«¿En qué momento se jodió el Perú?»
Un final de fotografía ha caracterizado a estas elecciones cuyo conteo de votos ha mantenido en vilo a la ciudadanía. Desde un inicio se sospechaba que cualquiera de los dos candidatos (que no alcanzaron un 20% en la primera vuelta) podría llegar al poder con una mínima diferencia, lo que ha dilatado la declaración de los resultados. A esto se le suman las impugnaciones de actas por lado y lado y el ruido generado por las denuncias de irregularidades en el proceso electoral.
A la fecha, todo parece apuntar al triunfo de Pedro Castillo. Empero, se trata de un triunfo importante (por lo que representa que un rondero, maestro rural y líder sindical llegue al poder), pero relativo, debido al estrecho margen con que consagraría su victoria. Como sucedió en las elecciones del 2016, el triunfo de PPK sobre Keiko Fujimori (quien, en ese momento, también quiso denunciar un fraude), la diferencia mínima de votos constituye un reto para la gobernabilidad.
Llegados a este punto, deviene urgente un ejercicio reflexivo individual que supere la negación de los resultados, la visceralidad o la descalificación de la mitad de la población que votó por uno u otro candidato. Del mismo modo, independientemente del resultado final, es urgente trabajar en la consolidación de una comunidad que sea vigilante ante el poder y garante de la democracia.
Para comenzar este ejercicio, propongo algunas preguntas:
¿Seguimos citando la frase célebre de Conversación en la Catedral o comenzamos a hacernos otras preguntas más productivas y constructivas?
Veo con asombro la profusión de comentarios (e, incluso, artículos), que repiten la cita célebre de la novela de Vargas Llosa, “en qué momento se jodió el Perú”. Por supuesto, ubican ese momento en la elección del “líder” “comunista”, Pedro Castillo, porque siempre nos resulta más fácil identificar un origen unívoco y “lejano” (¿desde Chota?) para nuestros “males”. Empero, la verdad es que resulta poco productivo y constructivo intentar ubicar un momento único que explique en dónde estamos, sobre todo por la forma en que anula la posibilidad de reflexión sobre una serie de falencias y micro-violencias acumuladas que dan luces para comprender el hartazgo de una sociedad que, sin comulgar necesariamente con Castillo, ha visto en él la encarnación de una propuesta diferente.
Al terrible impacto de la pandemia en el país se le suman también el racismo naturalizado y el clasismo internalizado y cotidiano hasta el escándalo. Como aquella vez que se cuestionó que las nanas se comportaran como sujetos (y ¡ciudadanas!) en un conocido club de la ciudad y se quiso recordar – con tamaño descaro—su total ausencia de derechos: “Las nanas entran al club a trabajar, no tienen derechos, tienen obligaciones”, dijo una indignada usuaria de redes sociales que reportó la decadencia del club al que frecuentaba desde la infancia. O, también, las prácticas esclavistas, en pleno siglo XXI, que ocasionaron la muerte de un grupo de trabajadores atrapados en un incendio mientras laboraban encerrados en un conteiner en Las Malvinas. A esto se le suma la inequidad en materia de oportunidades, lo que no se supera, lamentablemente, con simples letreros que declaren el rechazo a la discriminación en espacios públicos y locales comerciales.
Como sociedad, tenemos mucho trabajo por hacer; trabajo que no se ha hecho en largos años de prosperidad económica y que, ahora, se erige como deuda pendiente en las urnas electorales. En consecuencia, Castillo no es quien “jodió” al Perú. Al Perú, como a muchos países de la región, lo ha destruido la terrible desigualdad que hizo a ciertos sectores celebrar y abrazar las burbujas del privilegio y pensar que era posible seguir gozando una vida “cinco estrellas” mientras un altísimo porcentaje de la población no contaba con agua y desagüe ni con viviendas mínimamente dignas. Tuvo que llegar la pandemia para que lográramos constatar que muchas personas no podían refrigerar sus alimentos y que, por ende, las medidas de cuarentena estricta decretadas por el entonces presidente Martín Vizcarra solo eran viables para el sector social acomodado y asalariado, para el mínimo grupo que podía dedicarse al teletrabajo o a decir con insólito heroísmo #yomequedoencasa.
Las preguntas deben ser otras si queremos llegar a una reflexión más profunda que no se quede en la mera acusación o el clamor al cielo por la desgracia. Las preguntas son urgentes para revisarnos como sociedad y crear las condiciones de posibilidad para llegar a la indignación real, a acciones concretas que logren poner un freno al racismo, al clasismo y la desigualdad.
Ahora bien, ¿Qué hacemos con nuestra colonialidad estructural?
Es legítimo, predecible y comprensible que un sector descontento haya optado por el candidato que representa la promesa de un cambio en la segunda vuelta. No obstante, resulta problemático constatar cómo ciertos grupos intelectuales progresistas celebran a Castillo desde la proyección de sus deseos narcisistas. Cuando el candidato habla, estos se lamentan compasivamente de sus declaraciones alegando que ha debido decir, en lugar de eso, tal o cual cosa. Cuando anuncia un plan radical, lo minimizan alegando que no será concretable por no contar con tales o cuáles respaldos necesarios o, también, por la excesiva confianza que tienen en el sistema democrático y su estabilidad. Cuando se equivoca, lo infantilizan o lo redimen, tal vez movilizados por la culpa. En todo caso, se trata de una visión del líder que reproduce la mirada colonial, en tanto ve al sujeto como un cuerpo (¿continente?) vacío que puede ser llenado con contenidos, deseos y ficciones tan subjetivas como egotistas.
¿Estamos frente a una fiesta democrática?
Si bien concuerdo con lo señalado por Liz Meléndez al afirmar que no hubo fraude, sino una “preocupación e inconformidad de casi la mitad de la población” que debe considerarse seriamente para que el gobierno electo sea de unión, construcción, y no de desencuentro; no dejan de ser preocupantes algunos aspectos relacionados con el cambiante plan de Pedro Castillo, quien por momentos asegura la necesidad de estatizar el sector productivo, pero, seguidamente, habla de libertades para el sector privado; quien en algunas ocasiones afirma que el primer punto de la agenda será la Asamblea Constituyente, pero, en otras, alega respetar la Constitución de 1993 “hasta que el pueblo lo decida” (demagogia siempre preocupante). O, incluso, quien se atreve a aseverar que el ocio (¿de cuál de las partes?) es la causa del feminicidio.
Tampoco son demasiado alentadoras las celebraciones del (extraoficial) triunfo de Castillo por parte de ciertos gobiernos de la región y otros políticos españoles, quienes no se han caracterizado precisamente por su adherencia a la democracia, dada su manifestada simpatía hacia regímenes dictatoriales de la región. Así como confrontamos al Fujimorismo por los inaceptables atropellos a los derechos humanos y por la excesiva corrupción que lo caracteriza, lo mínimo que se espera es una reacción igualmente crítica frente a los crímenes de lesa humanidad y los excesos de corrupción perpetrados por los gobiernos de Cuba, Nicaragua o Venezuela. Por lo pronto, la polarización y el fanatismo ideológico parecen dejar poco espacio para mayores cuestionamientos, ponderaciones y reflexiones.
Asimismo, como explica el titular de esta nota del portal DW, las acusaciones de fraude de Keiko Fujimori estarían haciendo más daño que beneficio, pues, a fin de cuentas, su desconfianza y los recursos desplegados por la candidata para confrontar el resultado electoral pueden socavar la poca institucionalidad que nos queda. Este tipo de prácticas contribuyen a las posturas extremas y explican en gran medida el anti-voto que la estaría haciendo perder, por tercera vez, en una segunda vuelta.
¿Qué hay de la gobernabilidad y la correlación de fuerzas?
Lo cercano de los resultados hacen de la gobernabilidad el gran reto del próximo gobierno, sea cual sea el presidente electo. El historial de vacancias que vamos acumulando (cuatro presidentes en cinco años) no sientan el mejor precedente para la estabilidad política, tan necesaria en tiempos de crisis económica y pandemia.
Asimismo, es fundamental que los agentes involucrados – y la ciudadanía en general– reiteren el principio democrático y reconozcan con hidalguía los resultados. Toca también aprender de los errores cometidos para emprender un ejercicio de reparación social y regeneración política. Necesitamos una clase política que no esté obcecada en la vacancia presidencial ni en el revanchismo, sino en la rigurosa vigilancia al poder para garantizar la institucionalidad y la democracia. Ojalá en este punto hayamos aprendido que, en río revuelto, no ganan sino pescadores (e, inexorablemente, pierde la ciudadanía, como lo evidencian nuestras cifras de muertos por la pandemia).
Entre tanto, Castillo tendría una buena representación en el congreso con 37 legisladores a los que se le sumarían los de otros partidos, como Juntos por el Perú y algunos del Partido Morado (motivados, principalmente, por el antifujimorismo). Adicionalmente, muchos de los congresistas de Perú Libre pertenecen a la facción más radical que representa el jefe del partido, Vladimir Cerrón, sentenciado también por corrupción. A juzgar por las declaraciones de algunos de estos congresistas, como Guillermo Bermejo, no hay demasiada voluntad de suavizar la ruta socialista o respetar la alternabilidad democrática. Por su parte, la bancada de Keiko Fujimori contaría con 24 congresistas y, tal vez, con la alianza de otros partidos como Renovación Popular, Avanza País y Alianza Para el Progreso, pudiera alcanzar una leve la mayoría en el congreso.
Queda esperar que esta correlación de fuerzas ayude a contener los potenciales excesos a nivel legislativo. Entre tanto, a la sociedad civil le corresponde emprender un ejercicio de vigilancia que será angular para defender el principio democrático que tanto se predica y, a su vez, velar por la preservación de una institucionalidad que pareciera estar constantemente bajo amenaza.