Crónicas de exilio: mi pañuelo, se lo llevó el viento…

Hoy encontré en mi vieja mochila, la que usé al salir forzosamente de mi amada Nicaragua aquella pañoleta azul y blanco que usé en las continuas marchas de autoconvocados, donde todos los sectores sociales del país con profunda indignación, pedíamos al dictador Ortega abandonar el gobierno con la consigna: libertad, justicia y democracia.

Tomé mi pañuelo después de 7 años y decidí lavarlo, aunque sé que sus manchas de algunas gotas de sangre aún prevalecen en ella intactas, sangre de un joven manifestante dentro de los miles que aquel 30 de mayo del 2018 resultó mortalmente herido en su cabeza. Acudimos a socorrerlo los que nos encontrábamos junto a él. Las balas volaban en diferentes direcciones contra los manifestantes por parte de la policía y paramilitares con apoyo del ejército de la dictadura; la lotería de la muerte por fortuna no nos eligió a todos, pero sí a más de una decena de jóvenes que corrieron ese día una suerte fatal.

Tendí mojado mi pañuelo en el balcón de la humilde e insignificante habitación donde vivo, en un edificio de varios pisos, en un lejano país con otra lengua, música, comida y costumbres, donde finalmente decidí resignarme a renacer y sobrevivir en un exilio aparentemente interminable

Sentado en mi única silla reciclada, me quedé observando mi pañuelo azul y blanco tendido en la única cuerda floja que luce en mí balcón, donde algunas veces siento caminar evitando caer de ella al abismo de manera alucinante, comparando mi indefensa memoria llena de traumas, angustias y esperanzas; procurando mantener el equilibrio y no ser vulnerable a los diversos discursos que la oposición de los Ortega –Murillo que vienen repitiendo desde hace ya 7 años y que con audacia pretenden el apoyo a sus pretensiones por parte de un pueblo que como yo quedamos claros de nuestra necesidad de terminar por completo con todo este andamiaje tejido históricamente por los sectores políticos de la historia de mi país.

De golpe una fuerte corriente de viento huracanado sopló tirando a la derive aquella pañoleta mojada que inicio un vuelo de guardabarranco en aquel estrecho callejón sin salida, que termina en una pequeña iglesia, a unos 100 metros de distancia. Mis ojos miopes observando la danza negra que traía el viento y hacía que el pañuelo se moviera como haciendo un ritual con su baile. Yo corría tras de él tratando de no perder de vista mi Zanate embalsamado y adormecido en una vieja mochila. Con mi corazón palpitando acelerado como un mortero monimboseño hasta que por fin se detuvo en la cúspide del campanario de la iglesia exactamente incrustado en la pequeña cruz de hierro, como un cristo torturado pidiendo redención. 

Me fui hasta el templo que a esa hora realizaba el acto simbólico de Viernes Santo preparando su procesión del Santo Entierro; me quedé escuchando la homilía muy bien preparada para un acto tan importante como ese; sentí quebrarse mis rodillas para preguntarle una vez más a Dios si en verdad tendríamos un día la Buena Nueva en nuestro terruño de que esta pesadilla de siglos termine por siempre y que esas vidas sacrificadas, como él hizo con la suya por la humanidad, harían germinar la nueva Nicaragua con la auténtica revolución democrática . 

Finalmente, la multitud allí concentrada salió en silencio detrás de un féretro simulando el santo entierro, a dar un recorrido por las calles del vecindario; y yo me quedé afuera, sólo observando aquella pañoleta azul y blanco, con ansias de que aquel fuerte viento huracanado vuelva y tire desde arriba la única prenda valiosa que me quedó de aquel lejano lugar de lagos y volcanes de donde nunca debí haber salido.

Savaho
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