El Gesticulador
Madeline Mendieta
“Poner al teatro al servicio de una propaganda determinada, es cosa probablemente tan vieja como el teatro mismo” — Rodolfo Usigli.
El innombrable desaparece, una vez más desaparece. Los murmullos van in crescendo hasta convertirse en una ola de rumores que se cuelan por las rendijas de las casas, las pantallas de los celulares y ordenadores. ¿Dónde está el fantasma de la muerte?
El pasado 27 de marzo, a puerta cerrada, los teatristas, dramaturgos, actores y personal de producción, recordaron que era el día mundial del teatro. El teatro está a oscuras, sin luces, sin show, sin público, porque están confinados a sus hogares por la pandemia que nos ataca a nivel mundial.
A dos años del estallido de abril 2018, Nicaragua vive en la oscuridad de la violencia estatal. Nuestra sociedad ha sufrido una serie de vejámenes y arbitrariedades. Por tal razón nuestro confinamiento lleva 24 meses de resistencia, económica, social, sicológica. Hemos permanecido huyendo de golpes, asedio, cárcel y muerte.
Como en un enorme montaje teatral, en el cual hemos sido actores y espectadores, el régimen ha manejado los hilos del drama del horror y la crueldad, el fantasma de la muerte no ha dejado su papel principal.
En estos días de epidemia y con el despunte en el país del Covid-19, el régimen ejecuta una vez más su performance; solo escuchamos la vocecita quejumbrosa de la emisaria a través de los medios oficiales; tanto ella, como el comandante, no aparecen. Este desvanecimiento, tiene un leitmotiv en el culebrón de su drama.
Rodolfo Usigli, dramaturgo mexicano, escribió en 1938 la obra El Gesticulador, la cual fue censurada, después de su estreno, por el gobierno de Miguel Alemán en 1947. La sinopsis de la obra es que un historiador norteamericano aparece en búsqueda de los héroes de la revolución, llega a la casa de César Rubio, un profesor fracasado y mediocre; el historiador lo confunde con uno de los héroes de la revolución que lo daban por perdido, y Rubio adopta ese personaje y se convierte en un gran político.
El mito de la revolución mexicana fue trastocado por la obra de Usigli; la obra cuestiona ese poder usurpado, ese mito del héroe revolucionario que al final lo interpreta un maestro de escuela rural. El personaje transgrede ese mito porque deja al descubierto que ese heroísmo no es más que una leyenda, una narración oral contada desde el poder, para mantener vivo el misticismo del ícono.
El Gesticulador es un remedo del héroe, una burla a esa memoria de una revolución que existe en un imaginario colectivo. Dogmas de fe que mantuvieron la hegemonía del discurso del México dominado por el PRI durante muchas décadas.
Salvando las enormes distancias con tan emblemática obra, en Nicaragua tenemos un gesticulador. Un personaje que se asume como un férreo combatiente revolucionario y ha mantenido por 40 años la interpretación de ese personaje. Sabemos que la careta se fue partiendo y desfigurando, mostrando a un hombre estrujado en una sudadera, con paso desgarbado. Nada queda de ese gesticulador que vociferaba en plazas llenas frente a un público frenético con puño en alto, quienes participaban complementando esa atmósfera triunfalista.
Esta vez el escenario es otro, los artificios ya no son convincentes, los parlamentos gastados y sin fuerza no tienen ninguna novedad. Sin embargo, todavía mantiene el asombro en sus detractores, aquellos que alguna vez compraron la entrada y aplaudieron esa actuación. El suspenso es también un ardid recurrente. Su fantasmal ausencia hace que se elucubren teorías que solo refuerzan el mito del comandante que pasó 7 largos años en prisión y ha mantenido ese estilo de vida, salvo cuando reaparece a ejecutar su acto.
Es una pena que todavía haya incautos que sean partícipes de ese deplorable espectáculo; a gritos piden con afiches, memes y declaraciones que aparezca el gesticulador, una vez más queremos que nos ofrezca su único número. Ya se sabe que nos engaña, pero queremos verlo, decrépito y ridículo, ejecutando su magna opera del absurdo.
Los teloneros del comandante ejecutan la fanfarria y anuncian la llegada del rey que, todos saben, está desnudo, pero nadie se atreve a decirle que el sastre lo ha engañado y lo que muestra son sus carnes flácidas, su desganada voz, sus prominentes huesos que cargan un inservible chaleco que lo sostiene para que un ventarrón no lo tumbe.
El Gesticulador mueve los hilos a través de su titiritera, quien como el triste poeta del rey burgués, le da vuelta a la manivela del organillo, para que el mito siga sonando en ese imaginario colectivo que lo enarbola inmortal; o lo quieren tras las rejas, o en la luneta apolillada del circo de las rarezas, donde lo llegarán a ver como un ser que nació deforme, que tuvo momentos de gloria y hoy se conforma con un aplauso porque le recuerda quien fue, el mayor embuste revolucionario, que logró hacernos llorar, reír, revolvernos de ira, rabia, asco, euforia, ansiedad, pero jamás indiferencia.
El comandante y su tramoyista siempre logran su cometido, hacernos creer lo que revela César Rubio, el personaje de Usigli: “Es que ya no hay mentira…ya me he vuelto verdadero”.