El defecto fatal estadounidense

Geoffrey Philp
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El autor es escritor.

Si estamos comprometidos con la idea de la libertad tal cual se expresa en el gran experimento estadounidense para el que «todos los hombres son creados iguales, y están dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables», tendremos que reescribir el contrato social estadounidense o hacer marcha atrás con respecto al sueño de nuestra inocencia colectiva.

Traducción al español for Manuel Fabien Aliana

A lo largo de su carrera como escritor y activista de los derechos humanos, el escritor afroamericano James Baldwin, a través de sus numerosos relatos y ensayos, a menudo regresa a ese tema clave que él llama, “el defecto fatal estadounidense”, que articuló brillantemente en uno de sus más memorables discursos en 1963:

La gente que colonizó el país tenía un defecto fatal. Ellos sabían reconocer a un hombre cuando veían uno. Ellos sabían que no era otra cosa más que un hombre; sin embargo, por ser cristianos, a partir del momento en que tomaron la decisión de venir a crear un país libre, la única forma de justificar que un hombre era propiedad de otro fue diciendo que no era un hombre. Si no era humano, entonces ningún crimen estaba siendo cometido. Esa mentira es la base de nuestro problema presente.”

Este “problema” tuvo implicaciones morales enormes en el marco de la historia estadounidense. Porque, aunque la Biblia sancionara la esclavitud, el costo moral de subyugar a otros seres humanos ha ido acosando la conciencia del estadounidense, y ha producido una especie de disonancia cognitiva dentro de su cultura. Los colonos norteamericanos blancos se ven a sí mismos como la Nueva Jerusalén, por lo que no podían estar implicados en nada malo. Hacer el mal los sustraería de esa condición de favorecidos y perderían la gracia de Dios. Por lo tanto, con vistas a mantener la imagen de sí misma como comunidad, cualquier acto que cometieran -sin importar cuán moralmente condenable fuera- estaría justificado por ser el pueblo elegido de Dios, que literalmente “no podía hacer nada malo”. Así nació el mito de la inocencia estadounidense, y ese ideal de inocencia tuvo que mantenerse y protegerse sin importar el costo.

Sin embargo, aún quedaba por resolver el tema de la convivencia con aquellos que no eran los “favorecidos”, y es por eso que los colonos crearon un conjunto de leyes secundarias conocidas como Códigos de Esclavos. Promulgadas “por una paranoia justificada por parte de los colonos blancos de que podría ocurrir una rebelión violenta en uno de sus propios vecindarios”, esas leyes fueron diseñadas para controlar la mente y los cuerpos de los Africanos del Nuevo Mundo. El efecto inmediato de los “Códigos de Esclavos” fue elevar la supremacía blanca al rango de ley. Las leyes establecieron que era ilegal enseñar a leer y escribir a esclavos africanos, y en futuras versiones se convertirían en Leyes contra la alfabetización. También restringieron la libertad de reunión y el derecho a la propiedad para los no-blancos. En otras palabras, la práctica de vigilar los cuerpos negros comenzó con los Códigos de Esclavos, que le daban a toda persona blanca el derecho de interrogar a un afroamericano en todo momento y en cualquier lugar.

Las desigualdades del «Código de la esclavitud» y el aparato legal que propició la deshumanización de los africanos del Nuevo Mundo seguirían siendo indiscutibles hasta la Convención por la Constitución de los Estados Unidos en 1787. Los Padres Fundadores, que habían eludido la cuestión de la esclavitud de la Declaración de Independencia al eliminar el párrafo de Jefferson sobre los “bienes muebles”, tenían que determinar cómo se contarían los esclavos para medir la representatividad de los Estados en el Congreso. En lo que ahora se conoce como el «Compromiso de las tres quintas partes», los legisladores acordaron contar como personas a tres de cada cinco africanos esclavizados. Este compromiso aseguró la continuación de la esclavitud y la fuente de ingresos estables para los dueños de esclavos en el Sur.

A pesar de la legalidad del «Compromiso de las Tres Quintas» y otras leyes que restringieron la libertad de los afroamericanos, las implicaciones morales del «error fatal» nunca desaparecieron. Para seguir reprimiendo los derechos humanos de los africanos del Nuevo Mundo, médicos como Samuel A. Cartwright idearon teorías sobre las capacidades mentales de los afroamericanos. La hipótesis de la «drapetomanía», formulada por Cartwright, definió el deseo de libertad como una «enfermedad» en los afroamericanos que intentaron escapar de la esclavitud:

“La causa, en la mayoría de los casos, que induce al negro a huir del servicio, es tanto una enfermedad de la mente como cualquier otra especie de alienación mental, y mucho más curable. Gracias a los beneficios de un consejo médico adecuado, seguido estrictamente, esta práctica problemática que tienen muchos negros de huir se puede prevenir casi por completo».

Al clasificar los deseos de libertad de los afroamericanos como un trastorno patológico, Cartwright se convirtió en el precursor de una industria dedicada a promover la creencia de que los afroamericanos eran mentalmente inferiores a los blancos, y la única cura para esta supuesta enfermedad era el «asesoramiento médico adecuado» y el sometimiento continuo.

Sin embargo, con la Proclamación de Emancipación de 1863 que promulgaba que «todas las personas mantenidas como esclavas dentro de cualquier Estado o parte designada de un Estado, (…) serán entonces, y en adelante, para siempre libres», los antiguos amos de esclavos se enfrentaron a un nuevo desafío. Frente a esa pérdida de “bienes”, los estados del Sur se separaron de la Unión debido a la «creciente hostilidad por parte de los Estados no esclavistas hacia la institución de la esclavitud», y así fue que comenzó la Guerra Civil.

Después de perder la Guerra Civil, los estados del sur, que dependían de la mano de obra “negra” para su riqueza, aprobaron nuevas leyes para resolver lo que Williams Ansel en 1891 llamó el «Problema de los negros». Y a pesar de los nuevos esfuerzos de los antiguos esclavistas por seguir ejerciendo un control sobre las mentes y los cuerpos de los negros, los africanos del Nuevo Mundo continuaron luchando por sus derechos humanos.

Tomando en cuenta los cambios demográficos en la población, se diseñó en muchos Estados del sur la Regla de una gota. Estas leyes, que definían a cualquier persona con al menos un antepasado negro como «negro», restringieron aún más los derechos de acceso a la propiedad de los afroamericanos y prohibieron la admisión a las escuelas públicas, lo que continuó legalmente hasta al caso Brown contra la Junta de Educación de Topeka (Kansas) en 1954.

Pero el viaje hacia ese punto de inflexión trascendental estuvo cargado de disturbios raciales, que se intensificaron entre los años 1916 y 1919. La creciente tensión entre blancos y afroamericanos explotó en los disturbios de East St. Louis en 1917 y se reanudó en el verano de 1919, por lo que James Weldon Johnson, compositor de la canción The Negro National Anthem, acuñó la frase El verano rojo de 1919”. Sin embargo, en 1919, el incidente más infame de terrorismo racial en suelo estadounidense, la «Masacre de Black Wall Street», aún no había ocurrido. En 1921, los empresarios blancos, que envidiaban la enorme riqueza del distrito de Greenwood en Tulsa (Oklahoma), donde el dinero circulaba al menos 100 veces antes de salir de la comunidad, destruyeron ese próspero vecindario. Treinta y cinco manzanas fueron arrasadas, 300 personas murieron y más de 800 resultaron heridas para obligar a los afroamericanos a aceptar la hegemonía económica de la América blanca.

Sin embargo, los afroamericanos nunca perdieron la esperanza y siguieron luchando por su libertad, incluso mientras luchaban contra los efectos del «defecto fatal», o como lo llama el autor Eddie Glaude en su libro Begin Again, contra «La Mentira». Según Glaude, «el efecto más perverso de La Mentira en nuestra historia es cuando deforma los eventos para que encajen con el mito de la inocencia de los Estados Unidos, cada vez que ese mito se ve amenazado por la realidad». En términos reales, esto ha significado la omisión de muchos eventos de los libros de historia y educación cívica utilizados en nuestro sistema educativo o, en algunos casos, en un deliberado rechazo a confrontarse a los pecados originales estadounidenses en materia de esclavitud y genocidio. El mito de la inocencia estadounidense impregna todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Como Glaude afirma, «La Mentira es más exactamente un conjunto de mentiras con un solo propósito … son las supuestas narrativas que conforman el orden y la normalidad cotidiana estadounidense, esa Mentira es como el aire que respiramos».

Entonces, ¿cómo podemos respirar en un momento como este -otro nuevo punto de inflexión- cuando las muertes de George Floyd y Eric Garner han demostrado al mundo que muchos afroamericanos «no pueden respirar»?

Estamos ante un momento crítico en el que la «mentira» ha quedado al descubierto y nos exige reexaminar la historia estadounidense y la historia de las Américas, que tenían sus propios «códigos esclavistas». Por ejemplo, las colonias francesas después de 1685 adoptaron el Code Noir, y los españoles tenían leyes sobre la esclavitud en Las Siete Partidas, y también en las Leyes Nuevas de 1542, defendidas por Bartolomé de las Casas, uno de los mayores defensores de los derechos humanos de los nativos Americanos y de los africanos esclavizados.

También necesitaremos reevaluar a quienes honramos como un reflejo de nuestros valores colectivos y cómo es que queremos contar nuestra historia. Si estamos comprometidos con la idea de la libertad tal cual se expresa en el gran experimento estadounidense para el que «todos los hombres son creados iguales, y están dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables», tendremos que reescribir el contrato social estadounidense o hacer marcha atrás con respecto al sueño de nuestra inocencia colectiva.

Espero que elijamos sabiamente.

Geoffrey Philp

El autor es escritor.