El virus mortal de la ignorancia: ¿quién salva a El Salvador?
Otoniel Guevara
Constatar la proliferación de discursos de odio, amparados por un lamentable nivel de argumentación y una soberbia “verbal” que no es sino ignorancia atrevida, evidencia la necesidad que tenemos como salvadoreños de herramientas espirituales que por cierto, nada tiene que ver con religiones ni iglesias.
Desde hace años vengo afirmando que las profesiones “con futuro”, las que van a tener gran demanda en El Salvador, son las humanísticas. Es clásico que nuestros padres siempre afirman que de eso “no se come”, pero los invito a pensarlo. Me he puesto a motivar a los jóvenes con vocación humanística a estudiar psicología, literatura, historia, arte, antropología, porque lo que nosotros necesitamos con urgencia no es dinero, ni posesiones, ni cosas. Lo que nos urge es salud mental, conocimiento de nuestra historia, de nuestra cultura, de cosas tan básicas como saber para qué sirve el chichipince que crece en nuestros patios, cómo funciona la sangre, cómo se iba de San Salvador a San Miguel cuando no había puentes sobre el Lempa, o qué hizo de valioso el personaje cuyo nombre adorna nuestra escuela o nuestra calle. Los necios, por supuesto, insistirán en que eso para qué nos va a servir. Se sorprenderían si les digo que para vivir mejor, pero dejemos eso.
Hoy, por ejemplo, se ha puesto en evidencia la cantidad de adultos supuestamente escolarizados que no saben que el estado republicano necesita para su existencia de tres poderes fundamentales e independientes, e ignorar eso es grave, lo estamos constatando. El internet es una especie de Biblioteca de Alejandría, pero se usa casi exclusivamente para sacarse fotos. “Amigos, estoy en la entrada de este monumento que no sé para qué sirve pero es famoso”
Estamos enfermos. Un virus ha crecido lenta pero firmemente entre nosotros, el de la ignorancia. Este virus nos mantiene alejados y ajenos, haciéndonos creer que nosotros, como individuos, somos lo más importante del universo. De esa manera hemos llegado, por ejemplo, a la estúpida convicción de que nuestros hijos son valiosos, lo cual es cierto, pero lo son, en nuestras patéticas conciencias, sobre la base de que los hijos de los demás son basura. Y digo basura porque así es como los asumimos: como desecho, desperdicio, estorbo; en el mejor de los casos como algo reciclable. Bajo esta lógica es que vemos al “otro” como competidor, en el más mezquino de los sentidos. En nuestro afán de ser campeones de algo no nos ha importado si es de descuartizamientos, de enseñar el culo o de hacer o decir estupideces. Hemos aprendido muy bien de los pecados capitales, pero no para combatirlos, sino para justificárnoslos. Nos encanta estar pendientes de las vidas de otros, pero somos incapaces de poder compartir la nuestra, precisamente por el terror a la opinión de los demás, miedo de que nos vean como débiles, y por ese miedo, los mejores sanvergones del mundo nos hemos quedado moralmente enclenques, discapacitados espirituales, indigentes de amor. Estamos convencidos de que, así como somos de crueles para juzgar a los demás, así serán de crueles con nosotros, y ahí es cuando nos paramos en seco y ya no compartimos nuestras dudas ni nuestras ilusiones ni nuestras inquietudes, y nos quedamos desamparados por voluntad propia, pendejos por elección.
Escribo esto porque estoy asqueado de este país de zombis. Sacamos pecho, orgullosísimos, de que nuestro país se llame “El Salvador”, pero realmente apenas llegamos a salvas: estériles disparos al aire.
Este escrito debería ser para las decenas de miles de personas estúpidas que pululan por las redes, pero no, los veo demasiado cómodos en su burbuja fecal. No tienen oídos. Es para mis amigos que se han tomado el deber cívico de defender a nuestra nación de la oscuridad y el latrocinio, del crimen y el abuso. Es para que no desmayen en su valentía e inteligencia. Para que sepan que no están tan solos.
Cierto que los grandes hombres que cambiaron la historia lo hicieron muy solos, fueron descalificados, perseguidos, invisibilizados, agredidos, vilipendiados, crucificados, y muchas veces traicionados por sus mismos compañeros. Yo estoy seguro de que no vamos a ser uno de esos “grandes hombres”; no es la intención, pero tal vez sea porque aquí no se cambiará ninguna historia, porque si aquí se hace alguna historia, será para cubrirnos de vergüenza y olvido.