¿Cómo? [I]
Algunas reflexiones sobre la Noviolencia en la lucha por la libertad de Nicaragua
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
- Entender que la frase “solo el pueblo salva al pueblo” revela en estos momentos aciagos su verdad profunda.
Por un lado, el pueblo necesita salvarse. Salvarse de la muerte a manos de un régimen que es la muerte. Salvarse de la desesperanza, y de la corrupción terminal que esta siembra.
Por otro lado, los ciudadanos que no tienen acceso a grandes riquezas y poderes son los que más sufren la agresión del opresor, los que más peligran. Ellos son “el pueblo” en “solo el pueblo salva al pueblo”. Es su casa la que arde primero. Por eso son ellos los que viven la mayor angustia, la urgencia del siniestro.
- Entender que quienes aconsejan “paciencia” ante el fuego viven en otro vecindario. Pueden darse el lujo de esperar. El pueblo, no. Por supuesto, si ellos deciden un día unir sus manos a las nuestras, ya sea porque hemos logrado despertar su humanidad, o porque ven avanzar el incendio hacia sus barrios, bienvenidos sean. Pero alerta: entre los potentados hay culpables de nuestra desgracia, y no podemos permitirles que aparenten unirse por solidaridad para esconder su crimen, ni para hacer desaparecer las pruebas, ni para impedir que protejamos a los nuestros.
- Entender que decir “no es fácil” no detiene las llamas, ni salva de ellas a la gente atrapada en nuestra casa que arde. Estamos en una disyuntiva terrible, que nos han impuesto los poderosos. Si luchamos por acabar el terror de la dictadura–el incendio que arrasa nuestro presente y nuestro futuro– sufriremos mucho, veremos a muchos de los nuestros sufrir. El precio de la esperanza será real para nosotros. Pagaremos un precio por salvar a los nuestros, por salvarnos nosotros mismos. Pero si no luchamos, también sufriremos mucho, veremos a muchos de los nuestros sufrir. El precio de no luchar será doble, porque habrá sufrimiento, pero no habrá esperanza.
- Entender que la lucha tiene como objetivo construir un futuro sin la maldad del presente, un futuro que no esté dominado por la violencia. Para esto es fundamental apartarse de creencias falsas, dañinas, que aparentan ser “prácticas” porque han sido comunes y frecuentes. No olvidemos que “práctico” ha sido, en la historia humana y en la de nuestro país, robar en el poder, matar desde el poder, acomodarse al poder, justificar al poder. La práctica de la gente “práctica” en la política ha sido y continúa siendo una fuente de desdicha. Olvidémonos, pues, de “el fin justifica los medios”, “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, del “no hay que ser pendejo”, y otras máximas de fracasados. ¡Abandonemos el fracaso!
Quiero dar solo un ejemplo: “el fin justifica los medios” es, con frecuencia, el alegato de gente cuyos fines están divorciados de la ética. Porque “los medios” son una expresión de quién queremos ser, y a la vez nos acostumbran a serlo, y nos ponen en el camino que nos lleva a serlo.
Todo esto para expresar que si queremos un futuro de paz y convivencia pacífica en la diversidad debemos escoger la NOVIOLENCIA desde ya.
La noviolencia, como práctica de rebeldía, es práctica también de construcción democrática: rechazamos la opresión, rechazamos la violencia de la opresión, a tal punto que no aceptamos los métodos violentos de los opresores; no los practicamos a pesar de que es más fácil organizar una minoría armada bajo un mando militarizado que organizar una mayoría desarmada sin mando vertical.
En el primer caso la unidad viene a costa de la diversidad; se impone por el miedo, o por la dinámica de miedo que crea una guerra (“o estás conmigo o estás contra mí”). En el segundo caso la unidad es mucho más difícil, pero se construye de manera libre, encontrando el común denominador por el que estamos dispuestos a juntar nuestras fuerzas, sin dejar cada uno de nosotros de ser lo que somos, en la maravillosa diversidad humana de la que somos parte y que es nuestro don preciado.
Construir la unidad en la noviolencia es una escuela: en ella aprendemos a cultivar la cohesión social sin crear un poder fuera del pueblo, sin dar nacimiento a un nuevo monstruo. Construir la unidad en la noviolencia (uso ahora una palabra en boga) empodera al pueblo.
- Entender que la NOVIOLENCIA no tiene nada que ver con la práctica que los políticos nicaragüenses de la oposición llaman (para desgracia de una noble palabra que deshonran) “cívica”. Los luchadores y líderes noviolentos, a sabiendas de que enfrentan todo el poder del mal, y de que pueden perecer en el conflicto, deciden no aceptar que el mal se apropie de todo, que se adueñe de la vida y de la muerte, que condene a la sociedad a un infierno permanente.
Los luchadores y líderes noviolentos usan la palabra en acción, no como un cómodo paraguas que los abrigue de la tormenta, o como máscaras para esconder su oportunismo. No se derroca a una dictadura con pronunciamientos y condenas que no van acompañados o no llaman a acciones concretas.
No puede ser líder noviolento quien no tenga la estatura moral para asumir el riesgo que representa retar a una dictadura, retarla de verdad, cuestionar sus bases, su estructura, todo el edificio en que se resguarda y todos los intereses que cobija.
Cuando digo “no puede ser” no condeno a quien verdaderamente no puede [no olvido aquello de “cada quién es dueño de su propio miedo”]; condeno al impostor, al que dice “puedo” para ocupar un espacio y esperar su oportunidad.
- Entender que el pueblo nicaragüense es capaz de unirse en la noviolencia, que hay una mina de coraje en su espíritu. Porque hemos fracasado en construir una nación democrática hasta la fecha, pero no por falta de valentía. Nos ha faltado, y nos falta, aprendizaje. Pero el arrojo de los nuestros en la batalla es evidente, lo ha sido desde que podemos llamarnos “país”. La novedad, en este siglo XXI que empieza trágico y heroico, pero que ojalá podamos moldear a nuestra conveniencia colectiva, es que desde abril de 2018 el pueblo nicaragüense ha exhibido una disciplina insólita en la evitación de la guerra.
No quiero con esto sugerir que evitar la guerra sea la meta última de la voluntad política de la gente de bien. No. La meta última es el bien, que es incompatible con la tiranía. El derecho a la legítima defensa existe y es ético. Si alguien entra en mi casa armado a matar a mi familia y no puedo entrar en razones con él, no solo tengo el derecho, sino el deber de la violencia. El objetivo no es dejarse matar, tanto como no lo es matar. Y la apuesta de los noviolentos en las circunstancias actuales de Nicaragua es que se puede derrocar al opresor sin desatar la lucha armada.
¿De qué manera se justifica esta ‘apuesta’? Con el ánimo de ir al grano, resumo la conclusión a la que uno llega con bastante facilidad al analizar la situación de Nicaragua: la dictadura es una carcasa, un cuerpo carcomido por la corrupción, el miedo, la lucha interna; el régimen es más débil de lo que parece, no tiene otra manera de sostenerse en el poder que la agresión diaria. No tiene más recurso que administrar la droga del dolor cada vez con más frecuencia, porque no tiene nada constructivo o positivo que ofrecer, y vive en pánico, atormentado por la pesadilla de que la dosis que ha aplicado puede no tener efecto mañana.
Por eso, aunque parezca sorprendente, la dictadura está atrapada en su táctica de terror estatal, carente de una salida estratégica. Pero el terror como táctica tiene, en las condiciones reales del mundo actual y de Nicaragua, límites objetivos que no pueden ser superados: la dictadura busca crear la ilusión de que puede controlarlo todo atacándolo todo, en todos los lugares donde ve moverse la sombra del rechazo popular.
Pero se trata nada más que de una ilusión, y en la mente de los tiranos, de una alucinación. Porque ellos y sus sicarios no pueden estar en todas partes, no pueden controlarlo todo. La acción noviolenta del pueblo puede desbordarlos y arrancarlos de la caricatura de Ciudad Prohibida o búnker donde se esconden. No son, aunque quieran engañarse a sí mismos con ensalmos, y engañarnos con su diario terror, ni invulnerables ni eternos. No tienen tanto poder como proyectan. Pueden matar, es cierto, pero no gobernar. Pueden extender su dominio, pero no indefinidamente. No tienen los recursos para sobrevivir una nueva oleada de rebelión popular, y sus actos indican que de esto último están claros.
Y si la rebelión popular no crea para ellos blancos fijos, como los tranques, la dictadura no podrá emplear a su ejército de unos cuantos cientos de paramilitares para contener a un pueblo que avance en múltiples frentes. La dispersión y simultaneidad de la protesta pueden lograr que el amo se quede sin esclavo y el rey sin súbdito; que el tirano, que ya no puede gobernar, sino matar, vea imposible matar “lo suficiente” para intimidar; que los agentes de su intimidación, los serviles y paramilitares, se conviertan más bien en los intimidados por la universalidad de la marea. Es posible construir este oleaje de los justos. Está en nosotros. Podemos lograrlo. Pero tenemos que conversar, hablar, debatir, unirnos en la determinación de tomar el país que nos pertenece, arrancárselo de las manos a la tiranía, a sus cómplices, y a todos los que le hacen el juego.
- Aprender de nuestros errores, encontrar, ¡entre todos!, las formas de lucha noviolenta que nos llevarán a la victoria. Cito aquí dos experiencias, una que considero exitosa, otra que considero una oportunidad al menos parcialmente desperdiciada.
La exitosa, y que demuestra nuestra capacidad de acción social libertaria, democrática, en diversidad, noviolenta: el sabotaje de las gasolineras del clan FSLN.
La segunda, la que muestra el camino, el camino no tomado, como dijo un poeta, es la acción noviolenta del padre Edwin Román, cuando se encerró en su iglesia y se declaró en huelga de hambre con un grupo de madres de presos políticos. Típica, hermosa, semilla noviolenta cristiana; típica resistencia activa en la vena de Gandhi. ¿A qué llevó? ¿Qué ocurrió? ¿Qué debió haber ocurrido? Les dejo aquí mi punto de vista. Conversemos.
El fin de ese episodio de lucha fue la salida del padre Román al hospital, forzada por el aislamiento total impuesto al templo por las fuerzas de la dictadura. Un poco más de publicidad adversa para el régimen, no lo suficiente para cambiar de manera radical su situación de corto plazo; pero, para el pueblo, una razón más para despreciar a los tiranos y sin embargo alimentar la impresión de que “todo está perdido”, de que “no se puede”.
Es cierto que en esa oportunidad “no se pudo”. Pero ¿por qué? ¿qué hizo la oposición? ¿qué podría haberse hecho? ¿Cómo podría haberse aprovechado el compromiso y la determinación del padre Edwin y de sus acompañantes?
Permítanme proponer que dentro de una estrategia de noviolencia el resultado de la acción del padre Edwin tiene dos componentes esenciales. Uno es la determinación del padre de ir hasta las últimas consecuencias, de morir si es preciso en su huelga de hambre. De esto no me cabe duda. La otra es la decisión de quienes participan en la lucha noviolenta de utilizar eventos como la “toma” de la iglesia de San Miguel para esparcir la protesta y dispersar la represión.
Desde ese punto de vista lo que cabía hacer no era ir en una caravana de un puñado de opositores, unos—quiero creer que los más jóvenes—con convicción y buena voluntad, otros, oportunistamente buscando una fotografía o un reportaje que elevara su perfil, para proyectar una imagen que les produjera rédito personal en el futuro. A esto, desafortunadamente, se dedican muchos de los políticos oficialmente “opositores”.
¿Qué cabía hacer, entonces? Era el momento de buscar y ocupar otros espacios, de encerrarse en otros lugares y declararse también en huelga. Mientras más, mejor. La dictadura no puede estar en todas partes con todo su poder.
¿Sería este el fin de la dictadura, la última batalla? Probablemente no, aunque nunca se sabe. Asumamos, porque “no es fácil”, que eventualmente la represión hubiera llegado a controlar la extensión de esta protesta sin lograr aún la acumulación de fuerza popular en las calles, la paralización del país que desbordara a la dictadura. Habría entonces que hacerlo de nuevo, una y otra vez, siempre de manera obviamente noviolenta, aceptando, es verdad, el inevitable sufrimiento; aprovechando, con todos los medios posibles, el episodio de lucha para animar a la población, para difundir el mensaje, para cohesionarnos alrededor de la meta libertaria, y para llevar al mundo nuestro mensaje: no aceptamos vivir bajo esta tiranía.
En el proceso, y esto lo sabe también el cristianismo y lo supo Gandhi, habrá incluso quienes, entre los partidarios actuales de la dictadura, descubran límites a su tolerancia del crimen y de la opresión. Estaremos, quizás, salvándolos a ellos también.
¿Piensan que este sacrificio es terrible y duro, que no hay que proponerlo? Tienen razón, es terrible, y es duro. Pero hay que escoger: es esto o, tarde o temprano, la guerra. No creo que haya otra salida, y los que hemos vivido la guerra sabemos que tampoco hay peor fracaso ni mayor tragedia. No seamos culpables de otra.
Esta es la motivación abrumadora, la angustia que nos lleva a reflexionar sobre la alternativa noviolenta: el anhelo enquistado en nuestro espíritu de que no sea en vano el sacrificio de quienes hoy en día sufren la represión, de quienes tienen que refugiarse en la clandestinidad o el exilio, y el sacrificio de quienes –inevitablemente, nos dice la historia— se lanzarán a luchar contra la dictadura en el futuro.
Termino con unas palabras para los políticos de ambición, y para los poderosos que no están embadurnados por la podredumbre del régimen o, si lo están, tienen aún disposición para el arrepentimiento y para resarcir a la sociedad: pónganse la mano en el corazón, y pónganse también a pensar, a reflexionar con inteligencia, que tarde o temprano puede llegar el incendio a sus repartos, a sus negocios, a sus vidas.