La ética del llamado #ALaCalle
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Uno de los aspectos más alentadores de la lucha por la democracia en Nicaragua es el surgimiento de una sensibilidad ética hasta ahora ausente en los debates sobre la acción política. Los demócratas se diferencian también de las élites fracasadas en esto: la vida humana de todos los ciudadanos es preciosa; no debe usarse como carne de cañón, no debe traicionarse su sacrificio. La vida humana debe ser punto de partida y de regreso del sistema político.
No más alentar rebeliones que sirvan para posteriores pactos. No más botín de guerra, ni lealtad a caudillos de la tierra. La democracia es de todos, para todos, y con todos, o no es democracia.
Este impulso ético obliga a la revisión, a la luz de sus costos humanos, de la conducta de quienes lideran o convocan a otros a la acción. ¿Es ético llamar a los ciudadanos a protestar contra la dictadura, a sabiendas de que arriesgan su libertad y su vida? Más específicamente: ¿es ético alentar a la rebelión, si quien lo hace no es soldado en la revuelta? ¿Es ético para quien está fuera del territorio llamar a sus conciudadanos a la desobediencia civil y a otras formas de protesta contra la dictadura?
Permítanme enumerar algunas consideraciones que vienen al caso.
Actuar éticamente requiere servir a la verdad, no a la mentira. Servir a la verdad exige un doble esfuerzo: entender la realidad y proclamarla.
No es ético abandonar la búsqueda de la verdad, o hacerse el ciego ante esta. Esta ceguera es frecuente cuando el individuo construye un mundo ideológico sobre falsedades convenientes o cómodas. Termina haciéndosele difícil renunciar a sus creencias, porque la falsedad echa raíces y carcome la fortaleza moral y el espíritu crítico del ser humano.
No es ético callar la verdad que uno cree descubrir, como la conclusión de que un gobierno es opresor. Lo hacen en mayor o menor medida individuos que buscan ocupar una posición favorable en más de un escenario: no “comprometerse”. O como la conclusión de que tal o cual forma de lucha puede ser más exitosa. Si se tiene a la libertad por un derecho humano, si se la ve conculcada, si es evidente que los ciudadanos aspiran, desean, luchan por su libertad, y lo hacen de una manera que uno, tras seria reflexión, considera inefectiva, su obligación ética es decirlo, y además proponer alternativas, si es que uno consigue imaginarlas.
No es ético mentir sobre los costos de la lucha. El respeto a la vida humana requiere que se hable a los ciudadanos con la verdad, que no se les trate de vender el castillo en el aire de una lucha sin dolor, sin víctimas, frente a una dictadura que cobra víctimas aun en tiempos de calma social. No se puede mentir a la gente: no hay camino hacia la libertad en el que nadie sufra, en el que no se exponga nadie a la cárcel, el exilio, o la muerte.
Actuar éticamente requiere convocar en contra de la opresión.No es ético inducir a la inacción ante la injusticia y la tiranía.
Inducir a la pasividad en contra de la tiranía y la injusticia es favorecer la continuidad de estas. Es contrario a la ética impedir el llamado a la lucha por la libertad, venga de donde venga ese llamado, venga de quien venga: de la legalidad o la clandestinidad, del interior del país o del exilio. Por ejemplo, si se inhibe al exilado de convocar al pueblo a la lucha, se otorga al opresor una solución expedita de sus problemas, una forma de ahogar la protesta en el silencio: mandar a sus opositores al exilio.
Actuar éticamente requiere respetar la libertad del ser humano, y la autodeterminación moral sin la cual la libertad es inconcebible.
El
imperativo ético del demócrata es el respeto a la autodeterminación del
ciudadano. Para el demócrata, el ciudadano es un individuo que puede y debe decidir
por sí mismo qué alternativas escoger, qué fines perseguir, qué medios emplear,
y qué riesgos correr. El
ciudadano no es un niño a quien haya que dictar comportamientos, o de quien
haya que esconder verdades.
El demócrata no es un señor feudal que construye murallas para albergar a sus
siervos. El demócrata es un ciudadano
más, que piensa y habla con libertad, y presenta a sus conciudadanos ideas y
propuestas que estos sopesan autónomamente
en ejercicio de su libertad inalienable.
Coartar este intercambio es condenable desde la ética de la libertad, porque
constituye una práctica discriminatoria, paternalista, condescendiente,
incompatible con el respeto a los derechos del individuo. El imperativo de respetar los derechos
humanos proviene de que son intrínsecos, universales e inalienables. El respeto de los derechos humanos no es una
forma de compasión hacia seres inferiores, sino un acto de empatía entre
iguales.
Por
ello, un demócrata no piensa que solo él puede decidir en libertad, ni que sus
ideas, al ser presentadas a sus conciudadanos, privan a estos de
autonomía. Un demócrata no asume que los
demás no piensan, que solo siguen, que son incapaces de decidir por sí mismos
si van a aceptar o rechazar determinada propuesta, si van a aceptar o no determinados
riesgos. Un demócrata sabe que cada uno puede decidir por sí mismo hasta dónde
está dispuesto a llegar.
Esto no exime a quien convoca de la responsabilidad de actuar a conciencia, con
honestidad, apego a la verdad y sensatez
en la evaluación de costos y beneficios. Pero esa responsabilidad es también
potestad de los convocados, y no
puede limitar la libertad de expresión de las ideas, incluyendo aquellas
relacionadas con tácticas y estrategias de lucha.
Actuar éticamente requiere lealtad.
Desafortunadamente, la historia de traiciones políticas de Nicaragua hace necesario recordar lo que debería ser obvio: no puede hablarse de respeto a los derechos de las personas si se traiciona su sacrificio y su anhelo de ser libres. La ética del verdadero demócrata está reñida con la manipulación y el engaño, tanto o más como lo está con la ocultación de la verdad, la prédica de la inmovilidad, o el paternalismo protector que no reconoce la autonomía moral del ciudadano.
Lo que hace del llamado #ALaCalle un acto ético no es, en resumen, si el convocante está dentro o fuera del país, actuando legalmente o en la clandestinidad, en capacidad o disposición de batallar físicamente en las calles. El llamado #ALaCalle es ético cuando el convocante, convencido de que hace avanzar la causa de la democracia y los derechos humanos, presenta la propuesta a sus conciudadanos, a sabiendas de que estos son sus pares, individuos autónomos capaces de discernir tanto como él, y de decidir si aceptan o no la propuesta, tras considerar beneficios potenciales, costos, y riesgos. Negar a los ciudadanos la posibilidad de optar o no a una alternativa que el convocante considera beneficiosa, que puede serlo o no, es en el fondo un acto antidemocrático, porque impide el libre flujo de las ideas y de la información, y debilita la lucha por la democracia. Para usar el término de Ghandi, acuñado como parte de su filosofía de la lucha no violenta: nada debe hacerse que obstaculice la fuerza de la verdad, la Satyagraha.