De la rebelión de abril a la traición de mayo
Koldo Guruceta
«No nos hagamos los tontos: en el fondo todos sabemos que esto se trata de transar con la dictadura o de salir de la dictadura. Tampoco caigamos en la prepotencia de juzgarles, de asumir que todos actuaron de mala fe. Sin embargo, no nos engañemos, aquí hay dos posiciones de fondo: refundar Nicaragua, «cambiar de raíz el sistema político y social», dicho en palabras de Mons. Báez, o la premisa que se ha venido vendiendo, para justificar el apañamiento a este modelo, de que las democracias en países con PIB tan miserables como el nuestro no cuajan, los vuelven muy peligrosamente inestables. Y que es mejor lo «posible que lo deseable y hay que quemar etapas»; por el momento hay que «sacrificar justicia y democracia a cambio de estabilidad»»
No nos hagamos los tontos: la dictadura no cayó de un palo de mango. Responde a un montón de factores, desde una legalidad diseñada por y para propiciarla hasta una cultura social y política que pareciera calar hasta el tuétano de nuestra sociedad.
Si recreamos esas formas de entender y hacer política no pasaremos de cambiarles el apellido a los dictadores, a quienes no hay que justificarles ninguno de sus crímenes, ni pretender disminuirles sus culpas, pero hay que verlos como el producto de un modelo que los lleva a jugar ese papel de verdugos y a la vez de chivo expiatorio de ese mismo modelo que los ha creado y se reinventa, muta y se maquilla en un gatopardismo perpetuo, que se ha sabido mantener como una patología recurrente en nuestra historia. Así nos lo advertía hace cuatro décadas Pablo Antonio Cuadra, cuando nos decía en el calor de agosto que «el pueblo saltó a las calles jubiloso agitando banderas, creyendo que un hombre solo resumía su daño, danzando al sol mientras en la grieta oscura de uno o dos corazones calladamente anidaba la nueva tiranía…»
Hoy nos vemos en el mismo plan, prolongando la agonía de un modelo agotado, resumiendo a nombres lo que es más profundo, mientras gana tiempo para reinventarse, cambiar la cara visible de dictador o buscarse algún Rene Schick que haga de tonto útil por un tiempo u otro pacto de transición o, por qué no, otro verdugo; y que la agonía no sea agonía, sino un reinventarse que culmine la campaña de relegitimación que hábilmente han iniciado nuestros poderes fácticos desde que se hizo pública la cara más oscura del terrorismo de Estado con el que también se sostiene este modelo.
El espectáculo de esta semana, aunque parezca un simple gesto de poca cosa, debería ser otra señal de alarma, porque si queremos ir a Masaya no podemos seguir dejándole el timón a quienes quieren mantenernos en La Chureca. Designar sucesores a cargos de representación solo demuestra una forma profundamente antidemocrática de entender la cosa pública. Y no se trata de juzgar personas, ni hurgar en el pasado de la reconocida escritora que el señor Tünnermann ha nombrado como sucesora, ni la forma en que con cacareados fichajes de personalidades, como si se tratara de marketing para un club de fútbol, se ufanan de la apropiación de los puestos de representación por quienes no dejan de equivocarse, con equivocaciones que le cuestan vida a ese pueblo que dicen representar.
Ya son innumerables los llamados de quienes han asumido la voz de la conciencia de este pueblo víctima, pidiendo respeto a la dignidad humana. Los llamados de Mons. Silvio Báez, Mons. Álvarez y Mons. Mata, que son cínicamente citados pero no escuchados. Desoídos al igual que este pueblo que le rogaba a gritos a quienes dicen representarle que no se sentara en el diálogo número dos, que no se usaran sus hijos secuestrados como moneda de cambio para revertir lo que estaba pasando tras el informe del GIEI, que le confirmaba al mundo que era con crímenes de lesa humanidad con los que se nos reprime.
Pero había que salvar el CAFTA, «no poner en riesgo lo avanzado», decía uno de los creadores de la retórica con la que se enmascaraba el totalitarismo desde antes de abril. Es así que los vimos «haciéndose cómplices de las injusticias terribles, de los crímenes horrendos que no dejan de sucederse por anteponer el correr el riesgo de sufrir posibles pérdidas económicas a la dignidad humana», como bien advertía Mons. Báez, poco antes de que lograran sacarlo con maniobras diplomáticas.
Casi dos años de sucesivas equivocaciones o de manipulaciones perversas, pues no son analfabetas, «ellos saben lo que significa, tienen asesores, que nos expliquen, que expliquen al pueblo doliente por qué hacen eso, qué es lo que firmaron». «Respeten la dignidad humana y respeten la propia, su propia dignidad», les decía Mons. Álvarez, sumándose a las súplicas para que abandonaran la mesa de relegitimación y nos aclararan por qué firmaban algo en lo que reconocían legitimidad a una legalidad diseñada para criminalizar la protesta y el pensar distinto; en resumen, la dignidad humana.
No nos hagamos los tontos: en el fondo todos sabemos que esto se trata de transar con la dictadura o de salir de la dictadura. Tampoco caigamos en la prepotencia de juzgarles, de asumir que todos actuaron de mala fe. Sin embargo, no nos engañemos, aquí hay dos posiciones de fondo: refundar Nicaragua, «cambiar de raíz el sistema político y social», dicho en palabras de Mons. Báez, o la premisa que se ha venido vendiendo, para justificar el apañamiento a este modelo, de que las democracias en países con PIB tan miserables como el nuestro no cuajan, los vuelven muy peligrosamente inestables. Y que es mejor lo «posible que lo deseable y hay que quemar etapas»; por el momento hay que «sacrificar justicia y democracia a cambio de estabilidad».
Un falso dilema muy debatible, pero que se impuso como una verdad sagrada entre nuestras élites, a pesar de que muchos economistas sostienen que sin democracia no hay desarrollo. Un discurso que desde el inicio de las protestas vuelve a usarse en paralelo para la comunidad internacional, especialmente para la administración norteamericana, que estaba siendo presionada por su Congreso para tomar acciones y para frenar de alguna manera una pronta activación de los mecanismos internacionales de condena y presión, diseñados para situaciones como la que se estaba dando.
Es así que veremos en los primeros días de mayo del 2018, aun en medio de lo más duro de las primeras masacres, al exgeneral y hermano del dictador de turno Humberto Ortega —también exsuegro de uno de los asesores de los poderes facticos y «estrategas» que ahora aconsejan, para buscar la «salida» a la crisis—, enviando una carta pública al subsecretario adjunto de Defensa para el Hemisferio Occidental de Estados Unidos, Sergio de la Peña, y al almirante Kurt W Tidd, jefe del Comando Sur norteamericano, en la que en resumen les dice: «Nuestro aparato represivo es garantía de estabilidad». Les advierte de la necesidad de preservar el Ejército como garante de la Pax del modelo que se ha venido forjando en esa alianza corporativista, extractivista y totalitaria, vendida como «populismo responsable o modelo de diálogo y consenso» y cacareada con juegos de estadísticas como un supuesto milagro económico, a pesar de la inocultable realidad tan contrastante con cualquier mediana bonanza.
Insisto, no se trata de juzgar personas ni pasados, pero pareciera tratarse de una trampa que se ha venido colando desde que los exsocios asumieron el control estratégico de la rebelión y colaron el apego a la actual Constitución como una ley natural, tal cual se tratase de sagradas escrituras, creando un discurso hegemónico alrededor de ese documento que protegiera el statu quo y que se lo comiera el pueblo autoconvocado, que pedía a gritos y dando el pecho a las balas la salida del dictador. Es así que vimos hasta líderes campesinos ingenuamente defender un apego a esa Constitución, diseñada por y para la dictadura y que a pesar de sus reformas no ha perdido, sino más bien reforzado, su espíritu e intensión de propiciar y garantizar la continuidad de un modelo totalitario que crea, recrea y usa a los dictadores.
Un discurso que inexplicablemente encuentra eco y subordinación acrítica en muchos actores locales a pesar del baño de sangre en que se viene evidenciando el agotamiento de este modelo y la urgencia de un cambio de raíz, aunque los oradores de AMCHAM citen a Aristóteles para convencernos de lo contrario y mantenernos en esa legalidad de la que son coautores. Y que entró en profunda contradicción tras la presentación del informe del GIEI con señalamientos de crímenes de lesa humanidad, no como hechos fortuitos sino que se han venido orquestando prácticamente por todo el aparato de Gobierno, evidenciando una vez más la ilegitimidad del modelo y que los obliga ya no solo en editoriales, o en algunos medios, fingir desconocer la complicidad del Ejército, sino a montar la mesa acordada por los dueños de los grandes holdings empresariales con el dictador de turno y apañada por la diplomacia de la Santa Sede, que de paso serviría no solo para lavar un poco la cara al aparato del régimen, justificar el congelamiento de posibles sanciones, sino también a la estructura burocrática de la OEA que hasta el momento ha venido apostando por acciones de retardo a lo que sus propios reglamentos mandatan para estas situaciones.
Hoy tenemos que admitir que ese discurso paralelo, ese supuesto «comprar futuro» en palabras de sus promotores, que insisten en priorizar la «estabilidad» a la justicia, ha sido asumido como válido o al menos ha funcionado hacia el exterior. No solo tenemos a la administración norteamericana no haciendo efectiva la aplicación de su propia ley de Nica-Act, o limitándose a parte de ella e incumpliendo cláusulas de sus tratados comerciales con Nicaragua, o la complicidad o al menos apañamiento de parte de la Santa Sede con los ya innumerables gestos diplomáticos de legitimación del régimen por parte del nuncio acreditado en Nicaragua, devolviéndonos a la realpolitik de los tiempos de Pio XII con los nazis.
Es verdad que es difícil creer que no había mala fe, mientras a lo interno se promovían esperanzas en acciones internacionales que nos mantuvieran en calma. En paralelo, por fuera, se articulaba desde un inicio ese discurso, con el que hoy hemos llegado al absurdo de que se suponga que el pueblo, víctima de estos crímenes, debe hacerse cómplice de ellos, para poder salir de sus perpetuadores. Suponer que saldremos de la dictadura apañando crímenes de lesa humanidad cometidos contra el mismo o al menos legitimando a quienes los han dirigido como actores políticos en un proceso electoral que les reconozca como candidatos elegibles para presidir el futuro.
Todo esto sin mencionar la camisa de fuerza que de antemano significa subordinarse a su legalidad, y dejar en sus manos la maquinaria represiva, aunque La Prensa jure en sus editoriales otra cosa. Lo que hoy se promueve entre cambios de siglas, juegos de colores, frases ambiguas y significantes vacíos con comerciales con menos contenido que anuncios de Coca-Cola es condenarnos a más de lo mismo y peor aún con nuestra complicidad colectiva apañando las peores masacres que hemos visto.
Aquí no había dos cuerpos armados en conflicto como ocurrió en Colombia, ni se trata simplemente de «violaciones a la ley», como ahora llama el doctor Pallais a las masacres que perpetraron esos hampones, que suponen debemos perdonar. Eso no sería perdón. No juguemos con los términos: eso es complicidad o al menos alcahuetería, o cualquier otra cosa.
No, señores, en nombre de la unidad no se nos puede pedir hacernos cómplices de crímenes de lesa humanidad y contra nosotros mismos.