Ernesto Cardenal: algunas reflexiones sobre su papel y su legado

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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En las redes sociales, el activista Yaser Morazán pregunta, con su habitual franqueza y claridad: “¿Cuál es la diferencia entre Ernesto Cardenal y Tomás Borge, Carlos Tünnermann o Humberto Ortega? Todos ministros en la década de los 80 en Nicaragua, responsables del exilio, secuestro, torturas, confiscaciones y asesinatos de seres humanos que vivieron lo mismo que ahora vivimos nosotros.” Decidí responderle, porque la muerte de Cardenal, en estos días de autoexamen colectivo, no puede pasar sin que hagamos preguntas como esa. 

Preguntas difíciles, que en otros tiempos hubieran sido zona prohibida al debate, de las muchas que desafortunadamente han bloqueado nuestro desarrollo cultural.  Permítanme ofrecer aquí una versión ampliada—y un poco más ponderada—de la contestación que publiqué en las redes:

Es necesario que la gente evalúe el papel que juegan en la historia política los personajes públicos. Por supuesto, se trata de un ejercicio delicado, controversial. Requiere de mucha reflexión y mucho estudio de detalles, mucho trabajo de historiador. De lo contrario es difícil pronunciar un juicio realista, ya no digamos justo.

Con la información que tengo, esta es mi opinión: Ernesto Cardenal no fue–nadie lo es–perfecto, y sí, jugó un papel, cuyo peso no sé valorar, en la propaganda de las ideas que construían apoyo para el régimen cubano y para la estrategia de toma del poder del FSLN. No es una actuación con la que yo simpatice.  Veo a la revolución cubana como el fraude más costoso, y más grande, perpetrado contra una nación independiente en Latinoamérica, seguido ya de cerca–y reduciendo distancia–por el del ascenso al poder del FSLN y los 40 trágicos años que este ha significado. 

¿Hasta dónde es criticable éticamente la postura del poeta? ¿Hasta dónde, alguien que comparta mi opinión sobre el castrismo y el FSLN, puede condenarla a la sombra de los crímenes de ambos, y no como un error de entendimiento, de los que comete hasta el más benigno de los bien intencionados? Porque no es lo mismo decir que “los sueños de Fidel valieron la pena” en 2016, ni llamar “ni bueno ni malo” a Tomás Borge en 2012, como hiciera otra escritora nicaragüense, que participar en la euforia de los primeros tiempos de la revolución cubana; tiempos rápidos, de rápidas corrientes, que lo hacen a uno imaginar las circunstancias en las que los enemigos del viejo orden feudal europeo articularían excepciones morales para Napoleón. Son épocas-aludes que arrastran a no pocos; arrastran a las masas, y hay muy pocas “cabezas claras” [para usar la expresión de Ortega y Gasset] que logran salirse antes de quedar, de una manera u otra, cubiertas de lodo.

No hay que olvidar que lo que hoy vemos como opciones éticas puras, quizás porque hemos aprendido, quizás porque del alud queda solo suciedad, en su momento tuvo al menos algo de opaco. Latinoamérica, en aquellos entonces, era un territorio lóbrego para la justicia y la libertad. Nuestros problemas siguen ahí, sin solución, pero la forma en que domina la injusticia ha variado. La América Latina de los años 60 y 70 yacía bajo una bota ensangrentada cuya marca era “Hecha en Estados Unidos” y cuya referencia era un presunto credo democrático “occidental”.  Hay que añadir que la región estaba (lo está hoy, pero lo está menos, por la globalización) en un atraso cultural degradante: la idea democrática era sencillamente ajena para moros y cristianos. Por eso, la fascinación del poeta con la Cuba que decía resolver, por decirlo así, la mitad del problema, el hambre acuciante, la opresiva desigualdad social, al precio de la libertad política–que de todas maneras era una quimera en casi toda la región–me parece a veces comprensible.  Supongo que la crítica que debe hacerse a él, tanto como a la mayoría de los intelectuales latinoamericanos de la época, es que sucumbieron al facilismo de una presunta solución que venía del poder, y venía de ideologías y filosofías europeas ya para entonces desgastadas por la tragedia de la Unión Soviética y de la China comunista.  No fueron capaces, con escasísimas excepciones, de colocarse al margen del glamur napoleónico, de identificar al poder como la raíz de los problemas sociales, y desde la autonomía moral esforzarse por buscar, en postura creativa, las causas del estancamiento social, político y económico de nuestros países. Desperdiciaron, en este aspecto, su enorme talento y su intuición, gente de tan variadas historias personales como Galeano, García Márquez, el mismo Vargas Llosa; y por supuesto, Cardenal. Cada uno es un caso diferente. En el que nos atañe, debo confesar que no logro llegar (o regresar, en mi caso) a una conclusión categórica a la pregunta inicial de este párrafo.  Quizás sea imposible, sin ser Dios, cuando se trata de caracteres muy complejos que transitan tiempos de gran agitación.

Pero una vez fuera de esa zona de controversia, creo que hay muy poco que pueda usarse para comparar a Cardenal con Tünnerman, Borge y Ortega. El poeta duró casi nada como ministro de Cultura, duró aún menos con la autoridad de un verdadero ministro, y de hecho el Ministerio en sí duró poco. Lo destruyó, como es bien sabido, la gula de poder de Rosario Murillo. 

Que yo sepa, ni Cardenal ni el Ministerio se embarcaron en proyectos como la educación militarista y partidaria de la que Tünnermann es responsable. Evidentemente que sería un débito en su contra. Y aunque la imagen de cura revolucionario hubiese contribuido al mercadeo de su obra, no puede decirse de él que haya usado su posición en los 80 para impulsar a nivel internacional su carrera literaria, como hicieron otros; la de él ya era estelar.

En cuanto al ejercicio del poder que tuvo Cardenal, cuando lo tuvo, la cosa es, me parece, mucho más simple y clara: no hay punto de comparación alguno con el carcelero Tomás Borge, asesino como Humberto Ortega, y responsable, con el resto del directorio sandinista, de crímenes de lesa humanidad y de hundir al país en la guerra civil. La verdad es que Cardenal, siendo poco ‘político’, y aparentemente poco dotado en las artes de la guerra cortesana, fue más bien instrumento de los zorros del poder, y muy pronto quedó inerme ante los más maquiavélicos, como Rosario Murillo.

Después viene el lado del «haber», el lado que es positivo sin controversia: Ernesto Cardenal dejó una obra que es patrimonio para Nicaragua; no fue un ladrón; vivió austeramente, despreocupado de los lujos materiales; parecía identificarse genuinamente con el dolor del país; fue valiente contra Somoza, y fue valiente, aún desde su fragilidad de anciano, contra Ortega, quien lo acosó. No era un hombre apacible, podía ser muy áspero, pero muchos lograban saltar por encima de estas imperfecciones humanas para descubrir sinceridad, bondad y sabiduría. Lo he escuchado de gente que a través de los años estuvo cerca del poeta. De nadie he escuchado que exhibiera malas intenciones, ni que maniobrara o conspirara para acumular poder o riquezas.

Hasta ahí lo que puedo decir. Cada quién hará su propia suma. En la mía, no puedo ubicar al poeta cerca de los sujetos que menciona Morazán en la pregunta que ha dado origen a estas reflexiones. A ninguno de ellos considero decente; hay asesinos en el grupo. ¿Me equivoco? A lo mejor, pero esto es lo que puedo concluir hoy, meditando honestamente sobre lo que sé…

Además, no puedo pasar por alto que Cardenal nos ha dejado armas como esta:


«Escucha mis palabras, Oh, Señor
Oye mis gemidos
Escucha mi protesta
Porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores
ni partidario de su política
ni te influencia la propaganda
ni estás en sociedad con el gángster

Usémoslas.

Francisco Larios

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