La memoria de la madre
(Una aproximación a Como Cuba Libre de Guillermo Goussen Padilla)
Manuel Andrade
El año 2015, bajo el sello Ediciones del Lirio, se publicó en México la segunda edición de la novela «Como Cuba libre», luego de que en 2012 el Banco Central de Nicaragua (BCN) cometiera el agravio de engavetar cuatrocientos de los quinientos ejemplares que otorgaba el premio «María Teresa Sánchez», convocado por esta misma institución. Para festejar el resurgimiento de la novela, el 9 de julio de 2015 Ediciones del Lirio organizó una presentación en el auditorio principal del Museo León Trotsky, ubicado en Ciudad de México. Comentaron el libro Raúl Berea, Guillermo Goussen Padilla y el poeta Manuel Andrade Castro (q.e.p.d.), de quien ahora transcribimos la siguiente reseña leída por primera vez en aquel evento.
Agradezco cordial y cumplidamente a Guillermo Goussen Padilla la invitación para acompañarlos en esta celebración de su novela Como Cuba libre que, como todos saben, ganó el Premio de literatura María Teresa Sánchez 2012, concurso que convoca el Banco Central de Nicaragua, y que como casi nadie ignora se quedó enlatada por años en aquel país y ha sido editada por fin en el nuestro por Ediciones del Lirio. Una ocasión propicia para brindar por la salud del autor y de su obra y para compartir, con sus ya impacientes lectores, algunas impresiones que nos ha dejado la lectura gozosa y minuciosa de este breve pero exhaustivo retrato de la Nicaragua revolucionaria; la Nicaragua de los comandantes, en los años ochenta, que como su título lo indica, se parecía tanto al país antillano gobernado entonces por Fidel Castro, como a la bebida refrescante en la que se mezclan lo más tradicional, y artesanal, el ron caribeño y centroamericano y una abyecta modernidad representada por las afamadas y siempre refrescantes aguas negras del capitalismo.
Tengo que comenzar por el recuerdo personal, en este caso comentando el breve pero intenso impacto cultural que la Revolución Sandinista tuvo alguna vez en mi vida, y por la conmoción con la que, inopinadamente, pues no sabía que fuera a suceder, me vi implicado (en tiempo y forma) en la novela de Guillermo. ¿Cómo? De la manera en que se podría ver implicado cualquier mexicano universitario, veinteañero… Pues ahí tienes que en alguna parte, ya bien entradas la trama y la novela, y puestas casi todas las cartas sobre la mesa, el entrañable y muy supuesto personaje principal, el doctor Ulises Santamaría, se acuerda sin mucho afán (que es algo que vine también a reclamarle personalmente al autor, pues el texto nos deja con muchas ganas de más datos mexicanos); se acuerda, digo, del doctor Armando Castillo, su condiscípulo, con quien compartió, dice: “un departamento en la colonia Narvarte, en la Avenida Cuauhtémoc y en la calle Concepción Béistegui, junto con el gran viandante y poeta Julio Valle Castillo, lugar que la memoria refrescaría con sus reventones estudiantiles”…
Y entonces me acordé que por los mismos años o posteriores, yo era alumno de otro ilustre nicaragüense, el poeta Ernesto Mejía Sánchez en la Facultad de Filosofía y Letras; y claro, vi la figura de mi viejo profesor y luego, por supuesto, la de su ayudante, también poeta, el mismo Julio Valle Castillo, a quien don Ernesto Mejía Sánchez le heredó nuestro grupo (ya que tanto a él como al Fondo de Cultura Económica les urgía terminar de editar, según nos dijo, las obras completas de don Alfonso Reyes). De inmediato recordé también, a mi muy querido amigo Raúl Casamadrid, con quien, gracias a Julio Valle y sus lecciones, leíamos a Rubén Darío y sus chinerías. Y, mucho antes del mito que hoy la aqueja y la convierte en lo que nunca fue, recordé, naturalmente, a Alcira Soust, la traductora uruguaya, mejor conocida ahora como Auxilio Lacouture por los lectores de Los detectives salvajes, quien decía cuidar el jardín interior de la Facultad de Filosofía, en donde prácticamente vivía y editaba su periódico mural y esténcil llamado Sol y dar y dad (algunos añitos antes que Walesa). La recordé neceando en la puerta principal junto a [al busto de] Dante, pues siempre bromeaba que no te iba a dejar entrar si no le dabas un peso —por lo menos uno, decía— para cooperar con la revolución nicaragüense. Y ya después de eso, a todo lo largo y ancho de la novela, desde ese punto, recordé la fuerte presencia e influencia del movimiento sandinista en nuestra vida universitaria. Cómo durante pocos pero muy intensos años convivimos con ese experimento político y con la guerra en toda Centroamérica. Recordé nuestro contingente corriendo en buena parte de un Paseo de la Reforma lleno de banderas rojinegras durante las marchas de apoyo al sandinismo y de repudio a Somoza. La emoción por el triunfo y las disputas alrededor de los pasos a seguir, la manera en que se formaban los grupos para ir a Managua o se pasaban a la clandestinidad para apoyar también la lucha en Guatemala y en El Salvador; y el seguimiento que le dábamos cada día a las noticias de la guerra en la zona, todavía creo que en el Unomasuno o quizás ya en La Jornada. Recordé claramente y reviví los sentimientos alrededor de las noticias: cuánto odiábamos a Somoza, admiramos al comandante Cero; escuchábamos a Carlos Mejía Godoy, cuyas canciones también aparecen desperdigadas en la novela; cantábamos interminablemente a la trova cubana; bailábamos salsa y bebíamos ron Flor de Caña con coca cola, hasta ya muy entrados los años ochenta, quizá hasta que el muro de Berlín al fin se desplomó y desapareció, junto con el socialismo real y con el Grupo Contadora… ¡Qué recuerdos señor don Simón!
También por ese tiempo, junto con la poesía del propio Ernesto Mejía Sánchez, descubrimos a Luis Cardoza y Aragón, leímos a Ernesto Cardenal y encontramos el epitafio a Joaquín Pasos, que luego cantó Serrat, y que decía: “Aquí pasaba a pie por estas calles, sin empleo ni puesto y sin un peso, sólo poetas putas y picados conocieron sus versos”. Epitafio que a mí me trae siempre a la memoria, nuevamente, la figura de mi maestro Julio Valle, cuando nos enseñaba Rubén Darío; e inmediatamente, los versos de Joaquín Pasos que, no por coincidencia, abren la novela de Guillermo Goussen, y que dicen:
“os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre;
con el bronce considerándolo como hermano del oro,
porque el oro no fue a la guerra por vosotros,
el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel del niño mimado,
vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido acero…
Cuando lleguéis a viejos, respetaréis al oro,
si es que llegáis a viejos,
si es que entonces quedó algún oro…”
Versos que me ponen también, de frente a mi lejana y radiante juventud, sobre los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras y que, tal vez afortunadamente, no vi (porque están afuera de la novela, y antes del índice) y no los vi tal vez por fortuna, sino hasta que termine la novela, cuando comencé en realidad a disfrutar sus pedazos, a gozar su dibujo artesanal, su tremolante estructura, su prodiga prosa, su moroso detenerse y deleitarse con detalles del paisaje y el clima; con los rasgos inmensos e inacabados, por fragmentarios y duros, de sus muy queribles personajes; y a solazarme con su dislocado y alocado humor, apto sólo casi para especialistas; a celebrar su parecido con Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, una de las grandes novelas de la Cuba libre; y a disculpar y alejarme de su fallido y gozoso intento de morderse la cola como víbora.
La novela, por fin llego a lo que aquí me trajo, para acabar pronto y pasar a otra cosa, narra según esto, la larga jornada del día y sólo del día, claro que con su larga noche y sus amores, del doctor psiquiatra Ulises (se había de llamar), sí de Ulises Santamaría, quien “habitado por el dios de la lluvia y el demonio de la poesía”, regresa a su natal León, después de un largo destierro mexicano (que duró quince años). Y cuenta cómo, en compañía de su sobrino, también médico, ferviente admirador y ahora socio y doble y otroyó, llamado René, se interna en la Managua revolucionaria, de la Patria o muerte, que lucha contra la Contra. Y, al mismo tiempo, faltaba más, nos permite o nos obliga a internarnos en la herrumbre de unos borrosos recuerdos leoneses, y en los abismos de sus relaciones amorosas, familiares y vecinales; dejándonos, por rutas por demás extrañas, pues le son ajenas aunque están anexadas al río narrativo principal, asomados a los auténticos sótanos de la historia país, los de la vida cotidiana de la gente común, en donde, a ritmo de memoria y de lenguaje, atestiguamos las más violentas, extrañas y comunes historias de un pueblo vivo más allá de la muerte, de la literatura y de la historia.
Así, bien metiches, y bien asombrados, nos asomamos al hallazgo del cadáver de una rica limosnera, de nombre Angelina Candia, en un crimen, según esto descifrado por el sargento Toribio Obando, mejor conocido como Pipilacha. Y en el camino de su solución sabemos, además, que el sargento tiene como jefe a Tomás Bless, que es un auténtico esbirro de Somoza; que el médico forense que lo acompaña en la faena de enterarse si hubo violación, es nada menos que el propio padre de Ulises, el doctor Petronio Santamaría, y que el soldado que le hace los mandados y funge de brazo ejecutor, es un cabo llamado Jimmy Montenegro, rapaz torturador, que no le teme a nada.
Y ya situados en un horizonte temporal abierto, conocemos, también, aunque no sabemos de momento cómo, las historias pasadas y futuras de otros insignes leoneses, como el boxeador Carita Reyes, el maleante Chepe Güevo, o el proxeneta Leonel Santana. Asistimos al sueño de una cartomancista que a ratos es también la limosnera y usurera muerta, y a la cual le es dado, como en un episodio del mejor realismo mágico, enterarse por la misma carta repetida de diferentes muertes; primero, de la muerte de la extraña ciudad en donde habita, y luego de las muertes o las vidas de otros fantasmas como ella: la del Yanqui llamado Anastasio García, que es en realidad un doble negativo del dictador, y cuya historia nos referirán después completa. Del propio boxeador Carita Reyes, que luego reaparecerá como miliciano, y de su mala suerte pugilística. O vemos, siempre muy de lejos, siempre como entre brumas, el asesinato de Alberto Reyes, padre de Carmelo Reyes, a manos del desgraciado de Toribio Obando, la misma noche en que Frank Escobar noquea a Carita con un golpe de suerte.
Pero apenas así, con estos cuentos contados repentinamente y como sacados del desván, es que se van formando los ecos, los tristes recuerdos del pasado, todavía sonoro y más o menos remoto, y se cuelan por los entramados de la actualidad del médico pródigo para unirse, en un enorme fresco y rompecabezas, a otras historias que, dado lo que aquí llamo su retorno maléfico a Managua tiene que compartir con su sobrino y otros familiares. Así aparecen otras historias; por ejemplo, las de aquellos más cercanos cuates dejados y extraviados en la lejana oscuridad de la juventud. Las vidas nicaragüenses y meramente leonesas de Aldo Matute y de Marco Antonio Larios, alias la Voz; cuyas carentes vidas y muy exiguas muertes va a escuchar en parte y a construir en parte, el propio Ulises. La del primero, como un fantasma, un simple nombre que se aparece en la sobremesa de su almuerzo leonés, compartido con la hermana y el sobrino, para que sepamos de su anodina juventud y de su enorme adicción a esa familia de los médicos; como si se tratara o pudiera tratarse del gran pícaro nacional, del mero personaje nica, el hombre del barrio, duro, ingenioso y tradicional, pero muerto por la revolución. Mientras que el segundo se aparece como un zombi, un muerto viviente, un triste alcohólico, un vasuquero, al que se encuentra y sufre René en el Garibaldi de Managua, y cuya suerte sabemos contrapunteada contra la música de un trío que ambienta el momento y es narrada de manera espectacular, a ritmo de música popular en la que tal vez sea la parte más fluida de la novela.
Junto a estos relatos, que son narrados por quien sea a la menor provocación y a veces sin motivo, y que ya comienzan a parecernos muchos, el del propio Ulises Santamaría que estudia en México y que, insisto, casi no nos cuenta, es el del muchacho de clase media alta que escapó a su destino por la vía del estudio; y por extraño que parezca es también la del héroe que regresa después de un largo periplo, para encontrar la casa paterna que aquí es el país destruida. Pero esa triste actualidad de ir reconociendo los lugares donde se fue feliz, además de largos espectros del pueblo y de muertos vivientes cercanos, tiene nuevos relatos y asideros: tiene su Armando Castillo, el condiscípulo bien colocado, que le ofrece trabajo en el hospital para que alivie los males que aquejan a los jóvenes afectados psicológicamente por la guerra. Tiene al hijo de la Ñata, quien sufre de optofobia y nictofobia. Tiene a su sobrino, René, que es, tal cual, un cachorro de la revolución y un joven Ulises más ilusionado. Tiene sus milicianos, Chele Nájar y Carmelo Reyes, quienes tras buscar denodadamente al asesino de sus padres, que es el mismo Toribio Obando, deciden no matarlo porque es ya un anciano y porque un hijo suyo pelea del lado sandinista. Tiene también sus desenlaces vistos de reojo, cómo el del cabo Jimmy Montenegro que se convierte en un sicario al servicio del “Hombre”; y tiene en el centro, las tareas revolucionarias de las Tres Balas Perdidas, un singular trío de hermanas milicianas que cuidan el cielo de Managua y se emborrachan, alternativamente, siendo las más graciosas sirenas que ningún Ulises hubiera tenido ni gozado. Con la agravante de que una de ellas funge también de Sherezada y le cuenta el cuento de un estudiante de derecho que no puede recibirse, y que ya vimos cuando la anciana leyó las cartas de la baraja. También aparece, al final, como en un recuerdo del porvenir, añorada en el camino de vuelta a León, una clienta de una hermana del doctor (que era modista) mujer de vastas proporciones con la cual el doctor soñaba en su juventud, Úrsula Orozco, que se mete con él de pura decepción.
Esto es a muy grandes y veloces rasgos la novela de Guillermo Goussen Padilla: el retorno maléfico de Ulises Santamaría, insisto, y los recuerdos y fantasmas que pueblan este retorno que, como el de López Velarde, es a “un edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. Y su galería de historias y de retratos se acumula y se expande en una serie interminable de universos paralelos, realistas y creíbles por abiertamente literarios. Porque es un viaje de regreso y un penetrar el infierno sin Virgilio; aunque el héroe no sepa que lo es y sólo sirva para hablar de las ciudades y de sus habitantes en un montoncito de breves historias enlazadas que escapan a la temporalidad.
Porque todos van viviendo y nadie lo nota. Pero hay también, y este es quizás el verdadero sentido de la novela, hay quien se da cuenta del cambio de la situación, quien sí está consciente de que lo narrado antes de ser literatura también ha sido realidad y es historia, pero ese alguien no es, sin embargo, el médico ni su sobrino, que resulta, como digo, una especie de doble más joven y más tierno. No, quien carga con la responsabilidad literaria, artística y vital de la novela, es curiosamente una especie de conciencia literaria del médico, que mediante un ingenioso juego fue sacada de sí y depositada en el personaje central de la novela que es la madre. Un personaje periférico y central, importantísimo; una madre tradicional, abnegada, clasemediera y consentidora, que por vía epistolar, le va poniendo fechas a la distancia, y a la vida que nosotros sólo nos imaginamos de Ulises, comenzando con una carta fechada el 14 de septiembre de 1982, y cuyo motivo principal es comunicarle su gran desacuerdo y su molestia con la decisión tomada por el médico de abandonar la medicina y dedicarse a escribir novelas.
Esa voz, esa conciencia literaria, esa relación epistolar menos que de hilo conductor sirve de garantía de la ficción. El narrador de Como Cuba libre, y èste creo que es toda su gracia, que no es poca, en realidad no existe. No hay en realidad ni Ulises ni René ni fantasmas ni Nicaragua ni regreso posible. Eso es lo que sabe pero no se atreve a decirle el compañero Armando Castillo cuando lo visita en la clínica; es lo que el sobrino intuye desde afuera, mientras lo suple en la ingrata tarea de juzgar y domesticar su gusto por Aldo Matute y en la todavía peor faena de encontrarse y escuchar las penas de Marco Antonio Larios. Lo que tenemos, lo que leemos, lo que nos queda de la historia, lo que ahí se hace pasar por una novela sobre el regreso de un médico a Nicaragua; aquello en lo que se convierte al final este texto es la memoria de la madre: su extensa memoria de un país que ya no existe, una zona deshabitada por los recuerdos de ella que el hijo intenta devolverle mediante las palabras y la formulación enloquecida del montón de historias.
Por ello, sus personajes tan comunes y corrientes, acaban siendo símbolos: sombras de opresores y oprimidos, de ricos y pobres, de viajeros y sedentarios del olvido: puro polvo levantado por la Historia, y constituidos una y otra vez por la memoria perdida de la madre y recuperada a palabras por Ulises. Y finalmente polvo literario, pues lo importante allí no son, en realidad, los muertos vivientes de una revolución naufragada en ron; sino algo mucho menos grave y más sutil: el puro lenguaje, acaso el habla nicaragüense y centroamericana tallada contra la memoria y contra la pérdida de la memoria. Por eso inquieta tanto.
Por eso también resultan extrañas esas cartas escritas a mano, que nos imaginamos en grandes y redondos caracteres, y en las que tras reprocharle haber tomado la profesión de un borracho, al ser escritor, la madre le pide a su hijo, al que quizá sabe más mexicano que nosotros; le exige, como toda madre de borracho, digo, de escritor, que tome esa habla, esa lengua y la conserve, la enaltezca, la deforme y la convierta en lo que nunca fue; que la imante, la invente, la lleve en su decir y en su hacer, que le dé permanencia a su vida y a sus sueños, pues para eso es la patria, la lengua y la madre, tres en una. Y esa oscura labor que consiste en darle sentido a la querencia de la madre a través de la lengua; es decir, de aceptar el rudo destino literario, de cambiar de vida y de regresar (no a ser parte de la revolución sino a recoger los pedazos de historia que olvidó la madre, regados en el camino) constituye el gran afán y la gran obra: patente en todo el largo día que es una recopilación y reconciliación de historias y de memorias más allá de la madre…
En fin, espero que estas notas muy deshilvanadas, más allá de la emoción de mi lectura y de mis propios recuerdos juveniles, superados por la gracia de una prosa que alcanza momentos de alta poesía, les conviden el entusiasmo para adentrarse en ese viaje y en esa ofrenda que es Como cuba libre, una muy bien lograda reunión de textos fragmentarios que tienen como común denominador retratar el espíritu y el lenguaje de una porción de la memoria desaparecida pero viva y vivida de Nicaragua.
Muchas gracias.