El cómodo reduccionismo izquierda-derecha: lo afectivo en la elección peruana
En medio de una pandemia que ha golpeado duramente al país, Perú tuvo elecciones presidenciales y congresales el pasado domingo 11 de abril. Los resultados han demostrado las consecuencias de la profunda y estructural desigualdad social (agudizada por la crisis de salud que ha afectado duramente a los más pobres) y, sobre todo, la trágica distancia entre las clases intelectuales (sin importar sus filiaciones ideológicas) y la realidad del país. A medida que se acercaba la fecha de la contienda, los timelines de las redes sociales reflejaban un mundo casi esquizoide donde convivían, y competían por espacio, las solicitudes de ayudas económicas para cubrir costos de oxígeno y los pronunciamientos políticos que declaraban filiaciones ideológicas y decisiones electorales, siempre seguidos de la correspondiente exposición de motivos. También, como suele suceder, los adversarios políticos exprimieron o explotaron el dolor, la etnicidad, valores y folclores, para potenciar sus agendas.
La urgencia de la agenda progresista democrática, y su fracaso
No hay duda de que las redes sociales no son “el mundo real” ni mucho menos, “la realidad” absoluta como a veces suponemos. Si bien la ilusión de poder verlo “todo” nos cautiva, sabemos también que no son más que una representación muy problemática de los pequeños mundos-burbujas en los que cada cual, con mayor o menor fortuna, está inserto. Esto se evidencia con estas elecciones en las que los miembros de los grupos académicos e intelectuales del país y allende sus fronteras demostraban su convicción frente al triunfo ineludible de una candidata franco-peruana, Verónika Mendoza, hablante de lenguas indígenas, que levantaba banderas democráticas y progresistas (pese a sus posturas complacientes frente a regímenes dictatoriales de la región en años anteriores). Estos reclamos parecían urgentes en un país fuertemente aquejado por la violencia de género y donde crece el rechazo del pensamiento conservador en las aulas universitarias. La narrativa de igualdad, justicia social, de la mano con la excelente articulación de la candidata en sus discursos (de hecho, resultó ganadora en los debates presidenciales), hicieron sentir que la batalla estaba ganada a buena parte de los jóvenes universitarios, trabajadores de oenegés y la intelectualidad trasnacional. Sin embargo, los resultados han sido sorpresivos: mientras un sector “ilustrado” buscaba moderación (en mayores o menores grados), los votos se los llevaron los fundamentalismos de los extremos: la “derecha” populista de Keiko Fujimori y la “izquierda” radical del maestro sindicalista y miembro de las rondas campesinas, Pedro Castillo.
¿Desconexión intelectual, o incomprensión de los afectos?
El panorama me plantea dos reflexiones. La primera, sobre la desconexión de la realidad del intelectual y la decimonónica “ciudad letrada“, asunto que, como profesora de Literatura Latinoamericana, veo reflejado en nuestros textos en todas sus vertientes, con todos sus matices y consecuencias. La segunda, sobre el rol clave que tendrá el elemento afectivo en las decisiones del electorado, dada la contundencia del sentimiento “anti-Keiko” en el país.
La literatura nos brinda muchos ejemplos de intelectuales desconectados de los movimientos y las necesidades sociales. Son textos que visibilizan el narcisismo del letrado que cree, como en el siglo XIX, tener todas las herramientas para interpretar, representar, guiar y salvar a un “pueblo” al que concibe como masa homogénea, monolítica, ajustada y ajustable a sus percepciones. La novela Los de abajo (1916), de Mariano Azuela (México, 1873-1852), emblemática de la revolución mexicana, muestra con claridad el problema del letrado-intelectual que se suma a la lucha revolucionaria desde una distancia que, cuando se supera geográficamente, no logra saldarse en términos ideológicos. El personaje de Luis Cervantes, periodista que escribía sobre la revolución en la prensa capitalina se va a combatir junto a las tropas del combatiente Demetrio Macías y, además de mostrar sus incapacidades para la lucha y la vida ruda, intenta explicarles a sus nuevos “compañeros” la lógica ética e ideológica de la revolución, mientras estos lo escuchaban confundidos, como si se les narrara una ficción incomprensible y lejana. Progresivamente, al constatar que la revolución real no era compatible con la que él y tantos otros letrados desde la capital habían articulado en sus discursos periodísticos, se va agudizando la brecha en lo que había sido una promesa de comunidad utópica, y el texto (elaborado por un intelectual), va mostrando al proyecto de la revolución como fallido, pues se trata de una agrupación de bandidos sin norte ni ideales. El quiebre y la construcción “del otro” como delincuente se produce cuando el sujeto letrado constata la inadecuación de sus ideas a la realidad o el proceso en que estaba intentando proyectar sus utopías. No sin resonancias con las prácticas actuales, el personaje de Luis Cervantes se va a los Estados Unidos tras lo que concibe como el “fracaso” de la revolución.
Algo similar sucede en una novela de fines del siglo XIX, A fuego lento (1903), de Emilio Bobadilla (Cuba, 1862-1961), donde un médico, letrado y revolucionario fracasado, formado en París, elige Europa como su destino definitivo cuando, a su regreso al pueblo de Ganga, constata la dificultad de instaurar allí un proyecto de modernización a la europea. El Dr. Baranda retorna a Europa huyendo de la barbarie en Ganga, barbarie de la cual él mismo, como sujeto ilustrado, también era responsable. Es, además, elocuente la historia amorosa en la novela: este médico seduce a una mujer indígena, exótica, a la que se siente atraído cual si se tratara de una femme fatale de tierras tropicales; la saca de su lugar de origen para llevarla a París y, una vez allí, la cuestiona y descalifica constantemente por su marginalidad e ignorancia (aunque fue siempre sordo a la solicitud de Alicia, su esposa indígena, de que la alfabetizara).
Estos ejemplos revelan cómo cierta esfera ilustrada compensa su impotencia (de acción o reflexión) en las falencias del “pueblo” o la “sociedad” por la cual dice luchar en sus discursos. Los insultos y el clasismo no tardaron en llegar en esta primera etapa electoral (como lo hemos visto en otros contextos de la región, con la calificación de Hugo Chávez como el “mico-mandante” y la representación peyorativa del pueblo que lo respaldaba).
El pueblo, menos progresista que el pueblo
La creciente popularidad del candidato Castillo motivó toda una serie de apelativos que resaltaban su ignorancia y ultraconservadurismo al no tener entre sus agendas la ideología de género o la reivindicación de derechos para la población homosexual. Lejos de preguntarse los motivos por los cuales el discurso progresista no calaba en el líder o el grupo al que representa, o por las razones de su popularidad creciente (las reflexiones van llegando, pero muy tarde), el privilegiado mundo de las redes sociales se llenó de insultos, memes, descalificativos al candidato que encarnaba al “pueblo” al que, paradójicamente, muchos de los líderes intelectuales y políticos ilustrados decían defender y reivindicar. De los insultos tampoco se salvaron los electores del candidato. Como en Los de abajo o A fuego lento, estos fueron descartados por su “ignorancia”, a lo que se le sumaron también planteamientos racistas y clasistas que no vale la pena repetir en este espacio. Los apodos empleados y las posturas asumidas hicieron evidentes las grietas del proyecto (y la mentalidad) democrática, incluyente, tolerante y progresista, que muchos dijeron defender al apoyar a la otra candidata de una izquierda afrancesada.
En busca de los afectos, para llegar a la razón
Mi segunda reflexión, sobre el elemento afectivo, refiere, como lo ha indicado muy bien Sarah Ahmed, a la centralidad de las emociones en la articulación de comunidades, identidades y diferencias de una forma mucho más efectiva que la lograda por la palabra escrita. Si por mucho tiempo investigadores como Benedict Anderson hablaron de la “nación” como “comunidad imaginada” que se construía por discursos, Ahmed ha mostrado con sus investigaciones el potencial político de las emociones y su eficacia para construir filiaciones y vehiculizar agendas políticas. Además, pese a las descalificaciones que recibió por mucho tiempo el discurso de lo afectivo, filósofas como Martha Nussbaum han logrado explicar cómo lo emocional es también un proceso cognitivo no desvinculado de lo racional y, por supuesto, no exento de impacto en la res publica.
El choque de afectos y traumas en la segunda vuelta electoral
En esta segunda vuelta a la que se enfrentará Perú dentro de unos meses, el potencial político de los afectos será la pieza decisiva para captar voluntades, más importante que cualquier intento de pragmatismo o “pensamiento a futuro”. Es inútil exigirle pensar en el “mañana” a quien no tiene el hoy seguro. Y como señala Ahmed, hay que pensar no tanto en lo que las emociones son, sino en lo que hacen o pueden hacer. El voto anti-Keiko ha puesto a buena parte del electorado —que no necesariamente comulga ni ideológica ni éticamente con Castillo (y que incluso, llegó a reírse de él, de sus ideas o de lo que representaba)— en una suerte de dilema que, de no estar estructuralmente atravesado por lo afectivo, no habría tenido una respuesta tan rápida y, probablemente, irreversible. El odio, la memoria del trauma y el dolor son mucho más efectivos para forjar comunidades, identidades y diferencias que los discursos letrados orientados a hacer decidirse al indeciso.
Del mismo modo, lo afectivo entra en juego en parte del electorado de un Castillo que, si bien no está necesariamente de acuerdo con sus propuestas ideológicas o económicas, sí ha constatado el abandono del Estado ausente en esta pandemia, a lo que se le suman las prácticas mercantiles del sector privado en medio de la tragedia. El dolor por la pérdida de familiares y la impotencia por una agudizada crisis económica hará que las respuestas electorales se orienten al veto político y el resentimiento. Esta complejidad afectiva y traumática es más potente que las dicotomías de izquierdas o derechas y el mundo bicolor que, con ellas, pretenden presentarnos. Y esta complejidad afectiva es también más efectiva que cualquier metáfora del horror que pretenda vendérsele al electorado. La amenaza de moda en la región de convertirse en una “nueva Venezuela” no cala en un sector social que no necesita de metáforas, pues su día a día es (y ha sido por largo tiempo) igual —o, incluso, peor— al de los pobres en Venezuela.
Entender el elemento afectivo para salir de la falacia ‘izquierda versus derecha’
Con esto no quiero vaticinar los resultados de la segunda vuelta, tal vez yo misma caiga en esa ceguera de la “intelectualidad” que cuestiono. Pero creo que así como las teorías de los afectos nos permitieron ir más allá de dicotomías civilización o barbarie —a las que por tanto tiempo apelamos para pensar nuestra literatura y cultura latinoamericanas—, frente a estas elecciones la consideración del elemento afectivo es angular para comprender cómo se articulan realmente las comunidades de filiación, diferencia y resistencia. Y también para ver y pensar el mundo más allá del reduccionista y muy cómodo lente de un conflicto eterno entre la izquierda y la derecha en el que tenemos que tomar posición.