Indio, culebra y zanate: memoria, poder y resistencia desde el fogón y la marimba de Masaya

Porque la verdad también se organiza

“Indio, culebra y zanate manda la ley que se mate”. Así reza un viejo refrán —violento, clasista, despiadado— que alguna vez escuché en voz baja, al calor de un guaro pelón, entre patitas de chancho adobadas, bajo la sombra de un chilamate mojado por el azufre de nuestro volcán encendido.

No era un simple dicho. Era sentencia social. Una condena histórica que resume cómo la élite conservadora de Nicaragua ha mirado por siglos al pueblo indígena, al rebelde, al irreverente, al libre.

Pero esa noche, mientras el humo del fogón subía y la tierra olía a fiesta, entendí que esa misma frase podía invertirse. Porque si algo ha hecho el indio en Nicaragua, es sobrevivir al decreto de su eliminación.

Y esa sobrevivencia la vi, la escuché y la bailé con mi amigo, el ingeniero Walter Solís: un sabio entre dos mundos, con el alma en Monimbó y el algoritmo en Silicon Valley.
Nos une una raíz: somos indios de fibra y de código, de tambor y de data, de yuca y de software.

San Jerónimo no es folclore, es resistencia

Masaya no celebra, Masaya afirma. Cada septiembre y octubre, cuando llega la Fiesta de San Jerónimo, el pueblo se transforma en escenario, altar y manifiesto. Los bailes de marimba —como el de las negras, las inditas, los diablitos, los agüizotes— no son entretenimiento para turistas. Son liturgias populares de identidad, declaraciones coreográficas de que aquí nadie ha muerto aunque nos hayan querido enterrar.

Detrás de cada máscara, hay memoria.
Detrás de cada tambor, hay reclamo.
Detrás de cada danzante, hay un grito que dice:
“Aquí seguimos. No nos mataron. Seguimos bailando, aunque nos duela”.

El indio, la culebra y el zanate no fueron exterminados.
Se convirtieron en comparsa, en coro, en símbolo de dignidad persistente.

Cuando el conservadurismo intentó matar la fiesta

Durante la Primera República Conservadora (1857–1893), los que se creían dueños del país no solo controlaban el poder político y económico: también quisieron reglamentar el alma del pueblo.
Uniformaron conciencias, centralizaron el poder, aliaron Estado e Iglesia para imponer orden y “buenas costumbres”.
La fiesta popular les incomodaba.
El tambor les parecía desobediencia.
El grito indígena, amenaza.

Mientras promovían el café para exportación, reprimían las procesiones autóctonas.
Mientras hablaban de “progreso”, despreciaban la marimba.
Mientras construían vías férreas, no construían caminos para la dignidad de los pueblos originarios.

A los que no entraban en su molde, se les clasificaba como indios, culebras o zanates.
Y a esos, la ley simbólica del poder decía: “mátese”.

El fogón y la marimba: nuestros algoritmos ancestrales

Pero ni el decreto, ni la modernidad excluyente, ni el racismo institucional han podido con el fogón de Masaya.
Porque el fogón, como la marimba, es un algoritmo del alma.

Cada tortilla que sale del comal cuenta una historia.
Cada yuquita con chicharrón es archivo.
Cada caldillo con su chilito congo es un acto de resistencia cultural.

Y en ese mismo fogón, el indio que alguna vez fue despreciado por “inculto” hoy escribe código, diseña redes, emprende desde el exilio, pero no olvida cómo se baila con San Jerónimo.

Conclusión: No somos folclore. Somos raíz.

La historia de Nicaragua no está escrita solo en libros y decretos.
Está tatuada en las danzas, en los santos, en los platillos, en los nombres de los pueblos que el conservadurismo intentó domesticar, pero que nunca lograron callar.

Monimbó no es postal: es posición política.
San Jerónimo no es fiesta: es afirmación histórica.
La marimba no es sonido: es software ancestral.

Por eso, cuando digan “Indio, culebra y zanate manda la ley que se mate”, respondamos bailando más fuerte, cantando más alto, escribiendo con más verdad.

Porque, como me enseñó mi abuela entre ollas de barro:

“El que come yuca, aguanta.
El que baila marimba, resiste.
Y el que recuerda, no se arrodilla”.

Douglas Lee
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