¿Es lícito matar al tirano? La pregunta del Padre Juan de Mariana, S.J.
En un arranque de reverencia contestataria, el padre de un amigo mío le añadió “Rigoberto” a su nombre de pila. Poco antes, el poeta nicaragüense Rigoberto López Pérez había entregado su vida a cambio de terminar con la del dictador de turno, el primer Anastasio Somoza. A mi amigo le contaron, años después, que la idea no había caído nada bien a su abuelo, quien finalmente logró extirpar el que habría sido su segundo nombre. ¿Cómo permitir que una criatura de ‘buena familia’ se llamase como un asesino?
Aunque, como es natural, las élites nicaragüenses no han sido reticentes en el uso directo o vicario de violencias cuando las consideran necesarias para defender su feudo-país, tienden a predicar al resto de los ciudadanos un pacifismo de cálculo que visten de lealtad doctrinaria a la Iglesia.
Por eso conviene recordar que en el seno del catolicismo el tema de la legitimidad de la violencia se emancipó muy tempranamente del “No matarás”, y se ha sometido, a través de la historia, a una gran variedad de relativizaciones. Una de ellas es la famosa disquisición del Padre Juan de Mariana, publicada por primera vez en 1599.
Juan de Mariana (1536-1624) fue un sacerdote jesuita y teólogo conocido por su cuestionamiento de la legitimidad del poder absoluto, en una era en que las doctrinas del absolutismo más bien maduraban que retrocedían. De trasfondo: los inicios de la larga lucha por imponer Estados nacionales sobre la dispersión feudal del poder en gran parte de Europa.
El padre de Mariana es uno de los grandes pensadores de la Escolástica española tardía, una tradición filosófica y teológica del Renacimiento en España conocida por sus reflexiones sobre la ley natural, la soberanía política y la economía que es, de hecho, precedente y precursora (y puede argüirse, más libertaria) que las famosas corrientes anglo-francesas en que destacan, por ejemplo, Thomas Hobbes, Voltaire y Rousseau.
Dentro de la Escolástica tardía española brillan, con De Mariana, pensadores de la Escuela de Salamanca: el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), reconocido fundador del Derecho Internacional y autor de una doctrina de la guerra justa; el jesuita Francisco Suárez (1546-1617), quien mucho antes de Locke (al igual que De Mariana), afirmaba que la autoridad política provenía del consentimiento de los gobernados; y el también jesuita Luis de Molina (1535-1600), cuya teoría de la «Concordia» buscaba reconciliar (contrario al fatalismo de la predestinación calvinista) la libertad humana con la soberanía divina.
Irónicamente, estos autores, religiosos y teólogos, producen una justificación del poder del Estado que no depende de ningún mandato divino ni, como en el caso de Hobbes, asume que los súbditos hayan concedido o deban conceder, y por tanto estén obligados a respetar, la soberanía absoluta del monarca, o en lenguaje contemporáneo, del Estado.
Como una introducción al pensamiento del padre De Mariana sobre el tema de la violencia, en particular la dirigida mortalmente a quien encabece una tiranía, traemos a nuestros lectores un fragmento del Capítulo VI de De Rege et Regis Institutione, (Del Rey y la institución real, titulado “Si es lícito matar al tirano”. Hemos resaltado en negrilla algunos segmentos reveladores del contenido del ensayo. Para lectores interesados en leer la obra completa, incluimos una versión en PDF.
SI ES LÍCITO MATAR AL TIRANO
Padre Juan de Mariana, S.J.
¿Qué respeto podrán tener los pueblos a su príncipe (respeto en el que se funda la autoridad) si se les persuade de que pueden castigar las faltas que cometa el rey? Por motivos verdaderos o por motivos aparentes, se turbará a cada paso el más precioso don del Estado, la tranquilidad pública. Caerá sobre nosotros todo género de calamidades y se disputarán los bandos opuestos el poder con las armas en la mano. Quien no crea que estos males deben evitarse carece de sentido común o tiene el corazón de hierro.
Así razonan los que defienden al tirano, pero los abogados del pueblo no presentan menos ni menores argumentos. El pueblo, en donde tiene su origen la potestad regia, dicen, si así lo exigen las circunstancias, no solo tiene facultad para llamar a derecho al rey, sino también para despojarle de la corona si se niega a corregir sus faltas. El pueblo le ha transmitido su poder, pero se ha reservado otro mayor, y así, para imponer tributos o para cambiar sus leyes fundamentales, es siempre indispensable su consentimiento. No discutiremos ahora cómo debe manifestarse este consentimiento, pero solo se pueden establecer nuevos impuestos y promulgar leyes con la voluntad del pueblo. Y, lo que es más, el derecho a la corona, aun hereditario, solo queda confirmado en el sucesor por el juramento de ese mismo pueblo.
Es preciso además tener en cuenta que han merecido en todos tiempos grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fue puesto por las nubes el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de los treinta tiranos que la tenían oprimida? ¿Por qué fueron tan ponderados Aristogitón y Harmodio? ¿Por qué los dos Brutos, cuyos elogios repiten con placer las nuevas generaciones, están legitimados por la autoridad del pueblo? Conspiraron muchos sin éxito contra Domicio Nerón, y nadie censura su conducta, sino, por lo contrario, han merecido la alabanza de todos los siglos. Así murió Cayo, aquel monstruo horrendo, a manos de Quereas; Domiciano a las de Esteban. Y ¿quién condenó jamás la audacia de esos hombres y no la consideró digna de la mayor alabanza? Y así lo enjuiciamos, por sentido común, que es como una especie de voz natural, salida del fondo de nuestro propio entendimiento, que resuena en nuestros oídos y nos enseña a distinguir lo torpe de lo honesto.
Añádase a esto que el tirano es como una bestia fiera e inhumana, que adondequiera que vaya lo devasta, lo saquea y lo incendia todo, haciendo estragos en todas partes con sus uñas, sus dientes y sus cuernos. ¿Habláis de disimular? ¿Quién creerá que no es digno de elogio quien con peligro de su vida trate de salvar al pueblo de sus garras? ¿No deberán lanzarse todas las flechas y los puñales contra un monstruo cruel que mientras viva no ha de poner coto a su carnicería? Llamarás cruel, cobarde o impío al que al ver maltratadas a su madre o a su esposa no las socorra; y ¿hemos de consentir que un tirano veje y atormente a su capricho a nuestra patria, a la cual debemos más que a nuestros padres? Lejos de nosotros tanta maldad, lejos de nosotros tanta villanía. Aunque hayamos de poner en riesgo la riqueza, la salud y la vida, hemos de salvar la patria del peligro y de la ruina.
Tales son las razones de una y otra parte. Consideradas atentamente, no será difícil explicar el modo de resolver la cuestión propuesta. En primer lugar, tanto los filósofos como los teólogos están de acuerdo en que, si un príncipe se apoderó de la república, por la fuerza de armas, sin derecho alguno y sin que interviniera el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera del gobierno y de la vida. Pues es un enemigo público que provoca todo género de males a la patria y merece verdaderamente el nombre de tirano, y no solo puede ser destronado, sino que puede serlo por cualquier medio, incluso con la misma violencia con que él arrebató el poder. Por cuya razón Ayod, después de haberse captado con regalos el favor de Eglón, rey de los moabitas, le clavó un puñal en el vientre Y arrancó así a su pueblo de la servidumbre que había soportado cerca de veinte años.
Pero si el príncipe hubiese subido al trono por derecho hereditario o por la voluntad del pueblo, creemos que ha de sufrírsele, a pesar de sus liviandades y sus vicios, mientras no desprecie las leyes del deber y del honor a las que está sujeto por razón de su oficio. No se puede cambiar fácilmente de reyes si no queremos incurrir en mayores males y provocar disturbios, como decíamos al iniciar este mismo capítulo. No es posible ignorar su maldad cuando trastornan toda la comunidad, se apoderan de las riquezas de todos, menosprecian las leyes y la religión del reino y desafían con su arrogancia y su impiedad al propio cielo. En este caso hay que pensar en el medio de destronarlos, a fin de que no se agraven los males ni se vengue un crimen con otro. Si están aún permitidas las reuniones públicas, la vía más expedita y segura será consultar el parecer de todos y aceptar como más razonable lo que se estableciere de acuerdo.
Se debe proceder con mesura y por grados. Primero se debe amonestar al príncipe y llamarle a razón y derecho. Y si se aviniera a razones, si satisficiere los deseos de la nación, si se mostrase dispuesto a corregir sus faltas, no hay para qué pasar más allá ni intentar remedios más amargos. Si, por el contrario, rechazara todo género de observaciones, si no dejara lugar alguno a la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey. Y como esta declaración provocará necesariamente una guerra, conviene preparar los medios de defenderse, procurarse armas, imponer contribuciones a los pueblos para los gastos de la guerra, y si fuera necesario y no hubiera otro modo posible de salvar la patria, matar al príncipe como enemigo público, con la autoridad legítima del derecho de defensa. Pues esta facultad reside en cualquier particular que, sin preocuparse de su castigo, y despreciando su propia vida, quiera ayudar a la salvación de la patria.
Se preguntará qué debe hacerse cuando no hay ni la posibilidad de reunirse, como acontece muchas veces. Sostengo la misma opinión: si el pueblo está oprimido por la tiranía del príncipe, porque no se puedan reunir los ciudadanos, no debe faltar en ellos la voluntad de derribar al tirano, vengar las manifiestas e intolerables maldades del príncipe ni reprimir los conatos que tiendan a la ruina de los pueblos, tales como el de trastornar la religión patria y llamar al reino a nuestros enemigos.
Nunca podré creer que haya obrado mal el que, secundando los deseos públicos, haya atentado en tales circunstancias contra la vida de su príncipe. Ya hemos dado muchas razones, y creemos que estas razones son suficientes.
Una vez resuelto que existe un derecho a matar al tirano, la cuestión de hecho es quién merece ser tenido realmente por tirano. Temen muchos que con esta teoría no se atente a menudo contra la vida de los príncipes, denunciándolos como tiranos, mas es necesario advertir que no dejamos la calificación de tirano al arbitrio de un particular ni aun al de muchos, sino que queremos que lo pregone como tal la fama pública y sean del mismo parecer los hombres respetados por su sabiduría y prudencia.
De otro modo irían los negocios humanos si se encontrasen muchos hombres de gran corazón dispuestos a despreciar su bienestar y su vida por la libertad de la patria; pero desgraciadamente detiene a muchos en sus nobilísimos intentos el deseo de conservar su bienestar y su vida.
Entre tantos tiranos como existieron en la antigüedad, podemos contar pocos que hayan muerto por la espada o el puñal. En España apenas uno que otro, si bien debe esto atribuirse a la lealtad de los súbditos y a la clemencia de los príncipes, que ejercieron con humanidad y moderación el poder que poseían legítimamente. Es, sin embargo, saludable que estén persuadidos los príncipes de que, si oprimen al reino, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, pueden ser privados de la vida, no solo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones venideras. Quizá este temor sirva para que no se entreguen tan fácilmente a la liviandad en manos de sus corruptores cortesanos y pondrá algún freno a sus excesos. Y lo que es más importante, que esté persuadido de que es mayor la autoridad del pueblo que la suya, sin prestar oídos a esos hombres malvados, que para adularle afirman lo contrario.
Con referencia a la observación que antes recogíamos sobre la conducta del rey David, debe contestarse que este no tenía una causa suficiente para matar al rey Saúl, ya que podía recurrir a la fuga para proteger su vida. Y que siendo el rey Saúl un rey constituido por Dios mismo, si lo hubiera asesinado para protegerse, su acto se habría atribuido a impiedad y no a amor del bien público. Además, las costumbres de Saúl no fueron tan depravadas, ni puede decirse que oprimiera tiránicamente a los súbditos, ni que se apoderara de sus bienes, ni quebrantase con escándalo las leyes divinas y humanas. Ciertamente, la corona debía pasar a David cuando Saúl muriera, pero sin que esto justifique que le arrebatara el poder y la vida. No sé cuál sería el fundamento de san Agustín en el capítulo XVII de su obra contra Dimano cuando afirma que David no quiso matar a Saúl, aunque le estaba permitido.
Creo que no es necesario esforzarnos para rechazar la objeción que se hace sobre el respeto de la vida de los emperadores romanos por los cristianos perseguidos. Se estaban entonces poniendo los fundamentos de la grandeza de la Iglesia, que ha llegado a extenderse hasta los últimos confines de la tierra. Cuanto mayor era el número de los mártires, y a medida que crecía la opresión, por un verdadero milagro, aumentaba el número de los cristianos. No era razonable en aquellos tiempos que los cristianos atentaran contra la vida de los emperadores, aunque estuviera permitido por el derecho y por las leyes. Y que esto era así nos lo demuestra el notable historiador Somoza cuando en el capítulo II del libro VI de su Historia, al discutir si era cierta la acusación de que un soldado había dado muerte al emperador Juliano, dice que, si lo hubiera hecho, lo habría realizado con derecho y que merecía por ello ser alabado. Creemos, por lo demás, que se deben evitar las sublevaciones populares para que con la alegría de haber depuesto al tirano no se produzcan excesos, se olviden las medidas con que se debe proveer al bien público y se haga estéril o vana tan grave decisión. Deben intentarse todos los caminos posibles para corregir al príncipe antes de llegar a esa extrema y gravísima resolución. Pero si se ha perdido toda esperanza, si está en grave peligro el bienestar público y la santidad de la religión, ¿quién no comprenderá y confesará que es lícito derribar al tirano con la razón del derecho, de las leyes y de las armas?
Por último, algunos suscitarán la duda de por qué el tiranicidio fue reprobado en el Concilio de Constanza, que condenó la proposición de que “cualquier súbdito puede y debe matar al tirano no solo por la fuerza manifiesta, sino también por medio del fraude o artificios engañoso”. Hay que advertir que este decreto no fue aprobado por el romano pontífice Martín V ni por el papa Eugenio o sus sucesores. Y sin esta aprobación no tienen validez los decretos de los Concilios eclesiásticos. Además, como sabemos, este decreto se dio en una época de grave perturbación de la Iglesia, cuando tres pontífices a la vez se disputaban la silla de San Pedro.
Y el propósito de los padres conciliares fue, sin duda, frenar la licencia de los husitas y reprobar su doctrina, según la cual era lícito destronar a los príncipes por cualquier crimen cometido, atribuyendo a cualquiera la facultad de deponerlos del poder que injustamente ejercían. Es probable que suscitara también este decreto el propósito de condenar la opinión de Juan Petit, teólogo de París que trataba de excusar el asesinato de Luis de Orleáns por Juan de Borgoña con la doctrina de que se puede, por autoridad privada, asesinar al rey que está próximo a caer en la tiranía. Lo que sin duda no es lícito cuando, como en aquel caso, existe un juramento de fidelidad y no se espera a que se pronuncie la sentencia de un superior a quien corresponda verdaderamente esta facultad.
Esta es mi opinión, hija de un espíritu de sinceridad, opinión en la que, como hombre, puedo equivocarme y que estoy dispuesto a rectificar si alguien me diera mejores argumentos. Y para terminar la discusión de este problema, me agrada concluir con las palabras del tribuno Flavio, que, habiendo sido convicto en una conspiración contra Domicio Nerón, y como le preguntaran cómo pudo olvidar un juramento de fidelidad, respondió: “Aunque te odiara, no tuviste un soldado más fiel mientras mereciste ser amado. Comencé a odiarte después de que asesinaste a tu madre y a tu esposa y comenzaste a actuar como un payaso, como un auriga y como un incendiario”. Esta frase, propia de un militar con un espíritu viril, la refiere Tácito en el libro 15 de su Historia.
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.