“Derecha” versus “Izquierda”: tratemos de entender.
<< “Izquierda” y “derecha” no son términos suficientes, ni siquiera necesarios para pensar la realidad de nuestros países, especialmente la realidad de Nicaragua.>>
La “derecha”, en un sentido esencial, originario, dado por el nacimiento histórico del término (en la lucha por preservar el veto absoluto del rey a inicios de la revolución francesa), representa el poder, el centralismo autoritario. Sin embargo, ha habido –– a lo largo de la historia, que es el flujo de significado y vida para estas palabras–– modificaciones y variantes de importancia. Por ejemplo, lo que hoy en día se llama “derecha” en Europa incluye formaciones que, aunque tienden al conservatismo (a la “derecha” originaria), han sido capaces de aceptar y hasta promover cambios progresistas, con la inteligencia de mantener, en lo fundamental, la estructura de su poder, pero a sabiendas de que la sociedad moderna (lo es en varios sentidos) o posmoderna, necesita ajustes y balances para no desintegrarse en un caos que más probablemente llevaría a la destrucción del bienestar de las élites que al regreso del absolutismo que sus más rancios añoran. Dicha evolución ha sido producto del avance de las economías, de las circunstancias históricas, y de las luchas, pacíficas y terriblemente violentas, de ideas y de sentimientos, de construcción y de destrucción, de creación estética y filosófica, que han conseguido crear, rescatar y consolidar la democracia en el viejo continente.
Nada de esta sofisticación (o muy poco, en el mejor de los casos) existe en las formaciones de derecha latinoamericana. A esta la preservación del estatus quo secular del poder que heredaron de la colonia le es más caro, y, sobre todo, más cercano. Los riesgos de una transformación democrática de sus sociedades le acarrean mayores costos potenciales. Como se nutren de estructuras de poder oligárquicas-autoritarias heredadas del poder colonial, y no sufrieron la fuerza destructora de las revoluciones del siglo XIX europeo ni de la Primera Guerra Mundial, preservan un potencial mayor para mantener o retroceder hacia regímenes de fuerza, con más, o menos, o ningún disimulo, según se den las circunstancias.
Por eso, la recurrencia del autoritarismo de “derecha” en la región excede por mucho, en frecuencia histórica, el fenómeno del autoritarismo de “izquierda” que es más reciente, y es, cuando visto de fondo, casi siempre un disfraz nuevo para viejas estructuras de poder, un medio para la incorporación a dichas estructuras de individuos y grupos antes excluidos. Culturalmente, el miedo a la democracia–– que linda con el desprecio a las poblaciones que la exigen–– ha quedado anclado en la mentalidad de buena parte de las élites de la región, a pasos siempre de abrazar el culto al mando duro y el hombre fuerte, como han hecho inclusive cuando a alguna facción de ellas toca el exilio. Se produce así la aparente disociación cognitiva e incoherencia ética y política entre huir de un Chávez y seguir a un Trump, de escapar de las turbas orteguistas y aplaudir a las turbas trumpistas que invaden el Congreso de Estados Unidos.
¿Y qué decir de la “izquierda” contemporánea? Que en la historia emerge (y se suponía que así se desarrollara) como una fuerza contestataria al poder absoluto o centralizado. Que se bifurcó, desde la revolución rusa, a través de los movimientos políticos europeos, entre el neozarismo de Lenin (exportado a la subdesarrollada América Latina como castrismo y otras variedades vulgares), y los partidos que se movieron en paralelo a las formaciones de parte de la derecha europea, y lograron, al igual que esta, una flexibilidad ideológica y programática que es buena en sí misma, aunque, por supuesto, en todos los casos sea apenas parte de la ecuación en la lucha por el poder, y un elemento constitutivo, entre otros, del poder social.
En Latinoamérica, no es sino hasta muy recientemente que se inician algunos esfuerzos comparables, generalmente poco radicales, y con poca novedad narrativa, aunque no por ello inútiles, de re-orientar a los partidos oficialmente de “izquierda” y alejarlos de la decrépita y fracasada agenda del sistema de poder y de la narrativa castristas. Algo de éxito temporal (notable pero no transformativo de la estructura del poder; es decir, en sentido fundamental, un fracaso relativo), tuvo Lula da Silva en Brasil durante su primera gestión de gobierno. Tampoco puede hablarse de transformativo en el mismo sentido el gobierno de Andrés Manuel López Obrador que pronto llegará a su fin. A pesar de que algo de éxito (no sin cuestionamientos de algún peso) parece haber tenido con relación al combate a la pobreza, su enfoque internacional es muy criticable desde el punto de vista democrático, y su incapacidad de desprenderse de la narrativa populista es notoria, tan notoria como su fracaso en crear una estructura de poder democrática más fresca, que reduzca el poder de las oligarquías. Más bien hay indicios de un (al menos intento de) retroceso hacia la concentración de poder del antiguo PRI. También, hay que decirlo, es notable la duplicidad de López Obrador (en esto, claro, tiene la compañía de sus predecesores en el poder) en cuanto al manejo de las relaciones con quien, en la narrativa que gran parte de su movimiento asume, es enemigo (Estados Unidos): ante los gobiernos estadounidenses, los líderes mexicanos han aceptado el humillante rol de guardián de fronteras. Mientras tanto, lo de Chile es un experimento de prueba y error que ha respetado pulcramente los procesos democráticos, y tiene el gran mérito de romper claramente con el discurso autoritario de la izquierda osificada, aunque queda por ver hasta qué punto podrá hacer transformaciones de poder trascendentales, que hasta el momento se escurren. Finalmente, la Colombia de Petro, hasta hoy, es un experimento de espíritu democratizante secuestrado por una estructura de poder oligárquico poderosísima y letal, que año tras años cobra la vida de cientos de activistas sociales. Qué saldrá de ahí sigue siendo un triste misterio.
En cualquier caso, ninguno de estos ejemplos demuestra la emergencia (hasta hoy) de una agenda viable de transformación social estructural. Esta requiere, no solo de una lucha tenaz y dolorosa contra poderes largamente entronizados, sino de una narrativa que ilusione suficientemente a los ciudadanos, y que proponga reformas que alteren radicalmente el balance de poder entre segmentos privilegiados por herencia y mayorías sin acceso efectivo a derechos universales que hoy en día son críticos para el avance material de la sociedad. Los programas de la “izquierda” que busca un nuevo camino reflejan abandono de ambición y difuminación del horizonte de ideales que motivó a generaciones anteriores; acusan el dominio de un “realismo” que oscila entre virtud y acomodamiento, entre modestos intentos de reforma y afirmación del mando: cuando se ausenta el ideal y el proyecto no es coherente en estrategia de lucha y posibilidad de transformación, quienquiera que esté en el poder solo tiene a este por defensa.
Este es el fin de camino, la encrucijada (¿o será un punto de inflexión?) de una izquierda que por décadas marchó hacia la bancarrota ideológica, programática y ética. No hay evidencia más poderosa de este fracaso que el haber defendido por mucho tiempo (algunos todavía lo hacen) al régimen más derechista de la región, al fascismo instalado en Nicaragua. No hay mayor ceguera e ignorancia que llamar a este de “izquierda”, como con igual ceguera e ignorancia se hace desde la “derecha”.
Ha sido con gran renuencia, y no en poca medida bajo la influencia del Partido Socialista Obrero Español (no los estalinistas de Izquierda Unida y otros grupos menores), más, sorprendentemente, de una facción de Podemos, que finalmente la izquierda internacional se ha distanciado de los genocidas. La Internacional Socialista, es cierto, expulsó al FSLN poco después de la masacre del 2018. Pero el gesto, bienvenido como fue, llegó demasiado tarde para pureza y virginidad; y, sin embargo, probó ser demasiado temprano aún para algunos grupos de la “izquierda” que se resistieron a abandonar el barco podrido de la “revolución sandinista”, años después de acumularse una montaña de evidencia sobre su fracaso, y sobre la brutalidad del régimen orteguista. Con todo, la evolución es importante, y el puente creado por el PSOE ha sido útil para la democracia y el progreso. No obstante, la dificultad que en general ha mostrado la izquierda en dar un paso que debería haberle sido connatural, congénitamente fácil (regresando a los orígenes históricos), da medida de su pérdida de claridad ideológica y de la corrupción causada por el dogma estalinista-castrista.
Esto en cuanto a lo más urgente en sociedades en que minorías pequeñas oprimen a grandes mayorías; en algunos casos, como Nicaragua, de manera sanguinaria. Queda pendiente, porque es tema dominante en sociedades que han superado en buena medida el estadio de opresión brutal (no que hayan arribado, por supuesto, a la eliminación de la injusticia y la explotación económica), el énfasis en lo identitario, sea sexual, étnico, religioso, o de cualquier índole, que tiene su mérito y su lugar de necesidad en el progreso social, pero que sin una gestión juiciosa puede crear inclinaciones reaccionarias, opresivas, irónicamente contrarias a la universalización de los derechos humanos que se supone que persiga, en el espíritu de la Ilustración, todo movimiento progresista. Este también es un charco en que se ahogan no pocos opinadores hundidos por la frustración social, la descomposición intelectual, y la pobreza analítica de nuestro medio. Cuesta no recordar la fábula de Umberto Ecco sobre el borracho que, antes de las redes sociales, tenía antes de audiencia apenas un puñado de borrachos en una taberna, y que, después de las redes, tiene la posibilidad de hablarle a multitudes.
Por todo lo anterior es que “izquierda” y “derecha” no son términos suficientes, ni siquiera necesarios para pensar la realidad de nuestros países, especialmente la realidad de Nicaragua. Los “nublados”, como se dijo en León de Nicaragua en el siglo XIX, necesitan aclararse. Vivimos en una era similar (y similarmente peligrosa) a la que ocurrió hace casi exactamente cien años, en la cual el psicoanalista Erich Fromm hizo notar la confusión del léxico como uno de los síntomas de la dislocación social que terminó en catástrofe.
Una forma de hacer contrapeso a estas fuerzas destructivas es tratar de pensar con independencia, de no repetir como loros los discursos, de identificar, por debajo de los eslóganes y las máscaras de los políticos y los velos ideológicos, los intereses de clase y las fuerzas en juego; y poner por encima de todas las banderas la de los derechos humanos universales: la libertad humana. Y, para ella, la democracia, si y solo sí la democracia no aplasta a las minorías.
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.