La pesadilla autoritaria de Estados Unidos, el sueño de la democracia en Nicaragua
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Desde hace más de dos semanas los principales medios de comunicación estadounidenses presentan a analistas y políticos de semblante indignado, perplejo, o hasta compungido. ¿Qué atribula a tantos bien informados personajes? Pues, por supuesto, la conducta del actual ocupante de la Casa Blanca, quien [predecible y predicho] parece aferrarse a la ilusión de haber triunfado “y por mucho” en la elección presidencial que culminó el 3 de noviembre.
Nadie puede saber a ciencia cierta si el asimiento es real, o si es una capa más de la nebulosa mentira en que los políticos envuelven sus motivos. Pero ya con haber conocido estos años el comportamiento del señor de marras, y, sobre todo, con conocer los miles de años de historia humana que conocemos, miles de años de historia del poder y de quienes lo ambicionan, caeríamos en imprudencia temeraria si tratáramos al Presidente actual [2016-2020] como apenas un engañado más.
Sean cuales fuesen los trazos neuropáticos que hacen a este tipo de individuos insaciables en su humana sed de poder y control, no puede uno asumir que César, o Napoleón, o Castro, o Chávez, o Lenin, o Mao, por citar unos cuantos, buscarían huir del mundanal rüido solo porque un poco más de la mitad del populacho los repudie en una elección.
El poder (y la debilidad) de un mito
A eso se enfrenta la sociedad estadounidense. Y se enfrenta al eterno leviatán en desventaja, como el niño mimado de un padre rico que se encuentra repentinamente pobre y huérfano, frente a un mundo para él desconocido en toda su abrumadora hostilidad. A los estadounidenses, el siglo XX, particularmente desde la segunda guerra mundial, los dejó en la cima del poder y la riqueza mundiales, con poder imperial y hogar republicano, y dejó espacio a que floreciera a plenitud entre ellos el mito del “excepcionalismo estadounidense”: una nación al margen (por encima) del curso habitual de la historia, por ser nacida, no de herencias feudales y monárquicas, sino de la idea democrática. Inimaginable, en la visión de Lincoln, que Estados Unidos permitiera que “el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo” desapareciese de la faz de la tierra.
Hay que decir, sin embargo, que si una pesadilla unió a la banda abigarrada de señores rebeldes a quienes hoy llaman “padres fundadores”, fue precisamente que la nueva nación padeciera, como todas las naciones del pasado, el mal de la tiranía. No sería libre por naturaleza; no sería libre sin un esfuerzo excepcional por mantenerse libre, y sin diseñar un complejo sistema de dispersión del poder, cuya lógica implícita es que el poder se infiltra mañosamente en todos los ámbitos, que la ambición humana necesita más de un dique, más que múltiples barreras para ser contenida y que no arrase a la sociedad en caos o la sofoque en dictadura. La obsesión de los padres fundadores fue, lo expresaron sin ambages, que al aparecer un personaje como el actual Presidente la libertad sobreviviera. La figura de un demagogo que la destruye desde su interior fue el monstruo en aquellos malos sueños: “…de aquellos hombres que han anulado la libertad de las repúblicas, la mayor parte ha comenzado su carrera cortejando obsequiosamente al pueblo; se inician como demagogos y acaban como tiranos”, sentenció James Madison.
Para eso construyeron los pesos y contrapesos. Para eso, entre otras cosas, decidieron permitir que cada estado mantuviera fuerzas armadas, que fueran los estados quienes controlaran la elección del presidente federal, y tantas otras disposiciones que harían difícil la usurpación de la soberanía ciudadana.
Contra ese andamiaje republicano confabula la ignorancia que en nuestros tiempos deja las mentes individuales con rezago ante el avance tecnológico, y da un enorme poder al demagogo moderno, capaz de “cortejar obsequiosamente” al pueblo a través de las redes sociales. Y confabula también el “excepcionalismo estadounidense”, porque obstruye la búsqueda de soluciones a través del aprendizaje de la historia, y hasta provee al ignorante de una coraza inexpugnable en la que rebota la racionalidad.
Los motivos, en resumen [la victoria propagandística del actual presidente]
Descorrido el velo ideológico excepcionalista, los juegos del poder quedan expuestos como la desnudez del emperador de la famosa fábula: el objetivo del actual presidente de Estados Unidos al dilatar la aceptación del resultado electoral, al atrasar la transición y mantener la incertidumbre acerca de la continuidad institucional, es demostrar a unos y consolidar ante otros su dominio caudillista sobre el partido Republicano.
Hasta la fecha, hay que decir que su maniobra ha sido un éxito. No hay que olvidar que el sistema métrico de un movimiento tan crudo y rudo como el trumpismo difiere por mucho del de las instituciones y movimientos democráticos. Su lenguaje y el universo de su verdad también son otros.
Por eso han logrado avanzar, y continúan avanzando, a pesar de que en la métrica convencional (votos, encuestas) hayan sufrido una derrota. Para ellos esa derrota es apenas parte de la historia, una decepción quizás honda y muy ofensiva al ego del caudillo, pero que prontamente será superada, porque hay una emoción poderosa que une su sentimiento de desposesión injusta [han “perdido su país”] y el mensaje de su líder: hay que revertir la situación, porque la alternativa es apocalíptica. “Nuestra nación”, les dice, “está en las garras de anarquistas profesionales, turbas violentas, saqueadores, pirómanos, criminales, agitadores, Antifa…” Y añade el caudillo: “Yo, solo yo, puedo enmendar esto”.
En claro contraste, para el resto de la sociedad la victoria electoral parece mucho, quizás mucho más de lo que objetivamente representa. Es verdad que una victoria del trumpismo en noviembre de 2020 hubiera dejado a la democracia arrinconada, agotada y debilitada ante el asalto neofascista. Habría fracasado el dique de contención electoral. Es verdad, se ha evitado lo peor.
Pero el peligro no ha pasado. Es muy posible que en un futuro los historiadores vean estos momentos como una gran batalla, en la que fue posible repeler el asalto violento de fuerzas antidemocráticas; pero no la batalla final, porque la fuerza de los atacantes no ha sido mermada, su motivación no ha desaparecido, y su caudillo continúa al frente, maniobrando para mantener a las tropas en formación, listas para regresar al combate.
Si esta es la situación objetiva, la inexperiencia estadounidense con este tipo de fenómenos otorga una cierta ventaja a los conspiradores Republicanos del trumpismo. De hecho, el ascenso del actual presidente al poder se debe en gran medida a la ingenuidad de buena parte del estamento político, y del periodismo de Estados Unidos, que nunca pensó que un bufón televisivo reputado apenas por su protagonismo en el mercado de bienes raíces y su conducta desvergonzada pudiera derrotar a los zorros de la política en competencia electoral. Lo hizo, uno a uno; desató las fuerzas que albergaban las tripas del partido Republicano, y se adueño de este. Derrotarlo ha requerido una amplia coalición de Demócratas y Republicanos disidentes, una pandemia mortal, un despliegue de incompetencia y corrupción sin precedentes en la historia presidencial de Estados Unidos, una economía en profunda recesión, y el despertar tardío de la prensa independiente del país. Con todo y todo, en medio de tantas calamidades que normalmente sepultarían a cualquier gobierno en elecciones libres, el movimiento trumpista conquistó algo más del 47% de los votos, y llevó a las urnas a un número de votantes que en 240 años de elecciones es solo inferior al total de los votos favorables a Biden/Harris.
¿Qué viene ahora?
Puede esperarse el sabotaje Republicano al nuevo gobierno. Puede esperarse que el presidente actual continúe siendo la fuerza dominante en un partido que es ahora enteramente suyo. Puede esperarse resistencia, y quizás luchas feroces, al inicio sordas, por arrancar el partido de sus manos. Puede esperarse que el sistema judicial busque ajustar cuentas con el caudillo, a quien se investiga por múltiples supuestos crímenes. Lo que no puede esperarse es que el caudillo sea fácilmente derrotado, ni que su movimiento se desvanezca, ni que el partido Republicano despierte en enero de 2021 con rostro angelical y dispuesto a hacer el bien. No puede esperarse que de un día para otro desaparezca el peligro que acecha a la democracia. La democracia tiene al monstruo autoritario en su interior; uno de sus partidos pilares ha evolucionado durante décadas en dirección al fascismo, y ha encontrado, por hoy, a un líder con el cual se identifica mayoritariamente, intensamente. El actual partido Republicano no es compatible con la democracia. ¿Cómo resolver esto? Ahí está el nudo del asunto.
¿Y Nicaragua?
Doy el salto mental a la tragedia del terruño porque no hay más remedio. Porque, estos días, al sufrimiento de la pobreza y del despotismo sanguinario de la dictadura bicéfala Ortega-Gran Capital se une un desastre natural más. Otro huracán; más muertos; más dolor. Y al contemplar la reacción de muchos que se dicen demócratas ante los eventos de Estados Unidos, más desesperanza: en la fila de lo que es la presunta avanzada de la democracia contra el mal perenne de la dictadura, muchos se encuentran entre los deslumbrados por el caudillo del norte.
Se encuentran, en otras palabras, junto a lo más atrasado, menos democrático, más supersticioso y más rezagado en educación formal y productividad de Estados Unidos. En esto, las estadísticas son contundentes, incuestionables ¿Es esta la visión del mundo, de la sociedad deseable que cabe esperar en Nicaragua si la nueva cosecha de políticos toma el poder? ¿Es posible tomar en serio su declarada vocación anti-dictatorial mientras apoyan, a veces con histeria comparable a la de los trumpistas estadounidenses, a un caudillo soez y destructivo? ¿Quieren democracia, o quieren apenas un régimen sin Ortega?