Crónicas de un nica exiliado en Guanajuato
(Segunda parte: «Yo», el hermanastro de K.L.)

Jeancarlos Saravia
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«Uno deja de ser persona en otro país; te volvés un monigote de tus propias circunstancias. La extranjería se asemeja, pues, a Comala, el pueblo ficticio de Juan Rulfo: ahí la tierra exige a sus habitantes desaparecer en lamentos constreñidos y prietos, en un lugar donde no existen voces ni seres reales. Por ello, todo exiliado se termina convirtiendo en un habitante de Comala: soporta no tener voz ni ser.

Todos la conocen en Guanajuato como M.S., la chilena con hija mexicana. Es extremadamente sociable. 

—Qué chido, un nicaragüense. ¿Te has sentido bien aquí? ¿Cómo te llamas, precioso?

—Hola, soy Jeancarlos. Mucho gusto. ¿Es tuya esa niña bella?

No suelto la mano de M.S. «Qué me pasa».

Estoy temblando. Imagino cómo sería proponerle matrimonio. Me parece la madre más hermosa que haya visto jamás. Rápido hablamos acerca de Nicanor Parra. 

Observo su sonrisa. Me pregunto a qué sabrán sus besos cuando come helado. 

¿Y si se lo digo? «No, bróder, calmate. Estás en un país ajeno».

Mejor me guardo lo que siento. Es otro problema del migrante: hay que saber conservar las distancias. No sabés en qué momento, por las cagadas que decís o hacés, la guardia fronteriza te manda a la chingada en avión. O a pie.

M.S. tiene una hija igual de guapa que su madre. Se llama R. 

Juego con ella. En el campo imaginativo yo soy un constructor y R una ciudadana que necesita fabricarle un hogar a su peluche «Susito». 

—Suusshito —me corrige la niña—. Tú no lo dices bien, señor.

—Se llama Jeancarlos —la interpela M.S.—. Vamos, guapa, cuéntale que tienes más amigos peluches. Unos grandototes y risibles.

«Carajos», pienso, «he venido hasta Guanajuato para encontrarme con unos ángeles». 

Ellas piensan que pongo atención a lo que dicen. La verdad, solo prefiguro que tendré cariño y aceptación con su amistad. El exiliado nada más reflexiona por medio de titubeos: «¿Les caeré bien? ¿Nos podremos hacer amigos? ¿Me discriminarán por mi acento? ¿Hablo de ´tú´ o de ´vos´? ¿Las muchachas mexicanas me querrán por ser de un país centroamericano?» 

Por otro lado, R sí quiere a C Ortiz. Lo considera un gran amigo, casi un papá. Se duerme en sus brazos, le besa las mejillas; la pasa muy bien a su lado. Quizá porque M.S. y él fueron novios: otra razón importante para mantener yo una prudente lejanía hacia ella.

C Ortiz, de nuevo solidario, decidió salir con todos. Esta vez fuimos a una costa pequeña, sin B ni J. Solo él y unos cuantos amigos.

Ahí comimos pescado, hablamos de literatura. En el fondo, C Ortiz anhela que yo disfrute mi estadía en Guanajuato. A pesar de sus problemas numerosos, existen individuos capaces de volverse una seda en la cual estar: en la cual olvidarse por un rato del acuchillador tema de «la crisis sociopolítica en Nicaragua». La familia de uno en el extranjero son los amigos.

Sin embargo, por cada ángel hay dos demonios que son expertos en causar problemas. En este punto es donde aparecen como personajes dos individuos esnobs con quienes nunca podré relacionarme.

Los jóvenes —H y J.A.— presumen saber de poesía, cine y teatro, pero apenas articulan alguna idea vaga sobre Joyce, Proust, Vargas Llosa y Tarantino.

Odio tocar temas literarios en una charla, menos jactarme de practicar la escritura creativa; pero, al calor de una sopa de mariscos, luego de que él mismo me enseñara sus escritos inéditos, comienzo a criticar un poema de J.A.

El tipo con aspecto de joven señorón se incomoda: deja de hablarme, ya no participa en nuestra plática grupal. Ahora está recostado en una hamaca, viendo hacia el vacío de su afectada autoestima.

—Tu lenguaje es falso, J.A. Te falta naturalidad. Esa solo vas a conseguirla mediante la práctica de una serie de convenciones, y, además, siendo artificioso, calculador, un poseso del idioma. Recomiendo que leás el capítulo «Penélope», que está al final del Ulysses de James Joyce. También te sugiero mejorar tu ortografía; la palabra ´corazón´ lleva tilde».

No sé si mi comentario detractor iría a ser tan hiriente como los comentarios xenofóbicos que H y J.A. comenzarían a emitir en adelante, cuando por casualidad nos tocaba reunirnos.

Desde que nos estrechamos en son de hipocresía las manos, ambos se aliaron para recordarme que había llegado a Guanajuato como «un triste migrante del sur».

—¿Qué piensan los migrantes centroamericanos que vienen a esta parte del norte? Yo ya he viajado a Nicaragua. Me parece un país con algunas carencias. La gente todavía no se ha desarrollado del todo. No vi ningún edificio grande en la capital, Managua. Se observan muchos ríos, lagos, volcanes; solo hacen falta tiendas, servicios, comercios. ¿Qué sistema de transporte me dijiste que usan? Cuando fui allá unos amigos me hicieron montar en unos camiones raros, de esos buses escolares que hace tiempo los gringos comenzaron a desechar.

Los falsos intelectuales que conocen de política internacional comienzan, entonces, a aparecer en Guanajuato. 

Por seguridad, he decidido no tocarles el ego. Pero a veces me obligan a hablar. 

—Te están haciendo una pregunta, pinche joto. ¿Acaso no la escuchas? Respóndela, hondureño comefrijoles —expresa un hípster borracho, quien destila su escondida xenofobia hacia mí porque me ve dialogando con una muchacha inteligente, la cual no para de reírse conmigo desde hace minutos.

Mientras soporto la distancia territorial de mi familia, en situaciones como esa decido siempre retirarme de manera diplomática, abandonar cualquier plagio de socialización. Prefiero dormir tranquilo, fuera de broncas innecesarias. Tampoco ingiero alcohol. Y eso también me lo cuestiona el susodicho hípster.

—¿Por qué si escribes no tomas? Pinche raro. ¿Así son los de El Salvador? ¡Contesta ya, puto! 

Uno deja de ser persona en otro país; te volvés un monigote de tus propias circunstancias. La extranjería se asemeja, pues, a Comala, el pueblo ficticio de Juan Rulfo: ahí la tierra exige a sus habitantes desaparecer en lamentos constreñidos y prietos, en un lugar donde no existen voces ni seres reales. Por ello, todo exiliado se termina convirtiendo en un habitante de Comala: soporta no tener voz ni ser.

Tal vez para buscarme un yo, K.L. —la persona que me prestó dinero para viajar en bus desde Ciudad de México hasta Guanajuato capital— les dijo a C Ortiz y a varios de sus amigos que yo era un hermanastro suyo. Claro, de K.L. nadie desconfía. Creen en él como un adolescente en el amor romántico.

—¿De verdad eres familiar de K.L.? Yo amo a ese pendejo. Lo tengo aquí, en mi corazón. ¡Ay, qué bello, K.L. mío!

En resumen, pasaba por cualquier negocio de comida y, nada más expresar ante los meseros el santo y seña filial que me unía ficticiamente a K.L., el dueño ordenaba que me diesen cerveza y alimentos gratis. 

—La casa invita, hermano nicaragüense. Si vienes de K.L, pues vienes de lo mejor que hay en el pinche D.F. ¡Bienvenido, carnal! Cuando tengas hambre, pasa por aquí. Es tu casa, tu negocio. Y dámele un beso al cabrón chulo ese de K.L. Por cierto, ¿ya tienes chamba?

Ello —el invento muy literario de K.L.— terminó siendo lo que marcaría mi viaje casi apoteósico por Guanajuato, pues cada vez que alguien me presentaba —fuera en un bar, antro, restaurante o en medio de un grupo de gente donde yo no tenía forma alguna de generar presencia—, se informaba la noticia curiosa de que K.L. y yo compartíamos un mismo padrastro.

—Pues no se diga más: ¡te llevaré a trabajar conmigo a Guanajuato! ¡Vámonos al Cervantino! Necesito a alguien honesto que fiscalice cómo van las cosas en Golem, uno de mis bares —me dijo un día C Ortiz, cuando pasó por Ciudad de México comprando más de 230 botellas de mezcal Mi Chingón, el negocio que le ha permitido a K.L., como a Satanás, «venir del mundo y haberlo recorrido todo». La cita proviene de Job 1:7, 2:2.

[Continuará…]