Dos relatos de Manuel Martínez
Dama de compañía
Esa mañana de domingo, durante el desayuno, el comedor estaba lleno de comensales. Hablaban todos en sus mesas y el murmullo circundaba el salón, quizá ansiosos por la semana que terminaba. Nadie parecía haberse percatado del grito de horror de la mujer de la habitación del 36 ni de los gritos sucesivos ni del miedo o el dolor espantoso que parecía haber pasado. El hombre de la 36 estaba sentado a una mesa, sorbiendo una taza de café. Era blanco, pelo canoso, un poco bajo, pero corpulento. Un turista canadiense que vacacionaba huyendo del rigor del invierno y venía todos los años a gozar del clima del trópico, me contó Dubón, quien lo conocía de cara. Nosotros lo habíamos visto el mediodía del sábado en La Rosticería La Norteña, y más tarde en el Sport Bar acompañado de la mujer morena, joven, pelo negro y de hermoso cuerpo. Mirábamos un grupo de amigos el juego de fútbol y tomando cervezas. El extranjero tomaba whisky y ella cervezas importadas, parecían divertirse y se entretenían con escarceos y toqueteos cariñosos, tal vez ya se conocían de sus visitas anteriores o alguien la había puesto en contacto para servir en esos menesteres. Era su dama de compañía. El ruido y los gritos de los fanáticos eran ensordecedores, cada vez que su equipo favorito intentaba el gol o peor si lo marcaban, se desgañitaban y el ambiente quedaba envuelto en un halo de locura colectiva.
Terminado el juego, nos quedamos un rato apaciguando las pasiones del fútbol, mientras la televisión repetía las jugadas del equipo ganador. Temprano por la noche regresamos al bar del hotel para resarcirnos de ese día de trabajo arduo, en fin, mañana es domingo dijo Dubón. Pero yo, cansado por la rutina de los acontecimientos de ese sábado, subí a mi habitación y me dormí en la medida en que los ruidos se sumían en un silencio sordo y oscuro, propio de los cuartos de hotel cerrados con cortinas gruesas, corridas. Debían ser las dos o tres de la madrugada cuando un grito me despertó.
El edificio del hotel es de una sola planta, pero consta de dos niveles. El parqueo de cemento está en el centro interno del hotel, y a su alrededor se levanta el rectángulo de habitaciones y oficinas de la planta alta, con la piscina celeste de aguas claras y un pequeño jardín de arbustos verdes. La habitación reservada para nosotros estaba en la planta baja, franqueada por dos amplios escalones en ambos extremos del edificio de arriba, y defendido por un muro de piedras canteras y repello de cal arenillado, que sella el corte a tajo del terreno superior y protege un rosal florecido casi todo el año. Por el pasillo de ladrillos rojos viniendo de las habitaciones del fondo, oí el grito angustioso que me despertó.
El grito había rasgado la oscuridad de la habitación. En segundos, adormecido todavía, pensé, es un grito de mujer. Y en efecto, era un grito de mujer, alarmante y aterrador, un grito de mujer espantada por un peligro o amenaza de muerte, quizás, que se repitió seguido por dos o tres veces más en la habitación contigua, el número 36. Y ese detalle, descubrir que una mujer gritara de miedo o pánico en la madrugada, en el cuarto vecino de la derecha, me alarmó, pero no me levanté, me quedé quieto, expectante, esperando escuchar qué pasaba, porque de repente todo el hotel se sumió de nuevo en el silencio acogedor y benigno, propicio para seguir durmiendo de casi todas las noches. Pero unos segundos después escuché, escuchamos todos los huéspedes, creo yo, jadeos, susurros, palabras sueltas en voz baja, como de reclamos entre el hombre y la mujer que había gritado. La voz del hombre era ronca y sonaba con acento extranjero. Los susurros subieron de tono y ella gritó: No, no y no, que se oyó por todo el hotel, y de pronto hubo como jaloneos y forcejeos entre ellos, se oyeron caer cosas, objetos que golpeaban en la pared o en el piso, una silla empujada y de nuevo otro grito peor que los anteriores. Entonces se escuchó abrirse la puerta de golpe y cerrarse enseguida de la misma manera, y se escucharon unos pasos rápidos, es seguro que la mujer corría desesperada por el pasillo, pasó por la puerta del cuarto como una exhalación. La mujer había escapado zafándosele al hombre de cualquier manera y corrió despavorida, al amparo de la pequeña y tímida luz del pasillo, al doblar el pasadizo, subió los escalones hasta alcanzar la calle. El hombre no la siguió, pues no se oyó que abriera de nuevo la puerta y nadie de los huéspedes se levantó a ver qué había pasado. Poco a poco el entorno se sumió en el silencio envolvente de un hotel tranquilo, mientras los huéspedes intentaban reconciliar el sueño.
Esa mañana nadie se quejó del escándalo ni del ruido. Tal vez pocos se habían percatado de lo sucedido o a nadie importunó, pues siguieron bailando toda la noche en el Sport Bar. O a nadie le importó. Al fin, sólo era una dama de compañía.
Intrigas mínimas
El hombre pensó que jamás olvidaría aquella expresión de la mujer en la sala del colegio privado, donde estudiaban sus hijos y los de ella. “Lo conozco, ¿verdad?”, le preguntó. Era tarde, a la hora de salida de los niños y esperaban sin impaciencia.
El cielo nublado anunciaba lluvia, empezó a soplar viento con brisa y refrescó la sala amplia, pintada de blanco hueso. Afuera susurraban la copa de los chilamates y los robles blancos. Eran los días ardorosos del verano.
–Yo sé que lo conozco, ¿verdad? –insistió para aclarar su intriga.
–No lo sé –contesto él.
Ella estaba segura de conocerlo de alguna parte, porque lo había visto y lo conocía de cara. Llevaban años yendo a dejar a sus hijos a la escuela. Llegaban a esperarlos todas las tardes a la hora de salida de clases y esperaban en silencio en la sala que sonara el timbre y se escuchara el murmullo, la algarabía ensordecedora de los niños que salían contentos de dejar el colegio.
–Estoy segura de que de alguna parte lo conozco.
–Sí –contestó él–, me conoció aquí, tal vez.
La mujer, alta, blanca, delgada, de pelo castaño claro y ojos hermosos y brillantes, insistió con voz clara y firme:
–Estoy segura de que de alguna parte lo conozco.
Salieron sus hijos y ella se marchó. El hombre desconocía si la mujer había resuelto su intriga, pero esa tarde, sufriendo de soledad, de hastío, la conversación mínima con ella le había servido de alivio, y sintió que él la conocía desde antes de que ella existiera. Casi sin saber por qué o tal vez por esa convicción desconocida, pensó viéndola marcharse: “¡Cuánto no daría porque hoy de verdad me conocieras!”
Otra tarde, una tarde de luz cegadora, el hombre entró con su reciente esposa, joven y alta, hermosa de facciones y de ojos vivaces, en una tienda de accesorios de computadoras, impresiones digitales y fotocopias que proliferan en los alrededores de las universidades de Managua. Una mujer pequeña, de tez blanca, ya mayor, que atiende con esmero ella misma su propio negocio con la dignidad de una sacerdotisa, le dijo:
–Es usted, ¿verdad?
Sorprendido el hombre por la pregunta y la coincidencia, le contestó:
–Sí, soy yo.
Pero la mujer, no conforme con su respuesta, insistió enfática:
–Pero en verdad, es usted, ¿no?
–Por supuesto –sonrió el hombre–. Yo, soy.
Ella también sonrió, pues, creía haber descubierto en su rostro impasible, quizás rasgos de alguien casi en el olvido, y que la gracia de la memoria se lo había devuelto por algunos segundos, pero suspicaz, dijo:
–No. Ya sé que no es usted. Es otra persona.
La duda le carcomía a ella los vacíos de la memoria. Pero seguía mirándolo atenta, en guardia, como si el hombre hubiera querido burlarse de su intriga. Él se despidió y salió lentamente dándole la espalda. Antes de salir, se volvió a mirarla y sonrió, ella sonrió para ella misma. Quizá intrigada todavía por los rescoldos de sus temores y sus recuerdos. Y él, acompañado de su mujer, la abrazó, pues ya no deseaba que la otra mujer, la conocida de cara y desconocida del alma, quizá ni por un momento, de verdad, lo conociera.