El conocimiento a la deriva: la opinión en las redes sociales
La premisa se ha olvidado: el ser humano no nace pensando. El pensamiento tiene como motor el entrenamiento y la práctica constante; a través de ambos el hombre reconoce su misión y lugar en la historia.
Dijo el filósofo chino, Confucio (551 a.C. – 479 a.C.): “Aprender sin pensar es inútil. Pensar sin aprender, peligroso”. El propósito del pensamiento es instruir al hombre y, como propusieron Sócrates (470 a.C.–399 a.C.) y Platón (c. 427 a.C.–347 a.C.), la de ayudarlo a sobrellevar las muertes cotidianas —el irrepetible día que hoy representa el ayer, la flor que se marchita, los juegos de la infancia y los atardeceres de la adolescencia— e imponerse a su única certeza: la tumba.
En otro ámbito René Descartes (1596–1650) proclamó su famosa frase: Cogito ergo sum (“Pienso, por lo tanto soy”). Tal afirmación se anclaba en la creencia de que el pensamiento es un acto consciente del espíritu. La opinión o la experiencia común no son formas confiables para encontrar la “verdad”, es decir, aquello que después de “dudar” no encuentra refutación. Así, el pensamiento se desenvuelve por medio de la razón, o sea, por medio de la mente que, esforzada, conduce a lo indudable.
Tratar el tema del pensamiento en el siglo XXI equivale a defender el tranvía frente el Airbus 380 y el Maglev de Shanghai, los más modernos y rápidos medios de transporte, orgullo y vanidad, por el momento, de nuestra era. Pero ante la avasalladora realidad, en la que el pensamiento ha sufrido una profunda transformación debido a la llegada de Internet, hay que presentar las credenciales de los que alguna vez imaginaron un mundo en donde la comunicación y el conocimiento estuvieran al alcance de todos.
El londinense Timothy John Berners-Lee (1955), inventor de la World Wide Web, fue hijo de matemáticos. Estudió en el Queens College de la Universidad de Oxford, y se graduó en física a los veintiún años. Fue un ávido lector y un hombre consciente de los peligros de su invento. Por eso dijo: “Es increíble ver cómo la gente aprende algo rápidamente en Internet, pero es también increíble ver lo rápido que lo olvida”.
A su vez, Raymond Samuel Tomlinson (1941–2016), nacido en los Estados Unidos y creador del correo electrónico, cursó la maestría en ingeniería eléctrica en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Con relación al correo electrónico y la gramática, Tomlinson aseguró: “Todavía me gusta utilizar frases completas, gramaticalmente correctas y sin errores ortográficos. No siempre lo logro, pero me irrita ver tales errores en los mensajes que he enviado”.
Es evidente que la tempestad del progreso, uno de los tantos monstruos que devora a sus hijos, cual moderno Zeus, camina muchos pasos adelante de nuestro crecimiento espiritual e intelectual. Esta aclaración no debe tomarse en modo alguno como condena sino como un intento por detener la mirada en el grave problema que nos aqueja.
En una sociedad dirigida por la tecnología digital, en la que las humanidades están prácticamente muertas o agonizan en el claustro universitario, al individuo, cual barco a la deriva, le resulta difícil diferenciar entre lo falso y lo verdadero, lo bueno y lo malo, lo erótico y lo vulgar. Archicomplicado es discernir, por ejemplo, como ha dicho el filósofo Pedro Feal Veira (1957), “entre bulo (fake news) y auténticas noticias, o entre romanticismo y pornografía, o entre una teoría política coherente y el fervor populista sustentado en un manejo interesado de las emociones por parte de líderes más o menos carismáticos”.
En el siglo XXI, las humanidades, el más importante frente erigido para expresar las más grandes exaltaciones del espíritu y también sus pasiones, se encuentran en la sombra, arrinconadas tras las bambalinas del gran teatro del mundo. Sin ellas, nos hemos convertido en seres vulnerables, aturdidos por el tráfico indiscriminado de información e ideas que, en la era de Facebook, X y TikTok, hollan nuestra existencia.
La opinión deseducada, premisa y fundamento de las redes sociales y las sociedades masificadas, atenta contra el conocimiento y el sentido de autoridad. Hombres y mujeres vestidos de oropel le salen al paso al filósofo, al verdadero escritor, al auténtico músico, al artista que ha dedicado años a perfeccionar su oficio; personas que en otros tiempos se aislaban del mundo a fin de conocer a fondo su materia.
El conocimiento, tan vasto como el mar, es hoy contrarrestado por la opinión, y ésta, en la era del hashtag, tiene como parámetro el gusto y en muy pocos casos el razonamiento. Puede gustarnos una celebridad, pero raramente nos preguntamos si su valor radica en su talento o en los millones de “me gusta” que recibe o en sus seguidores en Instagram. En cuanto a las celebridades no podemos hablar propiamente de fama —en otros tiempos y sobre todo en la Edad Media ligada al honor, es decir, a la ética o al cumplimiento de los deberes sociales a fin de hacer del Estado un instrumento funcional— sino de popularidad.
La cultura, tal y como la conocíamos, ha sido aniquilada por la industria del entretenimiento. Casi nadie comprende un bolero, una ranchera o un tango, música popular en todo el sentido de la palabra, porque hacerlo implica un esfuerzo lingüístico y una sensibilidad poco rentables en tiempos en que la inmediatez y la gratificación instantáneas le han ganado la batalla a la contemplación.
Carlos Monsiváis (1938–2010) y Gabriel García Márquez (1927–2014) pronunciaron el epitafio de la poesía, el más intenso de todos los géneros literarios, al decir que había muerto en la segunda mitad del siglo XX tras el ocaso de las Vanguardias y la Posvaguardia. Octavio Paz (1914–1998) dijo lo contrario: la poesía (hablamos de la que “todo nos interroga y recrimina” en palabras de José Emilio Pacheco, 1939–2014) nunca morirá porque en su forma más pura y en su natural estado se vale de la lírica para expresar lo inexpresable: el más profundo dolor o el más grande placer.
Basta un ejemplo: José Asunción Silva (1865–1896), el poeta colombiano que compuso uno de los poemas más hermosos en lengua española, el “Nocturno III”, es hoy conocido apenas por quienes se especializan en el Modernismo, si es que todavía se estudia dicho movimiento literario en toda su envergadura. Resulta sorprendente cómo en la adorada Bogotá del poeta millones de personas jamás han escuchado los famosos versos de su nocturno:
Una noche
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de älas,
Una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda,
muda y pálida
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara…
En cambio jóvenes y adolescentes de la capital colombiana y de toda Hispanoamérica recitan de memoria las tristes y denigrantes palabras de los reggaetones que pululan en la radio y en las listas de Spotify.
He puesto como ejemplo la música y la poesía, las ramas del arte que mejor desarrollan nuestra sensibilidad. La filosofía, la que nos hace pensar, ha sido desbancada del aula escolar bajo la idea de que la ciencia, la tecnología y la ingeniería son el futuro del hombre. La razón de Descartes fue manoseada por los científicos de hoy que sitúan la mirada en el peligroso invento llamado “Inteligencia artificial” cuya raíz viene de lo que hace menos de medio siglo fue pensado por el ya citado científico de la computación, Timothy John Berners-Lee.
De ser nuestro contemporáneo, Friedrich Nietzsche (1844–1900), cuya tesis doctoral titulada El nacimiento de la tragedia (1872), en la que se valió de los dioses griegos Dioniso y Apolo a fin de explicar el nacimiento y muerte del mundo occidental a través del género trágico, quedaría perplejo al ver que tales dioses ya no pueden dar cuenta de la barbarie posmoderna.
Eris, la diosa de la discordia y, por ende, de la confusión, impera en nuestros días. La máxima latina divide et impera (“divide y domina”), utilizada por los emperadores Julio César (100 a.C.–44 a.C.) y Napoleón Bonaparte (1569–1821), es la médula del mundo globalizado. A través de la “Inteligencia artificial”, reino de la confusión, nos han hecho creer que el porvenir, falto de ética como el doctor Frankenstein, personaje de la novelista inglesa Mary Shelley (1797–1851), pinta un luminoso porvenir.
Retomemos: ¿Cómo evitar la opinión deseducada en las aldeas virtuales, universos de la “sabiduría” en las que los algoritmos y la invasión publicitaria influyen poderosamente en la manera cómo vertimos juicios en estos ruedos taurinos? Imposible detener el cuerno de toro que nos asecha, pero aquí solo puedo proponer razones.
En la sociedad de la opinión, el maestro, el periodista, o el que ha dedicado cuando mínimo diez años de su vida a estudiar seriamente las humanidades, se ha vuelto un ser anacrónico. En épocas pasadas se le pedían consejos y puntos de vista a los mayores, verdaderas autoridades.
Sin embargo, las plataformas virtuales han provocado una inversión social: el humanista es un viejo en desuso; en cambio los jóvenes, seres simbióticos, o sea, niños que no han abandonado la protección del útero y el cordón umbilical, y asumen la inmortalidad como algo congénito, tienen la razón. Muchos se autodenominan influencers. A decir de Antonio Francesco Gramsci (1891–1937): “Lo nuevo no acaba de nacer, y lo viejo no termina de morir… y es aquí donde nacen los peores monstruos” (Pasado y presente, 1951).
Por otro lado, en las sociedades en las que la especialización es alabada como el más grande triunfo y en las que el trabajador es un técnico con grandes cargas de trabajo, la reflexión, por regla, ha quedado fuera del juego. La introspección, un proceso espiritual de suma importancia, ha sido demolida por la falta de tiempo.
¿Adónde va la gente agobiada de trabajo? No va al teatro ni al museo ni a la biblioteca: va a Facebook y a X como formas de distracción inmediata en las que vierten sus dictámenes, la mayoría de las veces movidos por la ignorancia o el mal humor que les produce no entender por qué él o ella no son tan exitosos como el interlocutor que expresa en memes, fotos y mensajes su supuesta felicidad. La intolerancia y la violencia campean ataviadas de opiniones porque las redes sociales nos han hecho creer que la opinión es el sostén de la libertad.
¿Y qué es la libertad? En sentido estricto es el estado en el que la imaginación vuela a lugares desconocidos. Gracias a esta libertad han surgido la música, el teatro, la poesía, la pintura y las artes en general, las más grandes manifestaciones de las libertades humanas.
Don Quijote lo dijo mejor: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida…” (Don Quijote, II,LVIII).
En la era de Snapchat, el tiempo profundo, el tiempo del alma del que hablaron los místicos, la durée de Henri Bergson (1859–1941) y su definición del tiempo como algo que no tiene medida, ha sido fragmentado por la alabanza del instante que proclaman las redes sociales. El “yo” interior es hoy una impostura para quienes exponen su narcisismo en fotografías y vídeos. La selfie ha hinchado la vanidad y el orgullo, y ha divido a los hombres precisamente por su propio ego. Le hemos robado el tiempo al tiempo mediante la rapidez impuesta por un sistema económico basado en la esclavitud moderna: los call centers, las maquilas, el consumismo, etcétera.
Gracias a las redes sociales inevitablemente entramos en el campo de la competencia. Si no puedo viajar, si no puedo ir a la fiesta, si no puedo vestirme como los de Facebook, entonces alzo la daga en forma de opinión para defenderme de la ignominia o, en el peor de los casos, de ser tildado de “perdedor”, el más grave insulto que alguien puede recibir en el siglo XXI.
Basta leer cómo todos los días un adolescente se quita la vida a causa de la alta participación en las redes sociales que, cuando no va dirigida hacia ellos, o cuando no encuentran la validación de sus compañeros de aldea, recurren al suicidio.
En The Gutenberg Elegies (1994), Sven Berkets (1951) ya presagiaba una era oscura en la que la expresión verbal se convertiría en una especie de escrito telegráfico tal y como lo vemos hoy en X, plataforma que constriñe el mensaje a doscientos cincuenta caracteres. La carpintería sintáctica, propia de los que atesoran el pensamiento, y que no conoce barreras e imposiciones, ha sufrido una erosión para la cual no existe retroceso.
Nos hemos vuelto consumidores pasivos de información. No dedicamos grandes esfuerzos por buscar la voz de un intermediario que nos haga deslindar la noticia amañada o poco confiable de la información legítima. Con el teléfono “inteligente” cualquiera es periodista, fotógrafo o politólogo, y es seguido por legiones de zombies que aceptan sin cuestionar lo que estas nuevas “autoridades” publican en las redes sociales.
El pesimismo nos sale al paso por todos lados y el fin que nos espera es la muerte de la democracia. Pues de sobra es conocido que ésta no se sustenta en opinar por opinar, sino en el razonamiento educado. Sin él, quedamos a expensas de “líderes” y políticos que manejan nuestras emociones a su antojo al prometernos utopías que nunca se harán realidad.