En el centenario de Cardenal: poesía y belleza contra la barbarie orteguista

El poeta cubano Alex Fonseca despejó los humos en un debate sobre política y cultura con esta afirmación: “habrá un día en el cual se pregunte, ¿quién era el alcalde de La Habana en tiempos del poeta Nicolás Guillén?” Seguramente igual podría haber usado el nombre de Castro, o de Batista, y el nombre de otro artista. O podría haberse referido a otra isla, a otro lugar, a otra nación.

Pero no a otro mundo, porque en este, lo que va quedando de rastro humano queda en el espíritu, y queda en las expresiones del espíritu. Es lo que llamamos cultura, y es también lo que llamamos arte. La actividad de la psique humana vive en nosotros desde lo invisible y lo insondable hasta lo manifiesto. Parafraseando, el arte vive eterno mientras dura nuestra eternidad sobre el planeta.

El arte, la exploración de verdad y belleza, sobrevive a la política, a todas las cotidianidades y conflictos. Esto no es un deseo, o, mejor dicho, no es un deseo insatisfecho: es una realidad fundada; particularmente cuando la política es barbarie. Ya cabe preguntar quiénes mandaban en Nicaragua cuando nació y creció Rubén Darío. Un día habrá que pensar antes de responder quién o quiénes estaban en el poder cuando escribían, por ejemplo, Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Carlos Martínez Rivas, Vidaluz Meneses, Ana Ilce, José Coronel Urtecho, Ernesto Mejía Sánchez, Daisy Zamora, Leonel Rugama, y Ernesto Cardenal. Otros nombres (pienso en el recientemente fallecido gran poeta Fanor Téllez) limpiarán el aire que hoy acaparan los tiranos, sus serviles, y toda la gavilla de mediocres que se lucran y exhiben, que erigen arcos falsos de triunfo sobre la espalda agobiada de Nicaragua; que crecen como moho en la sombra de su tragedia.

Por eso, cabe desde ya celebrar la obra (ni siquiera diré el obrero, diré su obra) de Ernesto Cardenal. A sus cien años, que algún día la nación celebrará con la dignidad debida (“recordadle cuando tengáis puentes de concreto/ grandes turbinas, tractores, plateados graneros, /buenos gobiernos”), lanzamos la poesía que el poeta nos ha legado contra los muros esperpénticos del poder.

“Dignidad”, palabra que cínicamente fetichizan los opresores de nuestro país. La dignidad que les falta. La dignidad de que carecen y que buscan hacer desaparecer de entre nosotros.

Todavía recuerdo, porque, cómo olvidar un episodio que mueve al llanto, el contraste entre el funeral del actor Jean Paul Belmondo y el de nuestro poeta. En Francia, el máximo representante del Estado francés; despliegues de arte; las lágrimas de la gente en las calles; la solemnidad, la autoestima de un pueblo, su derecho a expresar el dolor de la pérdida; y el sentido del deber conveniente que impulsó a sus líderes políticos a acompañar los rituales. En Nicaragua, turbas de violentos sin decoro alguno, apartados de todas las normas y tradiciones culturales, no solo nuestras, sino de toda civilización, en grandes números dentro de la Catedral de Managua, para quitar espacio y esparcir el miedo; para impedir la expresión religiosa del adiós; para agredir a gritos, después a golpes, a familiares, amigos, a ciudadanos respetuosos y acongojados.

No bastaba con impedir lo que más temen: las multitudes del pueblo en las calles. Su pulsión de muerte va más allá. Temen la presencia del recuerdo y de la belleza, temen la idea misma de que ha habido un poeta; de que hay poesía, de que hay inteligencia, ¡y que hay belleza!

El escalofrío que recorre sus vértebras (la muerte que ya viven) los hace odiar la vida que el artista deja para siempre en nuestro espíritu, y que será, por siempre, nuestro fuego sagrado, la luz que opondremos a la oscuridad de la barbarie. Por eso, hoy más que nunca el eco de las meditaciones sobre Resurrección en la poesía de Ernesto Cardenal viene al caso:

En Pascua resucitan las cigarras
-enterradas 17 años en estado de larva-
millones y millones de cigarras
que cantan y cantan todo el día
y en la noche todavía están cantando.
Sólo los machos cantan:
las hembras son mudas.
Pero no cantan para las hembras:
porque también son sordas.
Todo el bosque resuena con el canto
y sólo ellas en todo el bosque no los oyen.
¿Para quién cantan los machos?
¿Y por qué cantan tanto? ¿Y qué cantan?
Cantan como trapenses en el coro
delante de sus Salterios y sus Antifonarios
cantando el Invitatorio de la Resurrección.
Al fin del mes el canto se hace triste,
y uno a uno van callando los cantores,
y después sólo se oyen unos cuantos,
y después ni uno. Cantaron la resurrección.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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