De la inmortalidad

Carlos A. Lucas A.
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Mientras el poeta, en una convulsión de existencialismo, clamaba “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, en referencia a este tramo humano que llamamos vida, pocos nos han hecho ver que en realidad la única certeza con la que vivimos en nuestras costillas es que no somos inmortales y que temprano o tarde perderemos ese don preciado de la vida.

El poeta lo dice, sin embargo, aunque de soslayo: “el espanto seguro de estar mañana muerto”.

Damos la espalda una y otra vez a esa certeza, la única certeza, la única cosa segura para todos, en cualquier parte del mundo, de cualquier cultura, de cualquier clase social, de cualquier ideología, de cualquier religión, raza, sexo, nivel intelectual: somos perecederos.

Pero, ¿cómo?… Hemos venido de tan lejos en esta escala evolutiva, nos hemos constituido en los seres más perfectos en su compleja fisiología, estamos dotados del cuerpo de células más especializadas del mundo vivo que nos dan esa consciencia… y todo esto ¿para qué? ¿Para retornar a las cenizas que nos componen? ¿“Polvo  eres y en polvo te convertirás”?

Esa  consciencia de nuestra mortalidad nos abruma, nos aplasta y lamentamos hondamente estar dotados de esa consciencia, que sólo nos sirve para reconocer nuestra miserable perecibilidad.

“La consciencia nos vuelve unos cobardes” clama Hamlet, casi al unísono con el poeta, que se lamenta que no hay “mayor pesadumbre que la vida consciente”.

Huir de la conciencia es la única forma de hacer soportable esa espada de Damocles en nuestra existencia. Tenemos que diferenciarnos de las bestias, de los vegetales, de todos esos seres que también gozan de vida, pero sin consciencia, suponemos.

Nos aferramos a la vida,  pues es lo único realmente nuestro. Visualizamos que la felicidad humana perfecta sería aquella donde no tengamos que enfrentarnos, someternos a la muerte, a la caducidad, a la descomposición, esa simplificación de nuestra vanidad, rasero de todas las vanidades humanas.

Así, brota desde nuestro terror y nuestras ansias la sed de inmortalidad y puesto que no hay manera de comprobarla para ningún ser vivo, sometidos a sus ciclos de composición-descomposión donde solo la masa total es inmortal y no sus individuos, surge la solución: deben haber seres parecidos a los humanos, pero con el don de la inmortalidad. Una masa etérea, inmarcesible, la divinidad, nuestras divinidades.

Por eso la parte más preciada y elemental de lo deseado divino, es esa también ansiada inmortalidad. Es de dioses ser inmortales, razonamos. Los humanos estamos en una fase de prueba, que es esta vida, antes de devenir en inmortales. Es un típico ataque de soberbia humana.

Ya el amigo Avis Cana se refirió a la frustrada perennidad de esa sed de inmortalidad diciendo:” ¡Ah! La inmortalidad, esa soberbia humana”.

Eso nos ayudaría a explicar esa rabia masiva de los seguidores de un líder o un ídolo ante la certeza de su vulnerabilidad y perecibilidad física: incluso grandes manifestaciones rogando, exigiendo a los dioses-inmortales- no dar ese veredicto.

La tragedia humana es su mortalidad. La inmortalidad es su comedia.