuviera viendo
donde la luz abriga su belleza.
En el patio de magnolias púrpuras
sigo el paso de las hormigas
por baldosas quebrantadas.
Bajo el alero, una niña goza
pasteles de membrillo y miel.
La foto demora la infancia,
evoca fragmentos de alegrías.
Es cuando irrumpe otra lluvia
dentro de sus ojos verdes
y anochece Toay en una página.
a Olga Orozco.
Talampaya
Camino detrás del silencio.
Los pasos son cortos, pesados.
En medio de una naturaleza extraña, inmóvil,
el sol cobija mi desamparo.
No intuyo el rumbo. Todo es turbio.
Levanto una piedra, se deshace en mis manos.
Sorbo un trago de agua, se vuelve sal en la boca.
Siento que la vida se extingue, que no hay futuro.
Recuerdo a mi madre, el vaticinio de aquella pitonisa.
El milagro está sujeto a los pies.
Ahora entiendo. Lo único que me salva es el camino.
Ir siempre por él, a contraviento de la desgracia.
Algún día llegaré a la ciudad que no existe.