En la muerte de un asesino

Daniel Rodríguez Moya
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Hoy (o hace unos días, porque la muerte oficial, en las dictaduras, no siempre coincide con el calendario al uso) ha muerto en Nicaragua, afectado por COVID 19, esa enfermedad que niegan y minimizan sus correligionarios, el Comandante Cero, Edén Pastora. Muchos lo recordarán por un gesto heroico, cuando en 1978 se tomó el Palacio Nacional, la chanchera, y eso cambió mucho los acontecimientos que precipitaron la caída del dictador Somoza. Para mí los verdaderos héroes de aquella gesta pasaron más desapercibidos porque no tuvieron la vanidad de quitarse el pañuelo que les tapaba la cara para la foto, Dora María Téllez y Hugo Torres.

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Su vida fue una continua contradicción pero, sobre todo, fue un asesino sin la más mínima piedad. Está mal hablar de los muertos, dicen, pero la muerte no hace mejor ni peor a nadie.

Hoy muchos amigos celebran el “paso a otro plano de vida” del Comandante Cero, como seguro dirá la vicedictadora Rosario Murillo. Yo no puedo alegrarme tanto porque lamentablemente la justicia ya no podrá sentarlo ante un tribunal para que pague por sus múltiples crímenes a lo largo y ancho de los últimos cuarenta y tantos años de la historia de Nicaragua.

Que nadie olvide que Cero, en los últimos años, se reconcilió con Ortega y desde abril de 2018 lideró a sus paramilitares en la represión y crímenes de lesa humanidad. Que nadie olvide que Cero amenazó a los curas valientes y honestos de Nicaragua diciéndoles que las balas podían traspasar sin problema las sotanas. Que nadie olvide que hoy, 16 de junio, cuando se cumplen dos años justos de uno de los crímenes más horrendos de la dictadura Ortega-Murillo, el incendio de una casa en el barrio Carlos Marx de Managua asesinando a 6 miembros de una misma familia, entre ellos dos niños pequeños, porque sus propietarios no dejaron a los francotiradores de la dictadura subir a la azotea de la casa para acribillar, que nadie olvide que Edén Pastora fue un asesino sin humanidad alguna.

Hace bastantes años, en una entrevista, le escuché decir, con la fanfarronería que siempre lo caracterizó, que amontonados uno a uno en la Catedral de Managua no cabían todas las personas a las que le había quitado la vida y que dormía muy tranquilo, sin ningún remordimiento. Yo me imaginé una noche cualquiera en su piel, acostado en su cama. En este poema de mi libro ‘Las cosas que se dicen en voz baja’, de 2013, y que aquí pongo, fui Edén Pastora y estos son los fantasmas que me visitaron.

LAS VISITAS  DEL  COMANDANTE

Cada  noche  regresan  sin  llamar  a  la  puerta. 

Pasan  sin  avisar,

se  sientan  a  mi  mesa, 

me  miran  y  no  hablan,  se  levantan 

y  van  hacia  los  cuartos,

observan  a  mi  esposa  mientras  duerme. 

A  veces  les  increpo  pero  no  dicen  nada, 

ni  siquiera  se  vuelven  a  mirarme. 

Buscan  entre  mis  libros 

y  sacan  del  armario  las  condecoraciones. 

                       Revuelven  mis  papeles, 

leen  las  anotaciones  de  las  fichas, 

señalan  con  el  dedo  cuando  encuentran  su  nombre,

las  ordenan  despacio,  con  cuidado  las  pasan

como  si  no  supieran  que  los  estoy  mirando. 

Yo  les  grito,  pregunto 

                        en  mitad  del  insomnio 

para  qué  habéis  venido, 

                        qué  buscáis  en  mi  casa. 

Pero  nunca  contestan.


Del libro Las cosas que se dicen en voz baja, Visor, Madrid, 2013

Daniel Rodríguez Moya

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