Impunidad y Estado de Derecho: el ejemplo de Estados Unidos

<<… el poder crea, junto a sistemas de desigualdad, sistemas de impunidad>>

Los líderes, defensores y propagandistas de Estados Unidos proclaman orgullosamente, frente en alto, altivo el pescuezo y la voz proyectando certeza que, en su patria, hogar del bravo, tierra del libre, “nadie está por encima de la ley”. A los ciudadanos del país los socializan desde temprana edad en esta creencia; es parte, les inculcan, de la naturaleza “excepcional” del “gran experimento” humano que es su nación. 

Tal parte del código ético y discursivo estadounidense es la formulación más arrojada e impetuosa de lo que, en efecto, constituye la naturaleza del Estado de Derecho, y del Estado Liberal-Democrático desde inicios de la Modernidad. 

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Claro, digo “Liberal” en sentido filosófico-doctrinario, para proteger el muy honorable pensamiento de la caricatura tosca, trivial, ignorante y matrera que de esta palabra hacen en otras latitudes. Se me vienen a la mente los “liberales” de Nicaragua, mi terruño, que tienen menos idea de lo que ese concepto significa (y, sobre todo, lo encarnan mucho menos) que la propia dictadura de los Somoza. 

Esta, gracias al sadismo de la Historia, se erige a pesar de sus crueldades como una cúspide de pensamiento civilizatorio en comparación a los “liberales” de hoy. Y también, por supuesto, comparada con el FSLN y su engendro orteguista. Porque este movimiento, que tantas vidas sacrificó, y al que tantas voluntades revolucionarias se entregaron, devino un conservadurismo tradicionalista, reaccionario, paternalista, caudillista, y para completar de adornar el pastel, con un baño de fundamentalismo teísta (o fariseísmo) nauseoso, del que hacen “gala” también los “liberales”.

El análisis histórico, o al paso que vamos, la arqueología, mostrará que el llamado “sandinismo” se convirtió, incluso desde antes del 1979, en el sueño de la oligarquía poscolonial de raíz latifundista hecho realidad; y hecho también fantasía ideológica. 

Por eso no es accidente que desde el 1979, pasando por los gobiernos “liberales” de los 1990 hasta el momento actual, se haya completado la restauración del dominio de las rancias élites oligárquicas conservadoras; una restauración que de hecho repite los mismos apellidos en el poder económico y en los grupos políticos. 

Repite también el patrón de incapacidad de las viejas castas para dar a luz, a pesar de su abrumador poderío económico, a administradores del Estado que les cobija, más un proceso de sucesión ordenada con algún viso de modernidad. Este fracaso hace que termine atrapando el manejo de los asuntos públicos un “plebeyo”, “mandador de finca” advenedizo: un Somoza, o un Ortega. 

El “mandador” que sí tiene destreza política, llega a enriquecerse e impone una versión mafiosa del orden social. Puede chocar con los dueños de la hacienda o puede hacerlos más ricos (ambas situaciones con frecuencia, aunque no todo el tiempo, se dan juntas). 

El primer Ortega chocó; su FSLN rompió la alianza que había establecido con los grupos oligárquicos (hubo excepciones; la relación con el grupo Pellas-Chamorro fue un tanto más cálida y ventajosa para estos, para ambos). 

El segundo Ortega, aunque a la manera de un Padrino de la Cosa Nostra haya enseñado a los milmillonarios que el “mandador” es su amo en la política, convirtió las dos décadas desde su retorno a la Presidencia en una bonanza fastuosa y feliz para la oligarquía conservadora, la cual ha logrado incluso ingresar (desde un país hundido en la miseria) al exclusivo club de los 2600 milmillonarios del planeta, gracias al experimento “revolucionario” –– para emplear las palabras de Carlos Pellas Chamorro–– de aliarse con un sujeto de criminalidad comprobada. 

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Pero miren cómo los paralelos humanos que uno va encontrando en los actos del poder parecieran arrastrarnos hacia una digresión inconexa con el tema de arranque. 

No es así. En todo caso, regresemos al más estrecho cauce original: la pregunta que motiva el presente escrito es si, de alguna manera, se ajusta a la verdad la autoimagen ––e imagen proyectada–– de Estados Unidos como un país donde “nadie está por encima de la ley”.  

Yo creo (no digo yo , porque no he estado en el futuro, y me falta una oncita de temeridad para decir saber) que estamos a punto de verificar una vez más la universalidad de la hipocresía humana. 

Esta vez la evidencia vendrá de los pulmones gigantes y el monumental amplificador de sonido del país más poderoso del planeta, el que asegura poseer una estructura moral y legal modélica, que el resto del mundo debería imitar si quisiera acercarse a la perfección democrática. De ahí que todavía gusten de llamar al Presidente de Estados Unidos “líder del mundo libre”.

Algún lector impaciente––si es que le duró la paciencia hasta aquí—estará preguntándose qué quiero decir después de tanto aparente rodeo. Pues algo que, por más transcendente y misterioso que sea, es a la vez muy sencillo: los votantes de Estados Unidos acaban de elegir Presidente para el período 2025-2029 a un individuo previamente declarado culpable en un juicio penal con todas las garantías procesales; sin duda alguna, dentro de la ley. 

Una mayoría relativa, escasa pero clara, de los votantes, ha escogido para liderar al país a un criminal convicto; ha decidido que este hombre, que hace despliegue obsceno de su desprecio por las normas convencionales de la civilización, no debe estar en la cárcel, pagando sus crímenes, sino en la Casa Blanca, administrando la cosa pública. La mayoría ha dicho: yo confío en este estafador y violador confeso y condenado. Ha dicho: descartamos el contrapeso de la Justicia frente al poder. 

El Demos, finalmente, ha atropellado la intención del orden constitucional (si no su letra) con el que los fundadores de Estados Unidos creyeron blindarlo, precisamente, de un demagogo como el criminal convicto. La República, todos los instrumentos que presuntamente impedirían el ascenso al poder de un sujeto que pusiera en peligro la libertad, ha tropezado con la marea de los tiempos: no debemos olvidar que, en la visión de los padres fundadores, ese peligro se movía, contra la moderna intuición democrática, a través y por la fuerza del Demos. Por eso, la trama institucional que diseñaron se orientaba a restringir la capacidad de un sujeto como el criminal convicto de usar a las masas para acceder a un poder central que también imaginaban de menor alcance represivo que el contemporáneo. 

Si algo queda claro después de la elección de 2024, es que el sistema original de pesos y contrapesos hace aguas.

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Cuando me han preguntado––muchísimas veces––por qué a un criminal convicto se le permite aspirar al cargo político más poderoso del país, que además lo coloca en la jefatura de las fuerzas armadas e investigativas más poderosas del mundo, no he sabido qué respuesta sensata dar. 

No es que no haya leído los tecnicismos (más que todo justificativos) que hacen posible tal incongruencia; es la incongruencia misma el problema. Porque a la pregunta de “¿cómo es posible…?” la única respuesta que dan, de modo circular, es que “no queremos que esto afecte el curso de las elecciones”, lo cual, evidentemente, no responde “¿cómo es posible que pueda ser candidato a la Presidencia un criminal convicto?”.  

El resultado “neto”, si es que hay en este sinsentido forma alguna de extraer un balance, es que un criminal convicto no puede votar en La Florida (donde le corresponde al convicto de marras) pero en ese mismo Estado este criminal convicto puede ser candidato a la Presidencia. Dicho sea de paso, “un criminal convicto no puede votar en La Florida” no quiere decir “el criminal convicto que aspira a la Presidencia”, porque este puede, y pudo, votar por sí mismo para convertirse en el próximo Presidente, desde donde, según ha comentado él mismo, puede auto-perdonarse

Pero la historia, por supuesto, no termina ahí, porque hay diferentes juicios criminales en marcha en varios Estados del país, e incluso en cortes federales, pendientes de conclusión.  

Hay, de hecho, uno a cargo de un Fiscal Especial nombrado por el Departamento de Justicia, que a su vez quedará, a partir del 21 de Enero de 2025, bajo la autoridad del electo criminal convicto. Sin detallar el estadio en que se encuentran los demás casos, los reportes periodísticos sugieren que ha habido alguna pausa mientras jueces y fiscales aguardaban los resultados del proceso electoral. 

Esto hiere nuestra púber inocencia. Estamos, como el famoso jefe de policía de la película Casablanca, “¡¡consternados!, ¡consternados!¡sorprendidos de que haya juego ilegal en este lugar!!” Luego recordamos que, acto seguido, aparece el empleado del casino y entrega al “consternado” guardián un fajo de billetes: «Señor, aquí están sus ganancias.»

Nos sorprende, nos deja “consternados”, en estado de “shock” que el Poder tenga alguna influencia sobre la Justicia, ahí donde “nadie está por encima de la ley”.

Pero siempre queda la esperanza, aunque no recomiendo contener la respiración en su nombre, de que en los meses que vienen los juicios contra el criminal convicto sigan un curso normal, que no decidan “archivar los cargos” para “después de su período”, al igual que los pausaron “para después de la elección”. 

Y la esperanza-––por favor, insisto, no vayan a responsabilizarme de asfixia, no contengan su respiración mientras esperan––de que el juez en cuya corte el electo Presidente fue encontrado culpable de numerosas acusaciones criminales dicte la sentencia de cárcel que cualquier ciudadano, en el país donde “nadie está por encima de la ley”, con toda seguridad recibiría.

Si yo fuera un cínico, diría que el poder crea, junto a sistemas de desigualdad, sistemas de impunidad. 

Y créanme esto, que ya no es una esperanza sino uno más de mis sueños utópicos: ¡cómo quisiera que la realidad me zampara este discurso en el gaznate!  

Mientras tanto, por favor, respiren normalmente.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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