Contra el colaboracionismo electorero, por la libertad y la democracia
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Sigo pensando que la obsesión por «unidad» y «elecciones» para «derrotar» a Ortega (aceptando de paso, de hecho y sin escrúpulos, no solo las condiciones impuestas por la tiranía, sino la legitimidad de su régimen genocida y la ruta trazada por el propio tirano) es como sería una muestra fecal para un laboratorista político o ético, si tal profesión existiera.
En la trágica puesta en escena de la obra escrita y dirigida por Daniel Ortega, sus cómplices del “gran capital” y la diplomacia de la “estabilidad”, el dictador tiene enfrente–o más bien, al lado–a una caterva de liliputienses intelectuales y morales, incapaces de producir una idea nueva o un momento de autonomía y principios.
De hecho, son inferiores, no digamos al propio Ortega (por cuestión de urbanidad y por respeto a tanta víctima no lo diré), pero sí, claramente, a quienes como miembros del FSLN de entonces combatieron a la dictadura de Somoza.
Inferiores, política y moralmente, porque, equivocados como estuvieran—desde la perspectiva actual– en su visión del país posible o deseable, los jóvenes sandinistas fueron capaces de atreverse y soñar; muchos militantes del Frente aceptaron riesgos mortales, que comprobaban periódicamente en el horror de perder en la lucha a sus compañeros. Sus ideas, si no «nuevas», al menos iban a contracorriente de la literatura política de la oligarquía tradicional.
¿A qué se atreven los próceres actuales? Apenas logran aliñar el coraje para desafiarse entre ellos por migajas de posible poder, por espacios de figuración. Tampoco parece importarles mucho (¿o será que no les alcanza el entendimiento, con tanto «analista» y «asesor» a su servicio?) la lógica de los eventos, la concatenación que lleva, con altísima probabilidad, desde todos estos juegos mezquinos hasta la prolongación del sistema dictatorial. ¿Es posible que no puedan entender ni siquiera la historia que muchos de ellos no necesitan leer en libros, porque acaba de ocurrir, acaban de vivir, en 1990?
Los dioses malignos
Su miseria moral e intelectual es tal, que cierran los ojos y rezan a sus dioses en la «comunidad internacional» (léase gobierno de Estados Unidos) mientras estiran su mano a los dioses locales, precisamente los dioses malignos que esperan a que asome la libertad para matarla. Ojalá que fuera nuestra historia como en los mitos aztecas, y naciera la libertad, adulta y guerrera, y diera cuenta de ellos. Este sería también, en la lucha de probabilidades que es la vida, casi un milagro: la libertad es una frágil criatura; la de Nicaragua está en el vientre de su madre.
Pero como soy hijo de la misma cultura, o del Sísifo que en todos alienta eternamente la rebeldía, no puedo menos que plantarme al lado de la luz que por momentos pareciera extinguirse, la luz de la esperanza. El milagro que espero es, al fin y al cabo, menos ilusorio que el que esperan los opositores electoreros: yo he visto la libertad nacer en otros lares, y he visto que quiere nacer en el mío, pero hasta la fecha no he visto dictadores e imperios que sueñen con dar libertad a sus cautivos. ¿Quién es más iluso, más utópico, el que cree que siempre habrá quienes luchen por acabar con la opresión, o el que afirma que se puede convivir con el opresor? ¿Quién es más iluso, el que sabe que Ortega no puede aceptar el riesgo de dejar el poder, o el que afirma que el tirano dejará el poder si obtiene menos votos en una “elección”? ¿Quién es más “utópico”, el que entiende que la lucha contra una dictadura genocida no admite empate, cohabitación o convivencia con el tirano, o el que afirma que “Ortega tiene tanto derecho como cualquier nicaragüense a ser candidato”?
Fe y lucha
Por eso, el milagro que espero no es un deus ex machina salvador, una mano invisible que parta las aguas. El milagro que espero no necesita un Moisés. Ya vive, ese milagro, en el corazón de la mayoría abrumadora de los nicaragüenses, que desconfían y hasta ven con desprecio a los politicastros, de salón y discurseros, que invocan al Dios que Darío diría “les falta”.
El milagro que espero se da, porque así es el milagro de la vida, en la lucha, tropezándose uno hasta alcanzar las metas, poco a poco, penosamente muchas veces. Y la lucha que espera al pueblo de Nicaragua, si Nicaragua ha de ser libre, es dolorosa. El ejercicio incruento, y hasta cómodo, de cambiar un régimen con solo depositar votos en urnas está vedado a los nicaragüenses. El resto es literatura.
La meta alcanzable
Por eso, pase lo que pase, es preciso mantener la vista clavada en el objetivo: queremos, porque necesitamos, libertad; para alcanzar la libertad, hay que derrocar al sistema dictatorial; para esto, no hay receta que incluya convivir con la dictadura, eso es un contrasentido que revela la incongruencia intelectual y moral de los electoreros; y, tras derrocar a la dictadura, de la manera que sea posible, y evitar que se construya una nueva, es necesario fundar una República democrática. Para que esto sea posible, es preciso elegir democráticamente una Asamblea Constituyente que estructure un Estado cuyo poder de represión quede minimizado y disperso (sin Ejército, con policías municipales, con fuerzas de cuido de fronteras y una defensa civil no militarizada, con jueces que no sean electos por el poder central, etc.). También es esencial reducir, a través del ejercicio democrático y de políticas antimonopólicas, el poder económico relativo de los grupos oligárquicos que tanto daño hacen al país.
Nada de esto será posible sin recordar dos lemas frecuentes en nuestra rebeldía: “Ni perdón, ni olvido”, y “Solo el pueblo salva al pueblo”. Ya lo sabemos.
Por eso el milagro que espero es posible, y un día será inevitable.