Frontispicio

Antonio Gamoneda
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Y recado insurgente y urgente, portador de preguntas y méritos


Para Francisco de Asís Fernández Arellano, poeta habitante de la luz y la sombra de su natal Nicaragua, que escribió con amor y dolor el libro intitulado Hay un verso en la llama

Francisco de  Asís, Caballero Mayor de los lagos, Condottiero de los Grandes Volcanes, Príncipe y Comendador de la Selva, Pastor de la Poesía Lustral de Nicaragua:

Me dicen que vistiendo tu veste tejida con las últimas hebras de la pureza americana, conduces monturas de fuego, y que tú mismo adelantas  relámpagos si cabalgas hendiendo la inmensidad de las sombras.

Me dicen asimismo que vigilas y ordenas soledades extensas sobre la piel augusta del mar, y que tu verso, tejido a su vez con orquídeas y llamas, detiene a las garzas que sobrevuelan las espumas atlánticas.

Me han dicho también que estás ebrio de tormenta y de luz, y que los presagios rodean tu cabeza y liban de ella como lo hacen las abejas unánimes del eucalipto y de la flor del almendro, y que los presagios viajan a los grandes abismos y allí depositan el perfume logrado en tu aura poética.

Francisco de Asís, respóndeme: ¿qué te hace confiar aún en este mundo sangriento? ¿No muerde nadie con súbitos dientes la carne morada de tu corazón continental, de tu amoroso corazón percutiente?

Sé que, como el cenzontle de ojos dorados y vertiginosas alas, que canta incansable y hermoso en la  púrpura del árbol del ámbar, tú cantas libre y candente en la luz de los días, y con un ademán de tu mano induces el amanecer y levantas un pueblo de palomas que pacifica el azul sobre los templos de Granada.

Francisco, quiero dejar de sentir pena por mí mismo; no quiero bajar a tientas al jardín de la vida. Tú aprendiste las lecciones del amor antes de nacer; ahora yo quiero aprenderlas de ti.

Muéstrame el infinito rumor que conoces; el acorde incesante que dispone la conducción de las constelaciones y de los planetas distantes; muéstrame la amapola y los frutos desnudos (la pulpa viva del durazno, quizá) que he de poner en mi boca para que mis labios digan aquellas palabras que convocan el silbo inminente de otros labios.

Francisco, quiero conocer  tus sílabas; comprender la luz en las altas laderas antes de que el sol caiga sobre la Sierra Madre y las planicies volcánicas, sobre las selvas profundas y los lagos insomnes, sobre cuanto articula las vértebras de tu patria.

Francisco, desvélame tus respuestas; desvélame los códices sagrados: la Cosmogonía de Nicarao, el Decálogo de Sandino, el Náhuatl Oculto que advertía tu lengua.

Francisco, yo quiero ser tu viejo español semejante: un río de agua virgen que entra al mar y saluda a los delfines y los corales; un río que surca tranquilo la sal y la incertidumbre y reconoce la cifra de las mareas y los vientos.

Yo quiero aprender de tu larga aventura. Aceptaré si es preciso el riesgo supremo del Funámbulo Mágico, el trapecista sin red que sonríe surcando la metafísica azul suspensa en el vértigo del último barranco, para ser corno tú sobre las aguas y las cumbres, para descender como tú a la ciencia y la  conciencia videntes, y conjugar como tú, cantando, el gran verbo infinitivo: amar.

Amar para siempre. Amar sin descanso, sin fondo, sin angostura, sin término. Y no morir; no morir nunca: permanecer amando.