El dictador
Oscar René Vargas
Como consecuencias de haber vivido bajo la dictadura de los tres Somozas durante mi infancia y juventud, sé cómo reconocer a un dictador cuando lo veo. Reconozco a Ortega como alguien que encaja en esa experiencia vivida.
Lo que define a Ortega como dictador es que se considera como una persona designada por Dios para guiar a Nicaragua. Su movimiento político, el orteguismo, es profundamente conservador y reaccionario, tiene una visión machista que se manifiesta en su desprecio hacia los derechos de las mujeres y en su visión caudillista del poder exigiendo fe ciega al dictador.
Ortega tiene alrededor del 70 al 80 por ciento del partido orteguista apoyándolo. Todas las voces y sectores moderados favorables a una salida a la crisis mediante el diálogo con la oposición son marginales para la política oficial del régimen; así controla el partido.
Ortega considera al Estado como un mero instrumento de su poder personal, autoritario y antidemocrático. Se presenta también como un religioso de sensibilidad cristiana y beligerante contra el conocimiento científico y el pensamiento crítico e independiente.
Desprecia la democracia y no duda en recurrir a la violencia física y a la represión más brutal para lograr sus fines y su permanencia en el poder. No ha desautorizado a los paramilitares ni a la policía que atacan a la población que exige que sean respetados sus derechos civiles, y en especial a las organizaciones que luchan en defensa de los derechos humanos.
Para Ortega el problema sociopolítico se resuelve con testosterona; mucha represión, poco cerebro y una corte de fieles que bailan “el comandante se queda”. Busca la derrota, el exterminio, la aniquilación de los movimientos sociales, para que no vuelvan a levantarse.
Ha militarizado las ciudades con los paramilitares y la policía. El resultado inmediato es la presencia de fuerzas de choques en las calles de las ciudades y en las zonas rurales, con los paramilitares armados y el ejército.
El discurso de Ortega trata de ocultar su enorme enriquecimiento personal y familiar que ha utilizado todos los aparatos del Estado a su alcance en su propio beneficio y de su círculo íntimo del poder. Organismos internacionales consideran que el régimen, por los altos niveles de corrupción, es considerado por los inversionistas extranjeros un Estado paria, lo cual no es bueno para los negocios del gran capital local.
Se ha convertido en el presidente más corrupto que ha tenido Nicaragua, usa los recursos del Estado para cooptar a los empresarios y a los políticos zancudos. Corrupción, soberbia, desigualdad, enriquecimiento inexplicable, tráfico de influencias y mezcla de finanzas con lavado de dinero caracterizan a la clase política tradicional, a sectores de las elites empresariales y a la dictadura actual.
El dictador Ortega piensa que la corrupción “engrasa” al sistema político tradicional, lo “lubrica”, lo vuelve fluido y sostiene a la dictadura. Es parte de las reglas no escritas del quehacer de la dictadura. Para el dictador la política no tiene relación con la moral. Esa circulación del dinero ilícito creó las condiciones para el enriquecimiento inexplicable de la nomenclatura que maneja esas redes.
La inmensa fortuna que poseen miembros de la nueva clase y miembros de la vieja oligarquía es producto de su voraz participación en la “corruptocracia” o “cleptocracia”. Una de las trenzas de las redes de la macrocorrupción es la complacencia o complicidad del dictador. La corrupción lo alcanza todo.
Ortega ha instrumentalizado al FSLN, convirtiéndolo en su propiedad privada. Ha dado prioridad a sus propios intereses sobre los intereses del partido de gobierno. Lo que es preocupante es que, a pesar de la corrupción generalizada, según las últimas encuestas, el 20 por ciento de la población apoya y respalda al dictador.
Ortega ha convertido la política en un asunto personal, incluso familiar. Actúa como un vulgar y mediocre cacique, y no como un jefe de Estado que presume ser guía del país. Quien no sabe a dónde va, no le ayudan ni los vientos favorables.
El dictador utiliza el cortejo y la amenaza en sus relaciones con los poderes fácticos. Lo mismo insulta y ningunea a los empresarios y a los políticos comparsas. El híper-individualismo y la imprevisibilidad de Ortega no solo ha perjudicado a los empresarios aliados sino también a la nueva oligarquía enriquecida al amparo del poder.
Lo que ha ocurrido en los últimos años (2018-2020) muestra que la crisis credibilidad del dictador se incrementó, en consecuencia, se produjo una enorme caída de legitimidad del sistema político autoritario, el cual ha alcanzado unos niveles que amenazan su propia continuidad y supervivencia. Existe un gran nivel de incertidumbre en todos los sectores sociales.
El dictador Ortega no pudo reinventarse, su cabeza se quedó anclada en los años sesenta y setenta del siglo pasado, no llegó a entender el mensaje de la rebelión de abril de 2018 y lo peor, no lo entenderá nunca. El modelo dictatorial ya no funciona ni siquiera para su propia base social, mucho menos para la nomenclatura y el gran capital porque la crisis multifacética continuaría.
El dictador no ha tomado conciencia que la recesión económica ha afectado a tal grado que la pobreza laboral (ingresos insuficientes de los trabajadores formales para costear las necesidades básicas como alimentación, salud, educación, etcétera) se incrementó en los últimos tres años.
En política los tiempos son muy cortos, y en Nicaragua la lucha por el poder no duerme. Por esa razón, el mundo de la política y de la economía se encuentra en modo de máxima alerta ya que el gran capital quiere negociar de “tú a tú” un nuevo pacto con el dictador, ya que se avizora siete años de “vacas flacas” y consideran que el sistema dictatorial orteguista padece de cáncer terminal y no es aceptable a sus intereses.