Daniel y Manuel, mis ángeles del parking (la solidaridad no es caridad)
María Teresa Bravo Bañón
“La solidaridad es el logro de la felicidad colectiva a partir de la ayuda mutua”
Auguste Comte, filósofo (siglo XIX)
Manuel y Daniel son dos hombres anónimos que mendigan en el parking de la estación de autobuses de Tarragona unas monedas a cambio de ayudar a entender el complejo sistema de obtener el ticket correspondiente, en una máquina que solo da instrucciones en catalán.
Con mucho respeto esperan la indicación del conductor para acercarse a indicarle cómo hacerlo: primero marcar matricula, esperar a que la raya verde llegue hasta final, volver a marcar el tiempo que supone que va a estar, indicar si es con tarjeta o en efectivo… aparece la indicación que no devuelve cambio, si es en efectivo, y te tienes que ir al otro parquímetro…etc., y mil indicaciones lentas que ellos traducen, y asesoran. La mayor parte de los conductores queda agradecida y les da unas monedas por el servicio prestado.
Yo los conocí hace un año, cuando empecé a frecuentar el lugar por motivos laborales. Yo tampoco entendía el funcionamiento de la máquina expendedora, era lento y vamos todos con una prisa urbanita, de estar atados a las manecillas de un reloj, no teniendo ni paciencia para estar leyendo tantas indicaciones. Apareció Daniel, alguien a quien ni siquiera había visto; con mucha paciencia me enseño el funcionamiento y me pidió después una ayuda, algo; se la di, hice como todos: con unas monedas de calderilla ya estaba pagado.
Al día siguiente estaba allí, otra vez, esperando su intervención por si no recordaba el procedimiento; pero apartado en una esquina. Me fijé en él. Era un hombre de unos 55 años, deduje que durante estos años de crisis y de paro estructural tan elevado se había quedado fuera del sistema, como tantos miles en España. Primero unos años de paro, después un mísero subsidio que no da para mantener un nivel digno. Aquel señor del pelo blanco, con coleta y una educación exquisita era el ejemplo de esa multitud de personas que habían pagado tan duramente todos estos años de abandono hasta tener que sobrevivir como fuera.
— ¿Cómo se llama? – le pregunté
— Daniel- me respondió
— Yo me llamo Mayte. ¿Está usted aquí todos los días?
— Sí, suelo estar.
— Daniel, ¿qué necesita exactamente en estos momentos?
— Comer algo caliente, llevo todo el día aquí y apenas he conseguido 40 céntimos, me dijo.
Tenga, Daniel, 10 euros y vaya usted al Bar Asturiano, ese de la esquina, que tienen menús muy buenos por 8. 5 euros, es comida casera.
— Muchas gracias, Mayte. Estoy tan emocionado que hasta lloro. ¿ Le puedo dar un beso?-
Y Daniel se fue comer al Asturiano el menú del día: Garbanzos con bacalao, huevos a la mallorquina y un flan con nata.
Entonces pensé cada día llevarle algo guisado por mí. No me costaba nada hacer un plato más de comida. Ya no eran las calderillas que te sobran del bolsillo lo que le daría, sino algo que él me había pedido expresamente: comida casera, algo que a mí me encantaba hacer y que ahora, al estar sola, poco hacía. Al guisar para Daniel también me obligaba a mí misma a cocinar esa cocina saludable y tradicional de potajes de verduras, arroces caldosos, asados de patatas con pescado, sopas de todas las clases, y la gran variedad de legumbres; así como toda la variedad de bizcochos, rollos de vino y tartas y demás repostería que hasta tenía olvidada en mis viejas recetas familiares.
–Hola, Daniel, creo que esto le gustará; es cocido, lo he hecho para nosotros porque hacía tiempo que no hacía, en una parte tiene las patatas, garbanzos y carne y en la otra la sopa, lo comparto con usted.
Daniel se quedó perplejo porque alguien, de pronto, lo llamara por su nombre, porque pasan la vida anónimamente, sin importarles a nadie de los que transitan con prisa; y luego porque hubiera pensado en él para compartir, no las sobras, sino la comida propia. ¡Alguien que hubiera cocinado para él! ¿Desde cuándo nadie cocinaba para él? Ese detalle le devolvía de pronto la dignidad de importarle a alguien, de no ser un marginado al que mil veces rechazan con un “No tengo” o los prejuzgan que piden para emborracharse, o los culpabilizan de no tener trabajo y vivir de subvenciones.
Desde aquel día mi dieta mejoró porque volvía a recobrar el gusto por mis cazuelas de la rica cocina mediterránea ancestral y saludable, y mi visita diaria al parking se convirtió en un encuentro de solidaridad amable y de gratitud, en ese pequeño comedor social improvisado.
En ese encuentro entrañable, Daniel me veía llegar con mis viandas y se emocionaba, me estaba esperando y le hacía feliz y yo también lo era.
Nunca le pregunté cuales fueron las causas que le llevaron a malvivir en la calle dependiendo de la caridad de la gente, sencillamente era su intimidad y no me importaba. Sé que tenía un techo humilde que compartía con algunos compañeros en las mismas circunstancias. Al menos no era un sin techo.
Un día me dijo
–Mayte ¿cuál es su coche? Porque lo vigilaré que nadie ose robar nada.
–Gracias, Daniel, porque salgo tarde y está muy oscuro, este es un sitio bastante peligroso por la delincuencia.
–Mayte, yo estaré aquí hasta que salga, vigilaré y la acompañaré siempre. Yo voy a cuidarla, no le pasará nunca nada.
Y, de pronto, Daniel se convirtió en mi ángel custodio, mi guardaespaldas particular y generoso.
Otro día, además de la buena comida, guisada con amor, también le llevé libros, porque el ser humano también necesita cultura y necesita ser valorado y eso le daba un incentivo importante. No solo es el alimento físico lo que el ser humano necesita. En otra ocasión le llevé una chaqueta y una camisa limpia que tenía por el armario de mi hijo. Pero también gel y champú y hasta una colonia.
Pasaron unos días y no lo encontré en su “puesto de trabajo”.
–¡Qué raro! -pensé – Igual le ha pasado algo, o se ha ido a otra ciudad.
En su lugar apareció otro hombre anónimo, pidiéndome algo y casi llorando por la vergüenza que pasaba de verse en la situación de mendigar.
–¿Cómo se llama usted?
–Manuel.
–Manuel ¿ha visto por aquí a un señor llamado Daniel? ¿Lo conoce?
–No, somos muchos por aquí; pero no lo conozco
–Manuel, no llore usted, lo único vergonzoso es robar, no pedir que alguien le ayude.
¿Ha comido usted?
–No, llevo varios días comiendo bocadillos.
–¿Le apetecerían unas lentejas con patatas, chorizo con su huesito de jamón y después un bizcocho de chocolate casero?
Manuel no daba crédito a lo que le ofrecía; entonces le di la comida que con tanto amor había preparado para Daniel.
Los días siguientes seguí con mi comedor social particular, ofreciendo a Manuel mis guisos: macarrones con pisto, pimientos rellenos, empanadas de atún, arroz con leche y canelita, pasteles, empanadas y sopa caliente.
Un día me dijo.
–¿Cuál es su coche?
–Ese gris.
–Bueno, pues nunca le pasará nada a su coche y me dice la hora más o menos que vuelve para quedarme aquí hasta su regreso; no atravesará sola este lugar, la acompañaré.
Me quedé encantada de volver a tener un ángel custodio protector; pero una noche también los guardias urbanos, que cumplen la misión de multar si te excedes del tiempo marcado en el ticket, merodeaban por los coches del parking. Mi sorpresa fue ver las multas en los coches circundantes. Yo también me había excedido del tiempo pagado y temía encontrarme en el limpiaparabrisas el papel amarillo notificándome a la infracción.
¡Pero me encontré un ticket de prórroga de alguien que se había adelantado a los municipales!
Manuel me dijo:
–He visto a los municipales y he pagado un ticket nuevo para usted con unos centimillos que me habían dado otras personas, Mayte, para que no la multasen.
Eso me llenó de satisfacción, porque entendí perfectamente la solidaridad y ese sentir que me cuidaba alguien en su pequeña parcela de posibilidades, como yo lo cuidaba a él en mi parcela de posibilidades.
Porque la caridad no es lo mismo que la solidaridad; esta se da entre personas que se consideran como “iguales”; la caridad se da entre individuos que se consideran en una jerarquía, como “desiguales”.
La caridad conservadora-burguesa pretende, de alguna manera, ganarse el cielo, calmar su conciencia o, a lo sumo, lograr el reconocimiento social. La caridad genera dependencia; la solidaridad produce comunidad.
Para Manuel, ayudarme aun teniendo que desprenderse de las pobres monedas que había recogido ese día, para pagar un ticket de prórroga para evitarme un disgusto al regreso y verme el papel amarillo de la multa, expresaba su gratitud y su dignidad, el poder hacer algo por mí; y yo también se lo agradecí: era su solidaridad para conmigo.
Después de varios meses, ya en primavera, una tarde encontré a Daniel esperándome cerca de la estación de autobuses. Me dijo haber encontrado trabajo, por fin; venía a despedirse del lugar de “mendicidad” que ahora ocupaba Manuel.
Me dio las gracias por la ración de dignidad que le había dado y sobre todo por los libros, por la ropa limpia y el champú que tanto había influido para encontrar trabajo, pues le había dado la oportunidad de presentarse “decentemente” a una entrevista de trabajo para cuidar a un matrimonio de ancianos en su casa, y ya no tenía que soportar el malvivir de la calle, soportando la desidia, la humillación y la indiferencia de tanta gente; porque no hay nada peor que caer en la indigencia y que te confundan con un borracho.
Pensé con qué pequeño gesto, con qué poco se puede levantar la vida de un ser humano. Con un puñado más de arroz en la comida, una ración más de cada plato que cocinaba; con un trozo bizcocho, con una patata más en el estofado, con una palabra, con una botella de leche, con un champú… con decir: “Oiga, mire, que esto es para usted, que pensé en usted, hoy también”. Que el solo hecho de llamarlos por su nombre ya los humaniza, porque refuerza vínculos afectivos y abre oportunidades, porque quien en determinado momento recibe ayuda sabe que la condición de igualdad o equidad prevalece y le permitiría también proveerla. Pero quien sobrevive solo con favores caritativos, con las sobras de unas monedas, no hace más que perpetuar su propia desvalorización y dependencia.
Guillermo Fernández, coordinador de la investigación del último informe de Cáritas en 2019, afirma de manera contundente: La exclusión social en España se enquista en una sociedad cada vez más desvinculada y los datos estremecen.
Hoy en día, en España, el número de personas en exclusión social es de 8,5 millones, el 18,4% de la población, lo que supone 1,2 de millones más que en 2007 (antes de la crisis). Son el rostro de la sociedad estancada, un nutrido grupo de personas para quienes “el ascensor de la movilidad social no funciona y no es capaz de subir siquiera a la primera planta”.
Dentro de este sector social, hay 4,1 millones de personas en situación de exclusión social severa, dentro del cual existe un grupo que suma 1,8 millones de personas (600.000 había en 2007), que acumulan tal cantidad de dificultades, y de tal gravedad, que exigirían de una intervención urgente, profunda e intensa en recursos para garantizarles su acceso a una vida mínimamente digna.
Las causas de la desigualdad social
En primer lugar, la vivienda es un motor elemental de la desigualdad
En los últimos dos años el alquiler ha subido un 30%. Dos millones de personas viven con la incertidumbre de quedarse sin vivienda. El 11% de la población vive bajo el umbral de la pobreza severa, una vez descontados los gastos o deudas relacionadas con el pago de la vivienda y los suministros de la misma.
La segunda causa es precariedad laboral
El 14% de las personas que trabajan están en exclusión social.
Uno de cada tres contratos temporales dura menos de siete días.
El 15,1% de los hogares sufre inestabilidad laboral grave (son hogares en los que la persona principal ha pasado por 6 o más contratos, o por 3 o más empresas, o ha estado 3 o más meses en desempleo durante el último año).
Aunque se ha conseguido reducir la exclusión por el empleo en un 42%, 1 de cada 4 personas activas del conjunto de la población se encuentran en situación de exclusión del empleo. Si miramos solamente a las personas en exclusión social, serían 1 de cada 2.
El 20% de las personas en hogares con al menos una persona desempleada no ha realizado ninguna formación ocupacional en el último año.
La tercera causa son los riesgos frente a la salud
La exclusión social y no la pobreza monetaria tiende a duplicarse en las personas con discapacidad. El 30% de ellas se encuentran en situación de exclusión social y un 16% en exclusión social severa, el doble que las personas sin discapacidad.
El 8,8% de la población ha dejado de comprar medicinas, seguir tratamientos o dietas por problemas económicos.
El 15% de la población no puede acceder a un tratamiento bucodental porque no se lo puede permitir.
Daniel y Manuel son los nombres propios de esas cifras anónimas que nos sobrecogen, que conviven con nosotros entre la deshumanización de las ciudades. Para mí se han convertido en mis ángeles del parking.
Fuentes