El intelecto no está de moda: George Santayana
por Rosa Álamo
Una ola creciente de publicaciones y artículos de prensa está haciendo despertar en los últimos meses la actualidad y la originalidad de un autor español-norteamericano George Santayana en España, su país de origen, a quien, sin embargo, el público lector de Estados Unidos considera un estilista de la lengua inglesa y del pensamiento mundial. Tal es el caso de El intelecto no está de moda, colección de pequeños ensayos y poemas de George Santayana, fruto de la admiración; un sentimiento prácticamente extinguido en la vida cultural y política española, tal como acabamos de anotar.
Originalmente la admiración que la figura de Santayana inspira en el ensayista y crítico Logan Pearsall Smith. En el breve prólogo original a los ensayos Pearsall Smith se expresa como un discípulo subyugado ante el genio del maestro, pero también revela una precisa intuición sobre el carácter fundamental de estos textos marginales: «las valoraciones y críticas que [Santayana] había transcrito no eran meras intuiciones personales y temperamentales, sino que estaban ligadas entre sí y dependían de una filosofía precisa». Fruto también de la admiración es la publicación que nos ocupa, exquisitamente editada y traducida por Santiago Sanz y Misael Ruiz. La fecha de impresión de esta primera edición, 24 de abril de 2022, coincide con el aniversario de la muerte del poeta castellano Jorge Manrique (24 de abril de 1479). Los lectores estamos en buena compañía.
En el prólogo a los ensayos Santiago Sanz ofrece una enjundiosa y personal visión en paralelo de Santayana y Pearsall Smith. Conviene seguir las similitudes y diferencias de ambas personalidades, con un bagaje intelectual digno de imitación, y reflexionar sobre la conveniencia de dar a conocer sus ideas al lector actual. Los siete primeros ensayos tratan el tema del arte de una manera intuitiva, casi conversacional. El filósofo Santayana lleva la batuta, pero contempla sus propios juicios con desapasionamiento, con un despojamiento irónico que no menoscaba la sabiduría de sus palabras. Nunca es prescriptivo, pero sabe dejar claro lo que conviene a la felicidad de los seres humanos. La defensa de la racionalidad es la base de estos ensayos y en ella insiste; el arte puede surgir de la locura súbita o de la feliz inspiración pero el resultado, la obra de arte, debe ser juzgada con criterios racionales. Ya en el primer ensayo afirma Santayana: «la sabiduría consiste en saber qué bienes debemos sacrificar y qué elementos puros verter en la suprema mezcla». Y más adelante: «El hombre que pretende emancipar el arte de la disciplina y de la razón trata de eludir la racionalidad, no sólo en el arte, sino en toda la existencia». El arte y la vida caminan juntos en el pensamiento de Santayana y eso permite introducir la moral para explicar la naturaleza del arte. Santayana compara dos tipos humanos: las personas prácticas y los artistas. De la comparación infiere, con cierta ironía, que «hay un elemento poético inherente al pensamiento, la conducta y los afectos; y debemos preguntarnos hasta qué punto ese ingrediente no es un obstáculo para el desarrollo adecuado de todos ellos». Como si las personas prácticas portaran un polizón, un geniecillo sensual e imaginativo que los distrae, a su pesar, de negocios y afanes.
La exposición teórica de Santayana va siempre acompañada de una afinidad sentimental con los temas tratados. Son especialmente relevantes, a este respecto, los ensayos: «El infrecuente sentimiento estético», «El arte y la felicidad» y «Vislumbres de perfección». Escribe sobre la fragilidad de los momentos en que la belleza se nos revela y sobre la necesidad de atesorarlos porque, a pesar de su fugacidad, constituyen las bases de la formación del gusto. El arte estriba en hacer felices a las personas y nuestro trabajo debería consistir en perseguir la felicidad, de la que son enemigos los impulsos insensatos –de nuevo una llamada a la racionalidad– y las leyes perversas.
Un concepto interesante desarrollado en estos ensayos es el de piedad. Lo encontramos en «El arte y la felicidad» como expresión de «un sentimiento natural que concede a los episodios de la vida el valor que les es propio, el duelo ante la muerte, celebrar la vida, santificar las tradiciones cívicas, disfrutar y corregir los modos de la naturaleza». En «Utilidad y belleza» se refiere a «la piedad de las musas» como la capacidad del arte para reconfortar en los momentos tristes y amargos. Entiende esta piedad como la expresión de gratitud de las musas hacia la vida por haberlas criado. Es este uno de los numerosos hallazgos felices del filósofo; la misma definición es en sí reconfortante, más llena de sentido que el concepto de catarsis con el que podría compararse. En «Música» atribuye a este arte una especie de «piedad cristiana», el poder de exhortar al arrepentimiento «no a los justos sino a los pecadores». Y la literatura muestra su propia piedad cuando «sirve al ser humano que lucha por convencer a la esfinge universal de que proponga un enigma más inteligible».
En estos vuelos de la imaginación y del lenguaje llegamos casi a creer que el arte es superior a la vida. Y, al tiempo, nos sentimos apremiados a educar las emociones, a buscar la perfección, a desarrollar nuestras potencialidades expresivas bajo la protección de las musas. Los ensayos son muestra de un espíritu tolerante y cordial que admite ideas y emociones en aparente contradicción. La lucha entre sentidos y razón, entre fugacidad y permanencia, entre vida y arte puede quedar asumida en una vida que se dirige a la búsqueda de un ideal. Dos ensayos: «La necesidad de la poesía» y «Poesía y filosofía» comparten esta convicción y revelan un elemento sustancial en la obra de Santayana: la conjunción de poesía y filosofía; afinidad manifiesta en su fundamental obra Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante y Goethe.
En «Poesía y filosofía» ambas disciplinas son el objeto de un diálogo, que es también pictórico, entre el escritor y sus lectores. El estilo conversacional de Santayana brilla en este ensayo, que se abre con un interrogante, una invitación al lector para que participe en el debate: «¿Buscan los poetas en el fondo de su corazón una filosofía? ¿O es la filosofía, a fin de cuentas, sólo poesía?». La fugacidad parece el destino inevitable del poeta y el filósofo. Santayana se aplica a entender la naturaleza de esta fugacidad y encuentra que el instante poético «está cargado de sugerencias sobre unas pequeñas cosas, que aguzan nuestra atención, nos cautiva y compromete». Cuando el filósofo aplica esta visión «exhaustiva y dilatada» a la experiencia el resultado es una visión filosófica imaginativa y poética. Santayana rescata el sentido etimológico de la palabra «teoría»: contemplación y devuelve la imaginación a la filosofía. Poeta y filósofo pueden llegar a conmover a sus lectores «como si un viento cargado de sentido recorriera todo el bosque de sus recuerdos». El ensayo «Poesía primordial» prosigue la idea de la racionalidad del arte. Incide, por un lado, en las experiencias vitales como fuente de inspiración y concluye que solo las que tienen la capacidad de encarnarse en otra mente sirven a un arte racional. Por otro lado, la racionalidad da sentido a la existencia del lector y del crítico; la obra de arte solo tiene objeto si transmite un sentido independientemente de la interpretación de cada cual. Por supuesto, la crítica debe juzgar si esa expresión tiene un significado para el público al que se dirige. «Una obra de arte es propiedad pública». En este punto Santayana rescata la controvertida figura de Platón para valorar en su justa medida la expulsión de los poetas de su república ideal.
«El poeta supremo» sirve de excelente conclusión a los ensayos sobre arte y poesía, aunque sea para descubrir que el poeta supremo está aún por llegar. Ni Lucrecio, Homero, Shakespeare o Dante aprueban el examen para poeta supremo. Como en los cuentos de hadas Santayana somete a los candidatos a una serie de pruebas. Por una parte, la poesía debe estar basada en el conocimiento de la naturaleza: requisito que cumplen Lucrecio, Homero y Shakespeare. Por otra parte, la poesía tiene que saber expresar el ideal al que se dirigen las pasiones, requisito que sí satisface Dante. La gran poesía se encontraría en el equilibrio entre una vida que se desarrolla y expresa en el mundo exterior y que, además, conoce los más finos sentimientos y sueños del poeta: vida y escritura acordadas. Quizás entonces la vida no necesitaría ser trasladada en palabras: «cuando el esfuerzo vital dirigido hacia un ideal, definido pero latente, domina toda una vida, entonces quizás exprese ese ideal de un modo más completo de lo que podrían hacerlo las palabras mejor elegidas». «Pequeños ensayos sobre poetas y filósofos» se inicia con «La escasez de grandes hombres», un diagnóstico del Zeitgeist a la luz de la racionalidad. Es interesante constatar cómo ese análisis puede aplicarse certeramente a nuestra posmodernidad: «una época en que la confusión moral es ubicua y los individuos complejos, indecisos, molestos por la mera existencia de todo aquello que les desagrada, deseosos de no ser ellos mismos: una época, en suma, en la que el pensamiento es débil y está abrumado por el flujo de las cosas». Urge señalar las raíces de la enfermedad, a lo que Santayana se aplica de manera singularmente brillante en «El intelecto no está de moda», título propicio para dar nombre a esta publicación. En alguna medida, estos ensayos establecen un diálogo con las corrientes de pensamiento imperantes en la época. Freud publica Formulaciones sobre los principios del funcionamiento psíquico en 1911, donde establece las bases del principio de realidad y del principio de placer. En 1913 aparece Tótem y tabú, que introduce el concepto de lo primitivo y 1930 verá la publicación de El malestar en la cultura, cuyos temas y preocupaciones anticipa y resuelve, bien que bajo otro prisma, Santayana. En el mundo del arte los años finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX presencian la eclosión del llamado arte primitivo. Desde las influencias en Gauguin, pasando por los primeros contactos de los fauvistas con el arte africano o el conocimiento por parte de Picasso del arte ibérico y la escultura africana. En esos años lo primitivo se convierte en una fuerza subversiva, en un santo y seña que distingue a los iniciados; es la bandera de la libertad absoluta y todos quieren enarbolarla. Santayana se opone a este culto exaltado que señala como signo del fracaso de una inteligencia que se siente molesta por los logros conseguidos a lo largo de su evolución. La inteligencia se exilia y la sensibilidad toma el poder. El culto a lo primitivo se entroniza en un momento en que los valores absolutos están en crisis.
Santayana vuelve su mirada a la época de Homero. Su admiración por aquel tiempo heroico se debe a dos cualidades que, en su opinión, posee esa época: el sentido de la civilización y la capacidad de idealización. Cuando compara culturas, pensadores y artistas posteriores lo hace siempre a la luz de ese modelo y encuentra que, por algún demérito, nunca podrán igualar aquella antigua luminosidad. En «La poesía moderna» a su admirado Dante le falta «lucidez y vigorosa alegría» y el genio de Shakespeare adolece a veces de «constancia de inspiración y de racionalidad». Si estas dos figuras tienen imperfecciones qué no ocurrirá con los poetas contemporáneos, a pesar de que cuentan con una experiencia de la que carecían aquellos dos genios. La sentencia de Santayana está suficientemente razonada: El poeta moderno es incapaz de expresar imaginativamente la vida humana y su significado. Carece de una visión global y de la lucidez y firmeza que le permitirían idealizar el mundo. El veredicto es aparentemente implacable: «Su poesía, en una palabra, es la poesía de la barbarie». Bien es cierto que existe un atenuante decisivo: «la imaginación occidental procede en parte de la literatura y el mundo clásicos y en parte de la tradición cristiana» y según Santayana un hombre no puede servir a dos amos.
Los ensayos «La ignorancia romántica del yo», «El romanticismo» o «La política de Fausto» están destinados a disertar sobre el romanticismo. Santayana dilucida sobre las luces y las sombras de un pensamiento poderoso que oscila entre la sublimidad y la barbarie y cuyos frutos podemos todavía apreciar en la posmodernidad. Este movimiento presenta rasgos positivos como la incorporación de la experiencia vital en su poesía, la defensa de la libertad, la rebeldía contra la autoridad y el poder que se atribuye a la inspiración para crear universos aparte. Pero el ideal romántico atenta contra la vida: las tareas y los peligros a los que aspira son incompatibles con la felicidad. El epítome de las contradicciones de la filosofía romántica es el personaje de Fausto, magníficamente retratado como representante de la voluntad de poder; el impulso de la voluntad para transformar el mundo se justifica a sí mismo e ignora la voluntad de otros sujetos o las consecuencias de su acción. Imprescindible la lectura de «Nietzsche», breve y demoledor juicio sobre una «genial imbecilidad».
Un aspecto tal vez marginal en los ensayos pero que puede resultar atractivo al lector actual es la sensibilidad de Santayana respecto a la naturaleza. En «Emerson» destaca la aportación del trascendentalismo hacia todo lo que el mundo natural tiene de alentador y simbólico y apunta, no sin ironía, que Emerson «supo ver las ventajas espirituales de la comunión con los elementos». En «La política de Fausto» el personaje es recordado cuando llega al apartado retiro donde viven Filemón y su esposa Baucis. Fausto es retratado como un promotor inmobiliario sin escrúpulos y como cómplice de una pandilla de pirómanos ecocidas capitaneada por el mismísimo Mefistófeles.
El prólogo que Santayana escribió para la publicación original de sus poemas comienza por describir lo que no es su poesía y pasa a caracterizar afirmativamente con rasgos precisos que, curiosamente, utilizará también para definir el movimiento romántico en el ensayo «El romanticismo». Santayana defiende la sinceridad de su poesía a partir de «su sumisión a la verdad de la naturaleza y al legado moral de la humanidad». Sobre la libertad hace una lectura personal, en términos de límites, de obediencia a una dicción poética que es consustancial a la poesía. Procede señalar la manera en que el escritor insiste en la adopción de las formas antiguas como un ejercicio de libertad frente a la libertad absoluta que proclama el romanticismo. A la sinceridad y libertad añade la inspiración como rasgo distintivo de su poesía.
Llaman la atención en este prólogo los comentarios acerca de la poesía inglesa a la que describe con distanciamiento irónico, en un intento, quizás, de desmarcarse de una poderosa tradición y de buscar un espacio propio como poeta: «me crié en la ciudad y soy ajeno del todo a esa compañía de la naturaleza, a esa nota rural sin la que los poetas ingleses apenas pueden concebir el sentimiento poético». Santayana se adelanta a las críticas de sus lectores y deja claro el propósito de estos poemas: ilustrar el proceso formativo de su filosofía de una manera personal, ausente en sus ensayos posteriores. Entre los temas tratados en los sonetos aparece el desprecio de las glorias mundanas, la búsqueda de refugio en la vida interior, la naturaleza como fuente de soledad y sosiego, y la defensa de las creencias tradicionales.
Los versos del soneto III progresan desde la semioscuridad de la antorcha del conocimiento hasta la luz que guía al corazón hacia el saber divino con líneas bien inspiradas como las del primer terceto: «Nuestro saber es antorcha humeante / que ilumina el camino sólo un paso, /sumido en el misterio y en el miedo». El soneto IV expresa admiración por la edad antigua, tema recurrente en sus ensayos. La inocencia, el vigor e incluso la crueldad se contraponen a la ausencia de alegría y de imaginación de la edad moderna. Aquella edad de la inocencia se expresa en vívidas imágenes que Poussin bien podría haber ilustrado: «en su disfraz, la muerte descansaba tranquila» o «ninguna bacanal seduce nuestro oído / ni guía nuestra danza al templo en la espesura».
Los sonetos VII, VIII y IX comparten un carácter melancólico y doliente. El IX expresa interesantes paradojas «pues muere el mal henchido de sí mismo» o «cesarán, con la vida, sus derrotas» y ecos de John Donne y su soneto «Death, Be Not Proud». Los sonetos X y XII presentan el tema de la naturaleza como ejemplo de constancia y como fuente de solaz frente a las adversidades. Aun así la naturaleza no es el ser que el romanticismo se apropia y modula al antojo de sus pasiones; en ambos sonetos mantiene las distancias y suena con melodía propia.
El soneto XIII manifiesta el deseo de abrazar una vida retirada y desdeñar glorias y triunfos, a la manera del beatus ille. La elección vital y el talante cordial pero distante de Santayana, son ya evidentes en este poema de juventud: «A otro dejo la corona de olivo; / mi corona es burlarme, con amable / admiración, del ardor del atleta».
En el soneto XIV Santayana muestra la seguridad de sus convicciones frente a los vaivenes del mundo exterior. A la inconstancia opone la liviandad gozosa de su mundo interior: «En vano me amenazan; sin temor / al vendaval, la nieve alegre danza».
El soneto XV es de inspiración plenamente romántica y pone en entredicho el tono burlón con el que Santayana despacha el ruralismo de la poesía inglesa en el ensayo ya citado. Un arroyo oculto en las montañas, un valle soleado, la naturaleza como un templo… ¿se puede ser más romántico y rural? La defensa de las creencias tradicionales, razonada con exactitud en el segundo terceto, es el asunto del soneto XXIX: «Me hace feliz que el alma sea valiente / y, siendo yo pariente de los muertos, / voy tranquilo a la populosa tumba».
La sección de poemas de Santayana se completa con su testamento poético y la edición concluye con el poema «A un viejo filósofo en Roma» que Wallace Stevens escribió en homenaje a su maestro.
No podemos finalizar esta reseña sin una referencia al trabajo de traducción realizado por Santiago Sanz y Misael Ruiz. Fruto de un trabajo minucioso, resuena la voz original de Santayana, los matices de su humor, la elegancia y claridad de su elocuencia. No es tarea sencilla transmitir el espíritu de una época pero esta traducción consigue trasladarnos al origen de unos ensayos y poemas que consideramos dignos de la atención del lector.