El que se va no vuelve aunque regrese
Prosa de prisa (diario de un nicaragüense en el extranjero)
Mayo 22 de 1988. Ese día un niño nicaragüense fue forzado a abandonar el suelo natal. Su único tesoro y todo cuanto poseía era la lengua que sus padres y maestros salesianos, el clero más perseguido por la nueva dirigencia, le habían enseñado a amar a través de la música y la literatura.
Tenía once años. Su sueño de ser un guerrero chorotega quedó sepultado por el tronar de las bombas y el éxodo hacia el norte.
La guerra civil nicaragüense, en la que murieron alrededor de cien mil niños y jóvenes, perdió el epíteto que por defecto le corresponde: fratricida.
¿Ofrendaron las vidas de sus hijos los sandinistas que detentaron y aún detentan el poder? Sin duda ellos son la sombra que se yergue a la par de los demás genocidas que componen el bestiario nicaragüense, con la diferencia de que a los demás se les asigna ese título y a ellos no; por el contrario, han quedado como víctimas y héroes.
La clase «pensante» contó la historia con poemas y novelas que han encendido los corazones de chicos y adultos, y los de muchos intelectuales dentro y fuera de Nicaragua.
Al llegar a los Estados Unidos, su nuevo país, aquel niño, que ciertamente no heredaría sus relatos, padeció miedo, hambre y frío. Pero más que frío y hambre de pan tenía hambre de libros, música, conocimiento.
Para mitigar sus pesares se aferró al idioma materno. En ese recodo, el pánico del desarraigo, la pérdida de gran parte de su familia, los amigos, y el silencio de su primer idioma encontró consuelo al agazaparlo en la secreta caverna de su ser.
La semilla del español había sido sembrada en 1985. Contaba con ocho años. Una mañana, en Granada, abrió el libro y su voz interior les dio vida a los siguientes versos:
Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste.
Un soplo milenario trae amagos de peste.
Se asesinan los hombres en el extremo Este.
«Canto de esperanza», Rubén Darío (1967 – 1916)
El chorotega, el mestizo, libró una gran batalla al frenar el presagio del filólogo e hispanista Karl Vossler (1872 – 1949) que dice:
Cuando el sentimiento nacional ha sido despojado de todos los refugios, el lenguaje se convierte en la fortaleza espiritual desde la que un día, cuando los tiempos sean propicios, saldrá a reconquistar su puesto. El hombre que rechaza o abandona este refugio final y punto de partida de sus sentimientos nacionales, no tiene honor, es un muerto para la comunidad social en que recibió su primera experiencia del lenguaje humano.
Ese niño es hoy un cuarentón que nunca regresará a Nicaragua pues, como dijo el poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939 – 2014), «el que se va no vuelve aunque regrese».