El nacimiento de la tragedia: un libro para «iniciados»

Roberto Carlos Pérez
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Aprovechar las tradiciones no es un paso
atrás sino un paso adelante, si sabemos
orientarlo en una línea maestra que
desdeñe el azar.


José Emilio Pacheco

El 12 de diciembre de 1871, el filólogo alemán Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) entregó al editor E. W. Fritsch su tesis doctoral para inmediata publicación. Se titulaba El nacimiento de la tragedia. Desde el inicio, el libro provocó gran polémica entre los círculos académicos más importantes de Alemania por las apreciaciones que de la antigua Grecia tenía el ya entonces catedrático de la Universidad de Basilea. 

En su entrada de diario fechada el 31 de diciembre de 1871, Wilhelm Ritschl (1806 – 1876), maestro y tutor de tesis del joven Nietzsche, llamó al trabajo una «ingeniosa borrachera». El filólogo y mitógrafo Hermann Karl Usener (1834 – 1905) escribió el epitafio de Nietzsche al decir: Está «científicamente muerto».

A finales de mayo de 1872 estalló el escándalo. En tono mordaz, el gran helenista alemán Ulrich von Wilamovitz (1848 – 1931) publicó el ensayo «¡Filología para el futuro! Una respuesta al libro de Friedrich Nietzsche El nacimiento de la tragedia», en el que enumeraba los «errores» históricos de la tesis, aprovechando la oportunidad para atacar la interpretación del filólogo sobre la Grecia clásica.

Dioniso y Apolo, los dioses escogidos por Nietzsche para ofrecernos su definición del drama trágico, encontraron una barrera en los académicos alemanes del momento. Según Nietzsche:

El mito trágico solo resulta inteligible como una representación simbólica de la sabiduría dionisíaca por medios artísticos apolíneos; él lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas…

Dioniso, el dios más antiguo de Grecia, el dios de la embriaguez y del éxtasis, del dolor y del placer, el dios que inspiraba el más grande delirio y las peores atrocidades, se une, según Nietzsche, con Apolo, el dios de las artes, la armonía y la perfección para dar vida al mito trágico, aquel que mejor representa lo que Nietzsche llamó «realidades verdaderas y únicas». Dice:

Lo trágico no es posible derivarlo honestamente en modo alguno de la esencia del arte, tal como se concibe comúnmente éste, según la categoría única de la apariencia y de la belleza; sólo partiendo del espíritu de la música comprendemos la alegría por la aniquilación del individuo. Pues es en los ejemplos individuales de tal aniquilación donde se nos hace comprensible el fenómeno del arte dionisíaco, el cual expresa la voluntad en su omnipotencia, por así decirlo, detrás del principium individuationis [principio de individuación], la vida eterna más allá de toda apariencia y a pesar de toda aniquilación. La alegría metafísica por lo trágico es una trasposición de la sabiduría dionisíaca instintivamente inconsciente al lenguaje de la imagen: el héroe, apariencia suprema de la voluntad, es negado, para placer nuestro, porque es sólo apariencia, y la vida eterna de la voluntad no es afectada por su aniquilación. «Nosotros creemos en la vida eterna», así exclama la tragedia; mientras que la música es la idea inmediata de esa vida. Una meta completamente distinta tiene el arte del escultor: el sufrimiento del individuo lo supera Apolo aquí mediante la glorificación luminosa de la eternidad de la apariencia, la belleza triunfa aquí sobre el sufrimiento inherente a la vida, el dolor queda en cierto sentido borrado de los rasgos naturales gracias a una mentira. El arte dionisíaco y en su simbolismo trágico la naturaleza misma nos interpela con su voz verdadera, no cambiada: ‘¡Sed como yo! ¡Sed, bajo el cambio incesante de las apariencias, la madre primordial que eternamente crea, que eternamente compele a existir, que eternamente se apacigua con este cambio de las apariencias!’».

Según Nietzsche, el drama trágico surgió de la música, o sea del coro, que en los ditirambos -obras líricas dedicadas a Dioniso- y en los dramas primitivos expresaba su poesía por medio del canto. La música, dice Nietzsche, es el único lenguaje capaz de transmitir con precisión el llanto universal y el gozo profundo, justamente porque no depende de construcciones semánticas para comunicar tales sentimientos. 

Nietzsche hace énfasis en la lírica, ya que el drama trágico estaba compuesto por versos de alto lirismo que le dieron a la narrativa, o acción de la obra, la capacidad de acercar al ser humano lingüísticamente a lo inexpresable. La lírica es poesía de intensa reflexión sentimental y es el único mecanismo que el ser humano ha concebido para dar cuenta, de corazón a corazón, del regocijo absoluto, el plañido y la risa que se oyeron en la bóveda que era la tierra cuando el hombre pisó suelo.

Sabemos que en el relato homérico Aquiles sufre un terrible destino, pero la narración de la épica no puede transmitirnos por sí sola tal horror. El efecto estético dionisíaco está en la lírica. La tragedia, por estar hecha de poesía lírica, es la pulsión -término que Nietzsche utiliza para no caer en palabras poco precisas o manidas como «género»- que reproduce ese primer vagido del hombre. La lírica es la posibilidad de hacer brotar las sensaciones extremas que el hombre lleva impregnadas en la conciencia colectiva y que viene arrastrando desde que comenzó a tambalearse en dos pies. 

Muy novedosos y atrevidos eran los comentarios del filólogo sobre el nacimiento y ocaso de la tragedia. Para Nietzsche, Dioniso, dada su antigüedad, los instintos que provocaba, el origen de su leyenda, y las celebraciones en su honor -«tragedia» era también el nombre del himno o alabanza que los griegos cantaban en las fiestas dionisíacas cuando degollaban al macho cabrío- era un dios fuera de la razón y, por ende, fuera de toda posibilidad lingüística.

Debido a las pasiones que inspiraba y por estar tan arraigado en la sociedad griega, la misma sociedad que «conoció los horrores y espantos de la existencia» y no los negó, hacían de Dioniso un dios prelingüístico. De acuerdo con Nietzsche, tanto el extremo dolor como la extrema felicidad, como hemos dicho, no conocen palabra precisa que de cuenta de tales padecimientos. 

El atormentado Edipo puede relatarnos su desdicha con detalle puesto que «no decir nada es también un dolor», pero ninguna voz o vocablo, por más timbres semánticos que porte, podrá jamás referir exactamente la extensión del sufrimiento del héroe trágico.

Intransferibles e inexpresables por naturaleza, el dolor y el placer jamás encuentran verdadera manifestación verbal. Habremos de conmovernos ante la tragedia de Antígona; sin embargo, aunque dediquemos grandes esfuerzos por descifrar su angustia a través de la expresión lingüística, nunca llegaremos a saber a ciencia cierta lo que en su corazón provocó la aflicción de encontrase en la disyuntiva de enterrar o no a su hermano, a expensas de que si lo hacía incurriría en la ira de su tío, el rey Creonte, violando la ley; y, de no hacerlo, le sobrevendría la ira de los dioses al no cumplir con el rito fúnebre, una ceremonia de suma importancia en la antigua Grecia.

Por ser Dioniso un dios rudimentario, uno de los principales planteamientos de Nietzsche es: ¿Cómo evolucionaron los griegos de Dioniso a Apolo? En otras palabras: ¿Cómo elevaron sus pensamientos hacia un dios primitivo para luego depositarlos en uno mucho más elegante en cuestiones artísticas?

Estas son las preguntas que implícitamente se hace Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, preguntas acordes con el siglo XIX. Para el hombre decimonónico el poeta -Nietzsche también lo fue- debía ser, entre sus muchas funciones, el transmisor del genio de los pueblos.                                                                                                                                                        

Para los románticos y posrománticos el lenguaje contenía la esencia de una tribu. Por eso Johann Gottfried Herder (1744 – 1803) aseguró: «Un poeta es el creador de la nación que lo rodea. Les hace ver el mundo y toma su alma en las manos para conducirlos a ese mundo».

A través del mito trágico, Nietzsche se dio a la tarea de darnos a conocer la historia de los griegos, ese pueblo de «arrebatos endémicos en aquellos siglos en que el cuerpo griego florecía, y el alma griega desbordaba de vida» (38), un pueblo que nunca le temió al dolor y a su opuesto, y que, gracias al advenimiento de la razón y la moral propuestas por Sócrates, relegó el arte, el arte trágico y «todo arte, al reino de la mentira».

Para Nietzsche, Sócrates y la moral, introducida en la tragedia a través de Eurípides, dieron muerte al género, a esa manifestación estética con que Apolo le daba forma al vagido dionisíaco. Y nos dice Nietzsche:

Eurípides era, en cierto sentido, solamente una máscara: la divinidad que hablaba por su boca no era Dioniso, ni tampoco Apolo, sino un demón que acababa de nacer llamado Sócrates. Ésta es la nueva antítesis: lo dionisíaco y lo socrático, y la obra de arte de la tragedia pereció por causa de ella. Aunque Eurípides intente consolarnos con su retractación, no lo logra: el más magnífico de los templos yace en ruinas por el duelo; ¿de qué nos sirve el lamento de quien los destruyó y su confesión de que fue el más bello de los templos (132).

Según Nietzsche, con el ocaso del drama trágico murió el esplendor de Grecia y, por lo tanto, el de la cultura occidental. Para el filósofo, la tragedia era incompatible con la moral, pues ésta, en su búsqueda de la felicidad y el optimismo, niega el terror y la dicha.

La Grecia en pujanza que vio nacer la tragedia, género que Nietzsche llamó «consuelo metafísico», hizo aguas cuando Sócrates ofreció la moral, que no es sino un sustrato de la racionalidad. La moral no es innata en el hombre y, por encima de todo, con su visión positiva de la vida, niega los sentimientos que vienen naturalmente con él.

Nietzsche vio la tragedia como un fenómeno social, y a través de su muerte, vislumbró el declive de una cultural que le plantó cara a lo que él nombra principium inviduationis (principio de individuación) o profundo aislamiento del ser humano ante el dolor, incomprensible e incomprendido, capaz de hacerlo producir cuanto de bueno había producido.

En Prometeo encadenado, de Esquilo, Prometeo fue individuado por Zeus por entregarle el fuego a los mortales, castigándolo de una manera horrorosa y produciéndole un sufrimiento que nadie, ni entonces ni hoy, es capaz de concebir. Prometeo fue atado a una roca a fin de hacerlo padecer perpetuamente toda suerte de mortificaciones mientras un águila le roía el hígado cada mañana.

Ni Hefesto ni Océano, dos de los personajes de la obra, que le aconsejan al héroe pedirle perdón a Zeus por el hurto, logran entender a plenitud el sufrimiento y la constancia del héroe al no dar su brazo a torcer ante Zeus por lo que él ve como una injusticia hacia los humanos. Dice Prometeo:

Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios… Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundidades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendidos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra mí. ¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta!

La razón propuesta por Sócrates, y su apuesta por la «felicidad», que Nietzsche vio como oropel, aniquiló el principio de individuación y las pulsiones que producía. Tal apuesta por la «felicidad» destruyó las posibilidades creativas otorgadas por el dolor y el placer. Por eso Nietzsche argumenta:

Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa, y la consciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador -¡una verdadera monstruosidad per defectum! Y, ciertamente, aquí advertimos un monstruoso defectus de toda disposición mística, hasta el punto de que a Sócrates habría que llamarlo el no-místico específico, en el cual, por una superfetación, la naturaleza lógica tuvo un desarrollo tan excesivo como en el místico lo tiene aquella sabiduría instintiva. Mas, por otra parte, a aquel instinto lógico que en Sócrates aparece estábale completamente vedado volverse contra sí mismo; en ese desbordamiento desenfrenado muestra Sócrates una violencia natural cual sólo la encontramos, para nuestra sorpresa horrorizada, en las fuerzas instintivas más grandes de todas. Quien en los escritos platónicos haya notado aunque sólo sea un soplo de aquella divina ingenuidad y seguridad propias del modo de vida socrático, ése sentirá también que la enorme rueda motriz del socratismo lógico está en marcha, por así decirlo, detrás de Sócrates, y que hay que intuirla a través de éste como a través de una sombra. Pero que al él mismo tenía un presentimiento de esa circunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en todas partes, e incluso ante sus jueces, hizo valer su vocación divina. Refutar a Sócrates en eso era, en el fondo, tan imposible como dar por bueno su influjo disolvente de los instintos. En este conflicto soluble, cuando Sócrates fue conducido ante el foro del Estado griego, sólo una forma de condena era aplicable, el destierro; tendría que tendría que haber sido lícito expulsarlo al otro lado de las fronteras, como a algo completamente enigmático, inclasificable, inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incriminar a los atenienses de un acto tan ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y no a destierro únicamente, eso parece haberlo impuesto el mismo Sócrates, con completa claridad y sin el horror natural a la muerte: se dirigió a ésta con la misma calma con que, según la descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al amanecer, para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan, sobre los bancos y por el suelo, el verdadero erótico. El Sócrates moribundo se convirtió en el nuevo ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega: ante esa imagen se postró, con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Platón el joven heleno típico (142-143).

Para Nietzsche no había retroceso. La tragedia había muerto y con ella una civilización que alguna vez gozó de rebosante juventud, y que nos enseñó que es necesario darles salida a las pulsiones innatas del hombre y jamás suprimirlas. Con la muerte de la tragedia, no sólo Grecia había muerto como pueblo en vigor, sino todo Occidente. 

Roberto Carlos Pérez

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