En el aniversario de la muerte de Ernesto Cardenal: algunas reflexiones sobre la verdad, el coraje y la lucha por la libertad.
<<Nada podría unirnos más que la muestra de coraje y espíritu democrático, libertario, igualitario y de decencia de reconocer, cada uno de nosotros, el mal que cada uno de nosotros ha hecho, aceptar responsabilidad y juntarnos al pueblo que camina el calvario, pero no sobre un pedestal o un escenario recibiendo medallas, sino sobre la tierra que pisan los oprimidos de Nicaragua y los desterrados.>>
Confieso, una vez más, que me hizo llorar el entierro de Jean Paul Belmondo hace un par de años, cuando vi a un pueblo civilizado honrando a uno de sus grandes artistas. El arte, después de todo, es lo único que queda de todas las eras. Debe ser porque la historia es humana y el arte es la huella de lo humano. Lloré viendo el entierro, la ceremonia, las lágrimas de los parisinos en las calles. Lloré al ver que los políticos llegaban en nombre de la República a hacer lo que de ellos se espera, y sin lo cual se les condena: mostrar el agradecimiento de la nación, el orgullo por el don recibido a través del artista, el respeto (que es sana autoestima social) por quienes encarnan, con todas sus imperfecciones, lo mejor del espíritu nacional.
No digo que lloré por decir «lo sentí”. Lloré. Lloré. ¿Por qué? No solo porque comparto el amor al arte que las escenas de los franceses acongojados mostraban. Lloré, también, lloré, sobre todo, porque me hizo revivir las escenas de barbarie que las turbas del régimen fascista en Nicaragua desplegaron en el entierro de Ernesto Cardenal, nuestro máximo poeta de las últimas décadas.
Y sentí vergüenza. Mucha vergüenza. ¿Cómo es posible que hayamos permitido que nuestra cultura descendiera hasta tan oscura distopía? ¿Cómo es posible que estas turbas atravesaran con cuchillo sucio, en una sola ceremonia, múltiples capas de nuestra vestidura moral? En un solo acto atropellaron las creencias religiosas, el respeto ritual a la muerte, la admiración que los nicaragüenses sentimos (nos jactamos) por la poesía; la compasión, la empatía con los dolientes, los límites de la casa ajena o pública; incluso el derecho de la gente que quiso al difunto de llorar su despedida.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Muchos quisieran pensar que ha habido una transformación casi repentina en los personajes que guían e inducen esta barbarie, y que por tanto hemos sido sorprendidos, casi emboscados; nada pudimos hacer, no es culpa nuestra, es la velocidad diabólica de los perversos del poder.
¿Pero es verdad esto? Realmente no. Más ha sido un largo andar, un extravío muy duradero el que nos trajo hasta donde hoy estamos. En este trecho del camino (porque el camino va mucho más atrás), la marca de inicio está en 1979, cuando creíamos tocar el paraíso con las manos, mientras las sombras pachonas que después traerían la oscuridad total se movían entre nosotros sin barreras, acumulando cada vez más poder.
Por eso creo que necesitamos interrogarnos, por más doloroso y antipático que sea, cómo fue que se dio tal extravío, cómo es que hemos caminado tanto tiempo y descendido tantos metros para caer en este foso.
Debemos hacerlo con integridad, palabra que en nuestra cultura ha caído en desuso, real y formal, reemplazada en los debates y en la retórica por amagos cínicos, tales como “práctico”, “realista”, “prudente”, “educado”, “no divisionista” y otras racionalizaciones hipócritas.
En mi caso personal, expulsado de mi tierra desde mi adolescencia revolucionaria por un poder que hoy manifiesta su maldad esencial, mi culpa es haber tratado de vivir la vida, mi vida, y de haber aceptado en algún momento convivencia, aunque fuese breve y superficial, con gente que debí haber tratado con el desprecio social que en sociedades civilizadas se asigna al corrupto y al traidor. Es decir, lo opuesto a lo que ocurre en Nicaragua, donde el corrupto y el traidor destierran a los demás. Siento vergüenza, y remordimiento. Y no he tomado una moneda, una propiedad, o una vida, ni he participado en la administración del Estado criminal en ninguna era. Pero siento vergüenza y remordimiento.
Por eso, entiendo que requiera más coraje, mucho más coraje, hacer una crítica profunda de la historia y del sistema, a quienes vivieron más cercanamente el período de arranque del Via Crucis actual: inevitablemente los expone a que otros les echen en cara su participación en el proceso, aunque esta haya sido limpia y bien intencionada.
Por eso critico ––sin que con esto crea debilitar al pueblo frente a la monstruosa tiranía actual–– a quienes desde lo alto del poder fueron protagonistas en los años de la primera dictadura del FSLN, como nuestro compatriota Sergio Ramírez Mercado y otras figuras opositoras que en su momento he nombrado y nombraré: ninguna de ellas ha tenido el coraje de pedir perdón, pero se indignan cuando un ciudadano duda de ellos, como si el perdón no hubiera que pedirlo y el respeto no hubiese que ganárselo uno desplegando integridad.
¿Deben pedir perdón? Por supuesto que sí, y esto no lo señalo con el ánimo de causar humillación, sino porque es su deber. Bajo su mando murieron miles, bajo su autoridad el país se hundió, de su tiempo en la política se nutrió un monstruo llamado Daniel Ortega.
Que no me digan que la verdad debilita, porque la verdad hace fuerte. Que no se escuden en falsas acusaciones de divisionismo, porque nada podría unirnos más que la muestra de coraje y espíritu democrático, libertario, igualitario y de decencia de reconocer, cada uno de nosotros, el mal que cada uno de nosotros haya hecho, aceptar responsabilidad y juntarnos al pueblo que camina el calvario, pero no sobre un pedestal o un escenario recibiendo homenajes, sino sobre la tierra que pisan los oprimidos de Nicaragua y sus desterrados.
Y a los personajes más conocidos: dejen, compatriotas, de crear la impresión de que siguen acumulando beneficios, materiales o morales, a costa de la tragedia del pueblo; presenten al mundo el drama de Nicaragua, no su drama personal, que palidece junto al de la gente común, que no puede hacer el show de romper su pasaporte nicaragüense, como hizo la escritora Gioconda Belli, sencillamente porque no tiene otro. El reclamo más bien debería ser el opuesto: el pasaporte es un derecho de todos, ¿por qué vamos a renunciar a él?
Y, por favor, no me digan que, al hacer estas críticas abiertas y directas, que son críticas a ellos, pero también a todos los fracasos que compartimos con ellos, estoy debilitando la lucha, porque de alguna manera estas críticas “los apartan” de nosotros.
Si la crítica de un conciudadano fuera a impedirles luchar contra la monstruosidad de El Carmen, ¿qué fuerza tendrían sus convicciones? Quien lucha contra el despotismo del clan Ortega y aliados lo hace porque no hay, en su conciencia, espacio para no hacerlo. No precisa hacerse enamorar, o mimar, para hacer todo lo que está a su alcance para luchar contra los criminales de lesa humanidad que han secuestrado el país.
No me digan que cuando un ciudadano les reclama lo que un ciudadano cree justo, eso será suficiente para apartarlos de la lucha. Todo lo contrario: quien tiene cualquier responsabilidad en la creación del monstruo tiene, si ha evolucionado, más responsabilidad todavía de colaborar en su exterminio. Y esa responsabilidad comienza por la contrición, por evitar una reescritura falsa de la historia que lo deje a uno con el pecho lleno de medallas.
Y para el resto de nosotros, una obligación que tampoco es fácil, y es doble: reconocer nuestra culpa por acción u omisión, aunque sea menor que la de los personajes claves del drama, y tener el valor de buscar la historia y contarla, con nombres y apellidos, tal como es, sin mojigaterías, sin temor a “quedar mal”, sin “manejarse” para evitar las consecuencias de enfrentar el poder que los personajes blanden, aun en la oposición, aun en el destierro.
Hay que contar la historia y repetirla, para que no ocurra lo que ya ocurre, que es el predominio de poderosos de vieja alcurnia y reciclados de todas las complicidades en contubernio con poderes extranjeros confiscando, una vez más, la oportunidad de soñar en nuestra Nicaragua de una manera distinta, para ayudar a que salga de la barbarie.
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.