El escultor Ernesto Cardenal

Julio Valle Castillo
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«El acto poético de Cardenal ocurre en el ojo. Poesía plástica. Plástica poética. De aquí que nada raro haya sido que se revelara como escultor a mediados de 1948… Si en Nueva York y a través del magisterio de Coronel Urtecho, Cardenal terminó de encontrar su voz personal como poeta al relacionarse con la lírica norteamericana, en la misma urbe conocería esta otra dimensión de su potencial de creador, de poeta: el escultor.»

I

Hacia 1947, Genaro Amador Lira (1910-1983), acaso el artista nicaragüense más dotado y mejor formado como escultor, abandonaba la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes y también dejaba Nicaragua, para volver a México en busca de aquel ambiente que propiciara su obra. De este modo, Nicaragua no sólo perdía a uno de los fundadores de su modernidad, si no que perdía la posibilidad de que los jóvenes estudiantes de escultura se formaran académicamente –producto del magisterio de Amador Lira quedan Edith Gron (1919-1990) y Fernando Saravia (1922)–; y por tanto, se vedaba la oportunidad de desarrollar, cuando las condiciones estuvieran dadas, esta expresión plástica que ha sido la más precaria en el panorama de nuestras artes visuales.

La renuncia a Bellas Artes y el inmediato exilio de Amador Lira eran la respuesta a una solicitud que meses antes le había hecho el General Anastasio Somoza García: esculpir, tallar o modelar su estatua ecuestre, para instalarse en la plazoleta frente al parque deportivo en construcción de Managua, que en la megalomanía del poder llevaría como otros edificios, sitios e instituciones el nombre del General Anastasio Somoza García. Por medio de un comité de paniaguados, Somoza I encabezó su homenaje: La estatua fue encargada al escultor italiano Carlo Corvi (1887-1967), quien logró un fiel retrato del macizo personaje y un magnífico corcel neoclásico en bronce. El 27 de mayo de 1954, Día del Ejército –mes y medio después de la masacre de los conjurados de abril–; ante el cuerpo diplomático y entre funcionarios, socios, la oficialidad militar y oradores tronantes, el dictador inauguró su propio monumento: un emperador romano tropical cabalgando un brioso caballo, que ambos hacían una deidad de una sola pieza y en cuya base se localizaba lo que sería la cripta familiar, que era tenida como el Ara Patria.

Pero un joven poeta que había participado en la rebelión de abril de aquel año, escribió un epigrama que expresó el sentir de los nicaragüenses, celebrándose así entre el poeta y el pueblo, un pacto que veinticinco años después se cumpliría a cabalidad. Con la máscara del tirano, el poeta consignaba el móvil y resumía la historia, principio y fin que tendría la estatua. El poema dice así:

SOMOZA DEVELIZA LA ESTATUA DE SOMOZA EN EL ESTADIO SOMOZA

No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua
Porque yo sé mejor que vosotros que la ordené yo mismo.

Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad

porque yo sé que el pueblo la derribará un día.

Ni que haya querido erigirme a mí mismo en vida
el monumento que muerto no me erigiréis vosotros;

sino que erigí esta estatua porque sé que la odiáis.

Cabe advertir que, en esa época precisamente, el poeta se había revelado    asimismo como escultor, de tal manera que su poema no sólo era la denuncia y     condena a aquella nueva tortura pública entre las torturas que practicaba Somoza, si no que era también una especie de proclama estética: derrumbar una estatuaria extranjera, odiosa al pueblo y ajena a nuestro espacio, limpiar el paisaje nicaragüense de bronces  huecos. 

Y tal cual sucedió. 

La mañana del 20 de julio de 1979, los habitantes de Managua se congregaron en la plaza del Estadio Nacional y armados de grúas y cables de acero, y en medio de balas desperdigadas de los guardias que se desbandaban y gritos coreados con alegría, echaban la estatua por los suelos, quedando en pie únicamente el pedestal, con una pinta: FSLN, que reivindicaba la acción. 

Mientras tanto, por la carretera a León, rumbo a Managua, regresaba perdido entre la multitud triunfante, el poeta, el autor de la profecía cumplida: Ernesto Cardenal. Si bien es verdad que el pueblo en armas con Cardenal y su poesía habían derrocado a la dictadura, ahora regresaban a construir lo que se creía que sería la nueva Nicaragua. Y si también es verdad que Cardenal con ese mismo pueblo había derrumbado una estatuaria extranjera y odiosa, asimismo había producido una escultura de raíz popular, acorde a nuestro paisaje, integrada a nuestro espacio. 

El aporte de Cardenal a las artes visuales en Nicaragua ha sido sustantivo, tanto como escultor, con décadas de realizaciones, como mentor; porque fue él quien inició la pintura «primitivista», «ingenua» «naif”, de los campesinos de Solentiname, convirtiéndose al paso del tiempo en su máximo promotor. Este aporte suyo ofrece dos aspectos muy relacionados entre sí, casi por un mismo carácter: la modernidad con fuerza y rasgos primitivos, o lo primitivo con fuerza y rasgos de modernidad. Alianza que distinguió las concepciones estéticas del pasado siglo y sustentó las escuelas europeas de vanguardia y después de ellas y en las ciencias sociales, producciones literarias, musicales o visuales, y planteamientos progresistas y revolucionarios. 

Aunque Cardenal es valorado y conocido como poeta, es todo un escultor con un sitio casi solitario en el panorama del arte en Nicaragua. Si bien es cierto que no es nuestro único escultor, sí es el escultor nicaragüense con mayor originalidad, es decir, con mayor origen, raigambre y savia americana, porque ha recogido las vertientes de la tradición y ha concretado la modernidad. En Nicaragua no ha sido posible articular la tradición escultórica ni consolidar un movimiento escultórico nacional y moderno, como la pintura, el dibujo y recientemente hasta la fotografía, el cine documental y de ficción y el cartelismo, parte de los lenguajes que requirió el proceso revolucionario. La estatuaria prehispánica de Ometepe, Zapatera y Chontales, distintas entre sí, y la cerámica ritual y utilitaria de la zona central y del pacífico se hundieron bajo el peso de la conquista.

En la Colonia, la imaginaría española o criolla, religiosa y realista por barroca, generó la imaginaría mestiza, con valores de apropiación e interpretación muy prometedores, que se dispersaron y descendieron hasta la artesanía. En el pasado siglo XX, la producción fue escasa, aislada y mimética, tan figurativa como abstracta, tan académica como vanguardista. Tal carencia quizá se explique porque la escultura, dada su naturaleza   tridimensional y exaltativa y sus costos de ejecución e instalación, suele florecer sólo en sociedades con altos niveles de desarrollo y como propagador de su ideología al perpetuar en piedra, mármol, bronce o aluminio, sus símbolos, glorias, triunfos, identidad en centros infraestructurales y urbanísticos y hasta en sus colonias, como imposición y penetración.

En la Nicaragua ocupada y dependiente no cabían proyectos culturales, patrióticos, nacionalistas ni demandas institucionales para la escultura. Durante la Revolución Popular Sandinista (1979-1990) –que se propuso rescatar la nacionalidad– los monumentos públicos y la estatuaria consagrada a los héroes, mártires y acciones memorables de la liberación reiteraron los modelos trasnochados. Excepción hecha del paralelepípedo a los mártires de Batahola, Managua, 10 mts de altura, entrada del Centro de Convenciones Olof Palme, de Leoncio Sáenz. 

En este contexto ha sido escultor el poeta Cardenal, y no como pasatiempo, sino con fatalidad, con necesidad expresiva, y es aquí donde su aporte adquiere la debida importancia. Si no hubiera sido poeta, si no hubiera escrito uno solo de los versos de sus poemas, a los cuales debe su celebridad, bastaría su producción de escultor para avalar su nombre de artista. Aún más, nos atreveríamos a afirmar que sus artes plásticas están intrincadamente unidas a sus artes verbales; su ars poética es una ars plástica. Aunque la poesía es temporal y la plástica espacial, esta correspondencia opera en el orden de las concepciones. 

Se ha dicho con ligereza que el exteriorismo, tendencia de la cual Cardenal ha sido cultivador y teórico principal, desdeña las metáforas, las figuras, las imágenes verbales y conceptuales, para entregar un texto plano, un simple trozo de vivencia y realidad; pero no, el exteriorismo como su mismo nombre lo indica, en esa directriz que viene del clasicismo, del parnaso, del objetivismo, del «imaginismo», propugna en un afán de absoluto verbal, por lo exterior como forma, hacer del poema un objeto, poesía-imagen, imagen-poema. No en vano sus recursos estilísticos: la ortografía decorativa, siglas y signos, números y petroglifos –como los ideogramas chinos que amaba su maestro Pound–, y la gama cromática entre los elementos descriptivos de sus poemas. 

El acto poético de Cardenal ocurre en el ojo. Poesía plástica. Plástica poética. De aquí que nada raro haya sido que se revelara como escultor a mediados de 1948 en Nueva York, pasando de sus dibujos automáticos, hechos con mano libre o ansiada en horas de aburrimiento universitario, a modelar figuritas en cera o barro, y a vaciar en yeso estos modelados. Si en Nueva York y a través del magisterio de Coronel Urtecho, Cardenal terminó de encontrar su voz personal como poeta al relacionarse con la lírica norteamericana, en la misma urbe conocería esta otra dimensión de su potencial de creador, de poeta: el escultor, y esto se operó al contacto con una escultura: «Pájaro en espacio» (1919), que se exponía en el Museo de Arte Moderno. 

La personalidad del autor de aquella pieza, el rumano Constantin Brancusi (1876-1957), monje laico, orientalista y místico, y su obra –inicio de la escultura moderna–, que propugnaba por lo fundamental, por lo esencial y puro, producto del rigor en su oficio, de la elección de motivos y del esmero en la ejecución, debe de haber despertado en Cardenal –que desembocaría en el misticismo y en el sacerdocio– afinidades, resonancias no detectadas tan en la superficie y que concretándose a largo plazo, irían más allá de un influjo, o una enseñanza meramente formal. A veces se antoja pensar que Brancusi fue mucho más decisivo para Cardenal escultor, que Pound para Cardenal poeta: quizá la vía de apropiación de personalidad integral, y no sólo artística. 

A su regreso a Nicaragua en 1950, Cardenal anunció: «La Escuela Nacional de Pintura y el Nacimiento de la Pintura Nicaragüense» (Semana, Núm. 21, Managua 15-22 de octubre de 1950), sin pretender ni imaginarse tal vez que la asunción responsable de su vocación de escultor y su creación en los años inmediatos, complementarían ese surgimiento del arte nacional que él anunciaba y atestiguaba. Sus amigos pintores y escultores de la Escuela Nacional de Bellas Artes, su director Rodrigo Peñalba (1908-1979), Fernando Saravia y Armando Morales (1927), lo acogieron entusiasmados como uno de ellos, apreciaron sus obras, que, por lo regular, eran pequeñas, al conservarlas en sus colecciones personales. El propio Peñalba fue quien mostró sus barros y yesos a un crítico de arte que visitó Nicaragua para conocer in situ nuestro emergente movimiento artístico. Si Peñalba se encargó de la promoción, Saravia, escultor de vocación, formación y oficio, cuidó de enseñarle las técnicas, el manejo del instrumental,    medios y modos de lograr efectos en los materiales, las mezclas de esos materiales, etc., porque el escultor debe, según parece y enseñan los críticos y teóricos de arte, repetir y experimentar paso a paso y por su propia cuenta, el recorrido efectuado por las generaciones artísticas, más quizá, que cualquier otro artista plástico. 

De modo que ya en 1956 y 1957, Cardenal participaba como el escultor, en las dos exposiciones que organizó la galería de la Unión Panamericana de Washington, en su plan de convertirse en plataforma de lanzamiento y control de quienes vendrían a ser los artistas representativos de América Latina en la década del sesenta. En el catálogo de la segunda exposición de Artists of Nicaragua (14 de febrero al 21 de marzo de 1957), José Gómez Sicre describía y calificaba con una sola línea sus esculturas: «Las ingeniosas simplificaciones del poeta-escultor Ernesto Cardenal».

Poco después, el 8 de mayo de 1957, entró en religión, en el Monasterio de Nuestra Señora de Gethsemani, Kentucky, pero si Cardenal se separaba del mundo, tal la regla monástica, no se separó, según él mismo lo ha referido, del barro, porque entre sus trabajos de monje, sembraba pinos, lo cual exigía cavar y sacar la arcilla, permitiéndole obtener el material que amasaba y moldeaba en la hora de actividades manuales. Todavía más, en esta temporada monástica, se dedicó más a la escultura que a la poesía. Así lo hace constar su maestro de noviciado, el escritor y monje Thomas Merton. «Cardenal solicitó su ingreso a Gethsemani y lo recibimos en el noviciado en 1957 –dice Merton–. Acababa de exponer unas esculturas muy interesantes en la Unión Panamericana de Washington y durante su noviciado continuó trabajando en barro. Él fue una de las raras vocaciones que hemos tenido aquí que han combinado en una forma clara y segura los dones del contemplativo y del artista. Su trabajo poético sin embargo, por un plan deliberado, estuvo bastante restringido en el noviciado». 

Al abandonar la Trapa en 1959, no sin dejar varios de sus «Cristos» en el bosque, en la celda de Merton y en la Capilla de los Novicios, Cardenal pasó al monasterio benedictino de Santa María de la Resurrección en Cuernavaca, México, en cuyo taller de artesanías continuó su exploración y experimentación escultórica. Aquí fundió en bronce el báculo de Monseñor Sergio Méndez Arceo: un diseño, según su autor, con claras reminiscencias de Brancusi, que a su vez preludiaba las «Garzas». En uno de sus viajes de vacaciones a Nicaragua, volvió a la Escuela de Bellas Artes de Managua a trabajar en uno de los talleres de experimentación que le hacían sus antiguos amigos y de aquí data otro de sus «Cristos», pero hecho con aluminio derretido sobre diseño en tierra, que evoca a Alberto Giacometti, superpuesto después en un rectángulo negro.

En 1961 se trasladó a Colombia, a concluir sus estudios sacerdotales y siguió modelando. En 1965, fue ordenado sacerdote en Nicaragua, y en 1966 procurando realizarse como contemplativo fundó la comunidad de Nuestra Señora de Solentiname en el archipiélago del mismo nombre en el Gran Lago de Nicaragua. En medio de distintas labores, Cardenal no relegó al escultor, por el contrario, empezó a laborar con otro material: la madera y en grandes dimensiones, al tiempo que incentivaba la artesanía y la pintura primitivista entre los campesinos y miembros de la Comunidad, convirtiendo a Solentiname en un gran taller de arte popular. En 1969 y 1970 participó en dos exposiciones en la Escuela Nacional de Bellas Artes, en Managua. En 1973 expuso dos piezas: «Maternidad» y «Forma animal» en la Oficina de la OEA, Managua, 17 y 18 de diciembre. En 1974 hizo su primera muestra en Tagüe, Managua, galería de Mercedes Gordillo, que se encargaría de promover la pintura primitivista, la artesanía de la Comunidad y sus esculturas. En 1975 exhibió en la Expo. La Prensa de Managua. Ese mismo año, el 9 de septiembre participó en otra muestra colectiva en Tagüe, con dos obras: «Pato aguja» y «Monje»; pero el 4 de diciembre realizó, en Tagüe también, la primera de sus dos mayores exposiciones personales. Mayores tanto por la cantidad de obras presentadas como por los elementos y recursos que aparecieron en su producción denotando evolución y renovación en ella, y posesión de su mundo propio.  La primera exposición constaba de 29 obras, entre las que predominan sobre los motivos religiosos, los animales, entre ellos un «Dinosaurio» y un «Mural de esmaltes», especie de friso, bajorrelieve de una pecera muy verista y coloreada que, aunque se aparta de los rasgos generales de su obra, no pierde calidad ni interés. 

La segunda de estas exposiciones también se abrió en Tagüe, dos años después de la primera, 11 de octubre de 1977. Presentó 22 obras, donde asimismo conviven temas religiosos y animales. Si reparamos en la fecha de inauguración de esta muestra: 11 de octubre de 1977, nos daremos cuenta que se verificó dos días antes que los miembros de la Comunidad asaltaran el Cuartel de San Carlos, Río San Juan, integrándose a la lucha armada del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Desde octubre de 1977, Cardenal y estos miembros de su Comunidad salieron al exilio y se enfrascaron en la guerra, hasta el 19 de julio de 1979, día del triunfo popular, en que el poeta pasó a ser Ministro de Cultura del Gobierno de Reconstrucción Nacional. Desde su cargo, impulsó las artesanía, la poesía y la pintura primitiva, entre otras manifestaciones, sin desatender su obra escultórica. 

En las dos siguientes décadas, los ochenta y noventa, expuso en Europa (Alemania, Austria, Suiza y España), Estados Unidos, Colombia y Nicaragua. Algunos edificios y lugares públicos han demandado sus piezas, como «La Sombra de Sandino» en la Loma de Tiscapa, Managua, «Ave en vuelo» para el Aula Magna de la Universidad Centroamericana de Managua y el «Zanate clarinero» para Centre Tricontinental, Lovaina, Bélgica. Desde el pequeño formato, Cardenal ha tentado el gran formato, incluso, el monumental en unos cuantos casos. Nuevos temas, como los cactus, emblemáticos del paisaje mesoamericano, materiales como el bronce, el aluminio, el cobre y el hierro y otros elementos, incluso, opuestos a sus rasgos convencionales, se reconocen en su más reciente producción. 

II

Desde que la escultura apareció en las distintas civilizaciones, sus dos temas en el contexto religioso y en el civil han sido los hombres y los animales. Los mortales convertidos en dioses, héroes, próceres o notables o las divinidades adoptando formas humanas e ideales, alegóricas, o los animales convertidos en dioses o los dioses representados como animales. Cardenal ha repetido esta oscilación; hay un reptil suyo que es algo más que reptil para ser un signo ondulante o una estilización de la divinidad indígena, «Quezalcóalt». 

Las figuras humanas con los brazos abiertos ya superpuestos en una cruz ascienden a representar a Cristo. De modo que aquí cabe preguntarse, porque es lo que importa en materia de arte, ¿qué es aquello que distingue una pieza de un escultor con la de otro escultor?, ¿qué es lo que hace que un desnudo humano o divino, que un monje o una madona, que un ave, un felino, un cactus o cualquier planta sean del escultor Ernesto Cardenal y no de otro escultor ni de otra cultura que no sea la americana? 

Intentemos respondernos. 

Cardenal es un escultor figurativo, mejor dicho representativo –en la doble acepción– de una realidad, de un mundo con cuyos elementos mantiene una ligazón íntima, afectiva, sensorial, táctil, y ese mundo es el nuevo mundo, América. Escultura representativa de la religiosidad, de la fauna y de la flora de América; escultura americana, más precisamente, mesoamericana. Y por americana y americano su autor, una obra mestiza, en diálogo con Europa, producida al frote tanto de la imaginaría religiosa colonial y del barroco popular, como de Brancusi, Giacometti y Henry Moore. Quizá por eso su escultura siempre está asistida y lanzada por una experiencia muy compleja; y de aquí, por la conciencia y hasta por la clarividencia del medio y de sus modelos, y sobre sus modelos. Su obra documenta, refiere su vida, su vivencia, y bien puede dividirse en tres grandes grupos: figuras humanas y «a lo divino», por religiosas o mitológicas; figuras de animales concretos, no zoomorfas y, recientemente, figuras de la flora, plantas. 

El primer grupo recoge quizá su aprendizaje en los años cincuenta, los modelos académicos, torsos, bustos o cabezas y cuerpos enteros desnudos, incluso, tópicos clásicos, que son mitológico-religiosos también, como «Las tres Gracias» que trabajará en los setenta muy a lo Moore, lo cual le facilitó su expresión religiosa de monje, sacerdote y hasta de patriota para representar al santoral católico y civil; de aquí las «Virgen», cinco variantes; dos «Santa Teresita», una de cuerpo entero y otra de medio cuerpo; los «Cristo», todos, en sus siete variantes, crucificados; los «Monjes», tres versiones: legos, novicios y profesos; «San Benito», «San Martín de Porres»; un conjunto: «El Nacimiento», y una pieza monumental: «La sombra de Sandino», adviértase bien, no un retrato escultórico, si no la sombra –nunca la lámina metálica ha alcanzado tanta levedad–, el fantasma de las malas conciencias rondando y alzándose sobre el lugar del crimen, el mito; porque allí estuvo el palacio del dictador que asesinó a Sandino El segundo grupo recrea la fauna nicaragüense en general: aves, peces, reptiles, anfibios, mamíferos, observando en alguna la connotación religiosa. Antes de residir en las islas de Solentiname ya los había trabajado; claro está que los animales de sus dos exposiciones: 1975 y 1977, principalmente sus «Garzas», ya típicas, superan en medidas y libre interpretación, las piezas bidimensionales, y tridimensionales de la década del cincuenta. La presencia de animales desde antes de la convivencia con ellos en las islas ya referidas, constituye toda una constante y acusa el origen popular, indígena, americano, que en él es primitivo. En Cardenal lo popular, indígena, americano y primitivo son sinónimos. Los pájaros de sus esculturas son los mismos que sobrevuelan su vida y cantan en su canto. Estas aves son la que cruzan, las que atraviesan en sus Epigramas, en su «Hora Cero» o en su extenso poema «Canto Nacional» de 1971:

Esta es la tierra de mi canto.

Y canto como el guardabarranco, ronco, en los barrancos

               –su canto de lejos parece un mugido,

y anida en los huecos de los barrancos.

Y como el güis alegre de los parques y huertos

                                                    (de Nicaragua

el cierto-güis que canta CIERTO-GÜIS CIERTO–GÜIS (CIERTO-GÜIS 

                         y el guás que canta en Chontales y Chinandega

en los campos secos, anunciando la lluvia

también así es mi canto.

Y canto como el pájaro – león o cocoroca, un pájaro solitario

              que canta angustioso anunciando el puma.

Y como el pájaro – relojero que da las horas del día

y el ave sol de Atlántico diciendo que ya es de día así yo canto.

Y canto como el pájaro bufador de los suampos, que da bufidos

en los suampos, en los pantanos

y claro, también como el zanate clarinero

                            zanatillo zanatillo

                               el pájaro de los oprimidos

y como el pájaro – rechinador, que gruñe en los bosques húmedos

y el che – che de las montañas del norte, las de

                                                                       (las guerrillas

                          que canta CHE – CHE CHE – CHE CHE – CHE

Y como el pájaro feliz: también la voz del poeta

es la del feliz, que canta DICHOSO FUI

                                                                    FUI

Y soy como el pocoyo crepuscular, el

                         pájaro triste que canta JODIDO

y como el tecolote también (búho de anteojos en los ojos)

como el tecolote que canta entre ruinas.

              Y como los pijiles que cantan PIJIL PIJIL PIJIL

                         (cuando va a llover)

entre las flores de sorocontil , en el San Juan

allá por la finca de Coronel      PIJIL PIJIL

                        (anunciando la lluvia)

y como el pájaro – de – las – 6

                        que canta triste en el monte

canta sólo a las 6 de la tarde

                           y se confunde en el monte

             también así es mi canto.

Y el  tercer grupo que data de finales de los ochenta y de la década de los noventa, recrea la flora mexicana, más bien, mesoamericana: cactus, pencas, agaves, nopales, arriesgándose por la multiformidad, por las líneas mixtas, contorsionadas, lo que resulta contradictorio y, a su vez, novedoso en una obra de trazos simples, nada complicados en apariencia. Estos sus tópicos son obsesionantes, o constantes, denotadores sólo de un universo artístico particular, constituyentes de su código. El mismo retorne, variantes o versiones de sus monjes y Cristos, que se vieron en las exposiciones del 75 y 77, ratifica e ilustra esta afirmación. Obra vivencial, pues, escultura en comunión y expresión de su comunidad, ligada a su entorno natural, brotada de su mundo interior, espiritual.

Aunque deliberadamente marginado del abstraccionismo, Cardenal no reproduce sus modelos de manera verista: no es servil con ellos, si no que, como y por representativo, los reduce a lo esencial. Sus modelos sufren un proceso de  desnudamiento, que es tanto como de purificación; aparecen ya desnudas de toda complejidad, y, máxime, de todo lo superfluo, para quedar simples, escuetas; pero con las huellas necesarias que permiten la inmediata identificación. Sin embargo, no pierden su similitud ni los datos referenciales concretos con sus modelos y que permiten la diferenciación entre un pez-espada un tiburón, y un oso melero y un culumuco, un perro y un cadejo. Su «Maternidad» es eso, maternidad, una mujer cargando un niño: las madonas renacentistas han sido desvestidas o reducidas a una masa ovoide, a un huevo genésico. A través de rayas incisas o pintadas y de un modelado en el volumen, Cardenal deja las señas de identidad: zarpas, dedos de pies y manos y algunos rasgos fisonómicos; aprovecha las vetas y jaspes de la madera pulida para producir efectos de piel, de pelo o de pluma; obtiene los ojos con bajorrelieves circulares, que evoca la técnica indígena del pastillaje en la cerámica, o taladra y saca un vacío circular u ovalado en la cabeza de la garza, cuando la masa alargada va a tornarse pico agudo y allí tenemos el ojo; y emplea la pintura para las manchas que terminan de hacer reconocible al tigre.

La expresividad de su escultura estriba en su autonomía y a su vez en su    similitud con el modelo. Entre la similitud y la autonomía está la independencia y ésta Cardenal la logra a través de la reducción del modelo a lo esencial, como apuntamos. Tal reducción se opera por medio de la contemplación, de la conciencia, de un estudio largo y profundo de los modelos, de la meditación, hasta alcanzar ante el modelo mismo ese instante de «Visión», de «Representación», de clarividencia, de su esencia. «Visión», «Revelación» de esencia que, a merced del oficio y de la voluntad del artista, adquiere forma y queda plasmada, sujeta en la materia. De aquí, y no por sus Cristos, Vírgenes y Monjes, que Cardenal recupere ciertas funciones objetivas originales que tuvo la escultura, la simbólica: atrapar la visión, la revelación de la esencia de sus modelos y convertir ya las obras en símbolos. Muchas veces nos hemos preguntado ¿cuántos  «Cristo» simbolizarán esos pescados de Cardenal? Recordemos que para los cristianos primitivos el pez era símbolo de Cristo, de su fe. Quizás en sus pescados haya más presencia de «Cristo» que en sus «Cristo» propiamente dichos.

Igualmente podríamos encontrar esta función simbólica en su escultura: el  «Beso», dos garzas de espaldas que arquean sus cuellos y alzan sus picos sin llegar a juntarlos hacia el vértice superior, transmitiendo la ascensión y la trascendencia de la unión mística: Amor sublimado en el Amor, en un Amor más alto que alcanza lo   numinoso.

¿Cuánto autorretrato del Cardenal místico y cuánta ars escultórica de Cardenal habrá igualmente en esa escultura suya titulada «Monje» (novicio), aunque carezca de fisonomía?

¿No será acaso su símbolo y el símbolo de su escultura?

Ese instante de revelación, Cardenal lo trasmite al espectador de sus obras, enfrentándolo con las formas y volúmenes: cilindros, esferas, conos o masas ovoides en profundo reposo, que se incorporan de súbito desde uno de su extremos y la masa se adelgaza y se aguadiza y con la energía y la luminosidad de un relámpago, se queda convertida en el cuello de una garza. El cilindro se torna introspectivo, se llena de contenido cuando el extremo superior advertimos una cabeza encapuchado de monje en el canto de maitines. El cono pierde su condición y adquiere insospechados significantes: la interpretación –escultura a partir de la escultura– de una virgen de la imaginaría española: con aureola de plata y manto bordado de oro sobre blanco, y aun el espacio que ocupa el cono: una peaña y un rectángulo, respaldar de madera, terminan de configurar el más sobrio –valga la paradoja– de los retablos barrocos que se nos ha dado conocer. Esta escultura, pues, esa autonomía es hija de la contemplación; no en vano Thomas Merton decía que Cardenal «fue una de las raras vocaciones (…) que han combinado en una forma clara y segura los dones del contemplativo y del artista».

Si bien es cierto que la captación de lo esencial se logra a través de la    contemplación, propia de los místicos, formalmente se traduce en la simplificación, no en la estilización, propia del arte primitivo y de algunos artistas modernos, cuyos ideales estéticos se basan en las artes primitivas. Y Cardenal es uno de esos artistas. Ya se ha hablado de sus «ingeniosas simplificaciones». La simplificación en él es modernidad, y a su vez, la simplificación es primitivismo. Primitivo por moderno. Moderno por primitivo. Infantil por primitivo; moderno por infantil; poeta y religioso por primitivo («Así como se puede decir que todo primitivo es poeta, también se puede decir que todo primitivo es religioso», dice el propio Cardenal). Popular por primitivo y revolucionario por popular.

En Cardenal confluyen las corrientes, ya artísticas, ya antropológicas que     respecto a las culturas primitivas y al arte moderno. La corriente de Picasso, Matisse y Breton que incorpora a la excéntrica órbita del arte occidental moderno el arte negro de los africanos; del ritual y los símbolos aztecas al surrealismo; una corriente, pues, circunscrita sólo al arte, en procura de los rasgos y de la fuerza primitiva de la modernidad, y de la modernidad con fuerza y rasgos primitivos. Y la otra corriente, aquella que rescatando las culturas primitivas, nada inferiores y sí superiores en    muchos aspectos, las compara y confronta con la cultura occidental, colonialista y    neocolonialista a veces, casi siempre opresoras de estas culturas marginales. La segunda corriente no pretende recuperar estas culturas para occidente, sino para las propias culturas marginales, para su patrimonio, para su arte y su liberación. Por eso lo «primitivo» –vocablo con connotaciones colonialistas– equivale a popular, tal y como prefiere usarlo Cardenal, en correspondencia con su ideología. Arte «primitivo», «naif’, «ingenuo» es arte «popular», que vuelve por la cultura que expresa y de la cual es producto.

Las esculturas de Cardenal pueden asociarse libremente con la           cerámica y esculturas de las distintas tribus del mundo. Cardenal está más cerca de  la cerámica mestiza, que de la estatuaria prehispánica. Igualmente muchas de sus figuras de la Trapa nos remiten de inmediato a esos dichosos juegos de niños después de la lluvia: muñecos y tortillitas hechas en las aceras con el lodo de los charcos. Una escultura con no sé qué y mucho sí sé qué de infantil y en esto reside parte de su gracia y de su modernidad. Al margen de los temas ya señalados, la recreación de un ejemplar de la imaginaría peninsular y la incorporación del color a sus esculturas, enriquece su índole de escultor popular. En las muestras de 75 y 77 se vio cómo Cardenal pasó de la monocromía (casi todas sus piezas iniciales son blancas) a la policromía, llevó el color, el esmalte a la escultura como muchos de los escultores modernos y como el artesano que, con anilina amarilla, roja  azul y verde, decora sus artesanías: caballitos de palo, canastas y carretillas. Además a través del color brillante o mate también se dio apariencia de otro material a sus esculturas de madera, como si se tratara de hierro, metal niquelado o porcelana.

Es muy decidor que la escultura de Cardenal hasta finales de los setenta, no haya sido ni estatuaria ni monumental –recuérdese que Cardenal derribó un    monumento y una estatua–, de aquí que todo este tiempo no haya salido a la calle, a los parques o a las plazas públicas; a lo sumo llegó para quedarse en el bosque de un convento, a la capilla de los novicios y al altar de la ermita de Solentiname: lugares comunitarios, pero exclaustrados.

Pero en 1990, con el fin de la Revolución Popular Sandinista, se plantó en la loma de Tiscapa, Managua, para perpetuar en 18 mts, «La sombra de Sandino» sobre la patria. Como la cerámica utilitaria y junto al hombre, ha ocupado muy humildemente el espacio   –porque es un arte fundamentalmente de espacio– destinado a los utensilios de barro: tinajas, porongas, maceteras o pitos, ocarinas. Recogió elementos del paisaje campesino y lacustre, como son los animales y las plantas y los trajo, los integró al paisaje doméstico, casero. Acordó sus piezas –acordó en el sentido cordial, de corazón– con un espacio intimo, remanso, recodo familiar o patio para los cactus y las pencas. Cardenal es el primer intento y el primer logro moderno de convocar las vertientes de nuestra fragmentada tradición escultórica. Y esa ha sido una labor consciente. El mismo Cardenal ha hecho un esquema definitorio tanto de su poesía como de su escultura,donde están muy claramente consignadas sus fuentes. El esquema es el siguiente:

Mí escultura y poesía, ambas con estos 3 elementos

Lo moderno

Lo indígena.

Lo popular.

También: ambas son simples y sencillas.

También : ambas realistas y comprensibles.

Consideración personal mía: mi poesía y mi escultura son fáciles.

El arte de Cardenal tiene la modestia y el encanto de la artesanía; es una   escultura hecha entre artesanos y en un taller de artesanía. La aplicación de su colorido y el uso de materiales brillantes, refulgentes, como láminas de aluminio, acusan una sensibilidad popular, más precisamente, indígena. La misma que lo condujo a la recreación de los cactus, paradigmáticos de la naturaleza mexicana. Sus formas vienen de los centros de la alfarería nacional: San Juan de Oriente, conocido como San Juan de los Platos, porque allí se moldean los platos, la vajilla del pueblo, y La Paz Centro, en occidente, donde se hacen las alcancías zoomorfas, las ollas y las macetas para las plantas y las flores.

Como escultor, Cardenal es un cruce entre el alfarero aborigen y el imaginero mestizo, un «Santero», como los llama la gente. Su obra tiene la poesía de la alfarería, de esas formas redondas acariciabas de las alcancías –un «Chancho-de-monte» y un «Tapir» suyos me parecen verdaderas alcancías–, sus animalitos cándidos de la primera época tienen algo de la dulcería de almidón de los pueblos de Santa Teresa, La Concha y Masatepe; otras figuras suyas parecen aquellas enharinadas botellitas de azúcar y anilinas verdes, rojas, amarillas o azules de la infancia plenas de sirope. Muchas veces admirando sus “Cristos” blancos hemos evocado los “Cristos” de la melcocha envueltos en papel celofán de colores y expuestos en bateas a la entrada de los mercados o de las puertas mayores y atrios de las iglesias en las fiestas patronales.

No es gratuito que los pájaros que actualmente hacen los artesanos de Solentiname y las garzas que esculpen en piedra los artesanos de San Juan de Limay, Estelí, se parezcan a sus pájaros, a sus garzas, a sus aves. Lo que aquí ha sucedido es algo extraordinario: Los artistas “cultos” siempre han recurrido a las fuentes populares para aprovechar sus temas y recursos, para nutrir su obra; ahora son los artistas populares, los mal llamados artesanos quienes se procuran las fuentes, se aprovechan y nutren de un artista culto, que a través del tiempo modela su mismo barro, talla su madera, esculpe su piedra, decide su historia, aplica sus colores y pule hasta el fulgor de espejos y baratijas sus artesanías. Un arte que proviene del pueblo, pasa por las manos de Cardenal y torna a su pueblo.

Julio Valle Castillo

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