Hablemos en serio sobre eso que llaman libertad

La libertad es una de esas palabras que en nuestros tiempos se toman por sagradas, pero de una manera que para salir del paso llamaré supersticiosa, porque no va más allá del gesto de tocar la estatua de un santo en público.

Visto desde el escepticismo, lo cual no es del todo imprudente, la imagen de “tocar el santo”, podría leerse también como “manosear”. ¿Pero implica una compenetración auténtica con la santidad? Y en el caso de la libertad, ¿qué compromiso, y, sobre todo, con qué? Hasta los movimientos más opresivos han usado la palabra. “El trabajo hace libre” rezaba la entrada de los campos de concentración nazis. Muchos movimientos de “Liberación Nacional” degeneraron en tiranías. Los ejemplos abundan. 

Por eso, las frases altisonantes que retumban alrededor del vocablo “Libertad” pueden ser retóricamente efectivas, pero no son ni remotamente suficientes para mejorar la sociedad; muchas veces son lo contrario: trampas. De tal manera que urge, en estos días de crisis y vacíos, hablar sobre qué es esa “libertad” de la que se habla, y cómo es, cómo se construye, cómo incluye a los individuos y hace posible que la inevitable convivencia social no los aplaste. Cómo hacemos compatible la autonomía personal individual y la cooperación colectiva social sin la cual no podemos existir. Cómo lograr que inclinaciones naturales o evolutivas no nos lleven a la tiranía de un grupo contra otro. 

Es hora de ponernos a esto, de ser serios y ahondar en el asunto. De lo contrario, vamos a más caos y más tragedia. Y vamos a más incoherencias. 

Como decirse uno demócrata solo porque se declara opuesto a una dictadura en particular. Una y mil veces esa es, precisamente, la puerta de entrada de otros autoritarios. Gente que odia a Franco pero idolatra a Stalin; gente que odia a un Castro, pero idolatra a un Somoza, o al revés; gente que siente nostalgia por Pinochet o Fujimori, pero sin cambiar de clave cantan a Bukele, culpable ya de cientos de asesinatos y cuya familia se enriquece ilícitamente (como hizo la de Pinochet); gente como los estalinistas de Izquierda Unida en España, que reclaman derechos y libertad en su país, pero apoyan a monstruos violadores de derechos humanos como Maduro y Ortega. Gente que se indigna porque Ucrania se defiende de la invasión rusa, y llama a Zelensky dictador y agresor, mientras maquilla o excusa a Putin. Al mismo Putin que maldicen como aliado de dictaduras que dicen odiar. 

Un manicomio. 

Gente que propone excluir de un sistema democrático a otros por sentir o pensar diferente (puede ser lo que llaman “ratas comunistas” por votar al partido Demócrata de Estados Unidos; “somocistas” o “sandinistas” en Nicaragua; “izquierdosos” o “fachas”, o el epíteto a mano; siempre hay uno a mano, generalmente es lo único que su mano alcanza). 

Gente para la que un compatriota, por el hecho de tener una preferencia o una emoción política diferente a la suya, la cual obviamente le ha llegado express del Cielo (¿no se les nota la Iluminación?) se convierte en un hereje a quien hay que eliminar, a quien pretenden expulsar de la vida pública, e incluso de la vida sin adjetivos. No hace falta demostrar que el candidato a la hoguera haya cometido un crimen, como precisamente requiere el Estado de Derecho que cacarean sin entender (o sin creer). 

Gente (“tontitos” los llamó en algún momento un periodista perseguido por una dictadura hispanoamericana) que afirma que la democracia es “de derecha”. Hay también, cómo negarlo, quienes afirman lo que pareciera ser opuesto, pero en el fondo es igual, que “libertad” es solo la “izquierda” que ellos definen como tal, o tal como ellos la definen: al gusto del cocinero, cada uno con su guiso. 

Dan ganas de exclamar, como escuché muchas veces hacer a señoras devotas en mi país, “¡La sangre de Cristo!”. Facundo Cabral lo dijo más laico, más humorosamente: “boludos”, dijo; “pendejos”, traducirían otros; gente incapaz de pensar nada a profundidad; y no se sabe si no quieren o no pueden hacerlo; “boludos”, dijo Facundo. Y hay que decir que también muy poco tímidos. El recato no es lo suyo. Al hablar son de una contundencia rotunda, apocalíptica. De tal manera que frente al horrorizado universo pensante citan a pulmón repleto y cuello alto de autoridad frases sin sentido, como un borracho en funeral ajeno. “Tontitos”, al final de cuentas; hacen mal, y muchas veces se hacen ellos mismos el mal. 

Han montado un circo en este disparatado primer cuarto de siglo XXI (el “futuro” que iba a ser principio y perfecto y tecnológico, no olvidemos la sangrienta ironía). Y qué circo. ¡Qué circo! Todo tipo de criaturas viene en la caravana. No exhibirán cautivos de otras latitudes, o fulanos de dos metros y medio de alto, o mujeres con más barba que un Tolstoi. Pero se ha visto entre la tropa a personajes como uno que no solo se ha visto, sino que yo vi en Estados Unidos: hispano, negro, pobre, inmigrante…y trumpista. 

Qué más quisiera uno que decir “cosas veredes” y seguir de paso, pero esa resignación es un lujo incosteable, porque los del manicomio abren huecos en el barco donde todos vamos. Ya para rematar, o como dicen algunos con un humor de calvario que viene al caso, “para más INRI”, entre los desquiciados hay ciertos que, con la mano derecha escondida bajo el abrigo napoleónico, cortos de lectura y en incontrolable incontinencia, estampan su firma bajo frases cuyo genio inventa in situ, in promptu, ipso facto, como inmortales referencias históricas. ¡Qué Confucio ni qué ocho cuartos! ¡Firmo! Y lo dedico a las generaciones futuras, que me verán como al gigante que he sido, y harán para mí la estatua de rigor en su correspondiente escala. 

Por eso digo: pongámonos serios, que el asunto es serio, y hay una revuelta en el manicomio. Si se quedan con el timón los desquiciados, se hunde el barco.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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