¿Cómo es vivir en una dictadura?
A pesar de que mis familiares y amigos se han exiliado, hace meses tomé la difícil decisión de regresar a Nicaragua para tratar de retomar mi proyecto de vida con o sin caos político, violencia, pobrezas, pandemia y dictadura. En este país, aún habitan personas muy especiales a quien no puedo dejar solas viviendo el martirio que nos espera en los próximos meses y años. Un futuro oscuro se acerca, y lo veo venir con total impotencia, prudencia y tranquilidad.
Me levanto todas las mañanas con la fuerte convicción de no abrir mis redes sociales o leer noticias “esperanzadadoras” que alimenten en mí una falsa sensación de que todo va a cambiar. O bien, elijo no enterarme de noticias trágicas que me enfermen la mente. ¡Ya tengo suficiente con estar en Nicaragua!
Después de vivir episodios de depresión y ansiedad durante el 2020 que me provocaron múltiples enfermedades de las cuales aún me quedan secuelas, me mentalizo cada mañana para meditar, contemplar la naturaleza, trabajar, alimentarme saludable, tomar vitaminas, jugar con mis mascotas, y todo malabarismo mental y espiritual que me permita vivir en Nicaragua, pero a la misma vez, estando lejos de aquí. Aunque debo de reconocer que no siempre lo consigo, el calor húmedo e insoportable del Pacifico, los constantes cortes de energía eléctrica y la mala educación de la gente en las calles, me lo recuerdan.
Esta mañana me toca asistir a una reunión de trabajo. Antes de salir de casa me preparo mental y físicamente por si me detiene la guardia nacional. Reviso mi teléfono celular y elimino cualquier rastro de mi postura política; borro fotografías, memes, capturas de pantalla, documentos, etc. cualquier cosa que me pueda implicar un problema. Luego ingreso al WhatsApp y elimino conversaciones. Me aseguro de que el nombre de periodistas, activistas o personas mediáticas estén bajo seudónimos. Además, verifico de no tener aplicaciones como Twitter, FaceBook, Gmail e Instagram instalados en mi teléfono. Este es un ritual cotidiano previo para salir a las calles.
Previendo un posible arresto durante mi trayecto, enciendo mi computadora y elimino el historial de búsquedas de Google y demás plataformas electrónicas. Elimino contraseñas, cookies, direcciones de correos electrónicos, etc. De esta forma, si allanaran mi casa y se robaran mis equipos digitales, garantizar que no encuentren nada «sospechoso” que pueda convertirse en mis antecedentes penales. También escondo algunos objetos como mi pasaporte, memoria USB donde conservo fotografías personales, tarjetas de bancos, etc. Para quienes vivimos en Nicaragua, la paranoia es parte de la vida cotidiana.
Desde que regresé a Nicaragua aún no he manejado mi vehículo, pues estoy en un proceso de adaptación que incluye no dejar rastros de mis movimientos. Salgo del residencial de donde vivo agachado en la silla del pasajero. Repito la misma operación a mi regreso. Durante el trayecto observo muchas banderas rojas y negras colocadas en postes, rotondas, instituciones del Estado, etc. pero también hay muchas patrullas de policías estacionadas en diferentes puntos de la ciudad o circulando por las calles. Todos llevan consigo armas de alto calibre, como si estuviéramos en tiempos de guerra.
Llego a la reunión y la directora de la empresa me reconoce. Dice que me sigue en redes sociales. Sonrío tímidamente con la incertidumbre y esperanzas de que sea azul y blanco. Esquivo la conversación y la redirijo a mi tema de interés, concretar una venta.
De regreso a casa decidimos pasar por el supermercado. Escogemos una opción donde casi no haya personas. Antes de salir del vehículo cubro mi rostro y me pongo una gorra, lentes oscuros y mascarillas. De esta forma me siento más seguro, pues conozco de primera instancia las dinámicas internas de como funciona el Sandinismo. Un “oreja” identifica a un opositor e inmediatamente se comunica con un paramilitar o policía con el objetivo de asediar o agredir. Es por esta misma razón que, desde que regresé a Nicaragua, no visito restaurantes, cafeterías, parques al aire libre, nada donde haya personas. Mis salidas a las calles se limitan única y exclusivamente al supermercado o al médico.
Ya es hora de dormir, pero antes de descansar hago una revisión del entorno de la casa para identificar que todo esté “seguro” en la medida de lo posible. El guardia de seguridad ocupa su posición en el portón, las puertas de la casa están cerradas con seguro, el perro duerme tranquilamente, la alarma de la cerca eléctrica funciona correctamente, etc. aunque la verdad, en el fondo sé que nada de eso servirá si vienen por mí.
Tengo identificada una zona por donde podría escapar y correr, pero la verdad, una vez llegado el momento, no sé que opción tomaré. Es más, no sé si tendré tiempo o ganas. Si regresé, fue porque estoy dispuesto a aceptar el destino que me toque vivir. Antes de dormir hago la misma operación con mis equipos electrónicos, elimino historial de búsquedas, contraseñas, cookies, correos electrónicos, platicas de WhatsApp, memes o fotografías contra el régimen, etc. Y así sucesivamente cada día de mi existencia.
¡Extraño caminar libremente por las calles!