La plenitud, la luz
(O cómo llegué hasta Andrés Sánchez Robayna)
por Jorge León Gustà

En mi familia, la literatura siempre ocupó un lugar central. El despacho de mi padre –un reducto en el que se tenía que guardar silencio cuando pasaba jugando y corriendo con mi hermano– era un espacio de libros acumulados por mi abuelo (periodista que había sido crítico literario, poeta ocasional y director de un periódico) y presidido por la máquina de escribir de mi padre en la que trasladaba las cuartillas que escribía con precisión de amanuense con la tinta azul de su pluma Parker. Olía a polvo y a papel. La luz amarillenta entraba por la ventana. Hoy en día hubiera dicho que su trabajo era el de servicios editoriales, pero en aquella época no entendía que su actividad comprendiese la lectura de libros en inglés, francés, italiano, manuscritos en español de los que después hacía un informe para diferentes editoriales… Mientras mis compañeros de colegio tenían padres médicos, arquitectos, oficinistas, el mío se pasaba el día leyendo libros. Era más sencillo de explicar cuando traducía alguna novela.
Le gustaba explicarnos historias por la noche. Cuentos que escuchábamos con atención desde la cama y que nos preparaban para abandonar el día y adentrarnos en el sueño. Su voz grave nos guiaba por los caminos de la imaginación. Otras veces, quizá porque no se le ocurría nada en aquel momento, nos leía pequeñas narraciones en verso sobre un héroe casi mítico que obligaba al rey a jurar que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano, o cómo blandía su espada Tizona contra los enemigos.
Pero, en general, la poesía tenía poca cabida en casa. Si alguien la introducía (la recitaba de memoria), era mi madre, cuyo tío, Joan Maria Guasch, de oscura vida sentimental en una familia católica tradicionalista, había sido proclamado en tres ocasiones Mestre en gai saber en los juegos florales de Barcelona. Mi madre nos recitaba algunos de sus poemas, algo de Joan Maragall y de Jacint Verdaguer, siempre relacionados con el esplendor de la naturaleza.

Pero no estaban los tiempos para poemas paisajistas. El tardofranquismo hacía urgente otro tipo de actividades, especialmente centrado en el compromiso político, de manera que poco a poco mis lecturas fueron centrándose en la novela de denuncia social. Es más: la Literatura (así, con mayúsculas) era denuncia social. De este modo, fui descubriendo a Galdós y Clarín, a Baroja (La busca, Aurora roja) y el esperpento valleinclanesco, la novela de los años 50 y 60, hasta que empezaron a caer en mis manos los primeros libros de Seix Barral, la editorial que lideró el mercado y el espacio crítico e ideológico en la década de los 60 y 70.
La poesía debía tener también una función social, de manera que confundía la emoción estética con las proclamas revolucionarias. En este ambiente, culminado el período de ebullición política que fue la transición en España, entré en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, donde esperaba encontrarme con los autores que tanto me habían cautivado y profundizar en su conocimiento. Pero la universidad de la época no era, ni mucho menos la que yo esperaba. No quiero entrar a juzgar lo que ocuparía muchas páginas, pero puedo decir que me licencié sin haber visto ni estudiado en las aulas a Galdós, Clarín, Baroja, Valle Inclán, Cela –cosa que siempre he agradecido-, Delibes, Martín Santos y un larguísimo etcétera.
Por el contrario, hubo una profundización en aquello que yo menos conocía, el discurso poético y su esencia: métrica, ritmo y, sobre todo, la imagen, lo que después he descubierto que ha de ser la esencia del poema. Pero el estudio se centraba sobre todo en los poetas del Siglo de Oro, los clásicos, de los que he aprendido que pueden llegar a ser más modernos que cualquier modernillo de nuestros días, y a los que he dedicado horas de estudio. Sin embargo, la poesía contemporánea seguía estando excluida de las aulas, dejando de lado algún profesor. Recuerdo a Luis Izquierdo, con el que no siempre coincidí en el aula, aunque recuerdo su peyorativa definición de cierta poesía de la experiencia: algunos parecen dietarios en verso. Quizá por esta razón, esta poesía de tan amplia aceptación, por su discurso más o menos fácil, próximo a ciertas letras de canciones, siempre me ha parecido que se queda en la periferia de lo que podríamos llamar Poesía con mayúscula. De lo explicado, se deducía que la renovación poética que explicaban en las aulas no iba más allá de Diario de un poeta reciencasado, publicado en ¡1917! Por eso, cuando cayó en mis manos el poema Espacio del mismo Juan Ramón, supuso el descubrimiento no solo de un poeta completamente diferente a lo que había leído de él en la clásica Segunda antología poética, sino algo completamente distinto a todo lo leído hasta entonces. No solo en su forma, poema en prosa, sino en su concepto: el monólogo interior vuelto lírica. Me deslumbró, sobre todo, ese principio en el que sintetiza todo el sentir del paso del tiempo que había leído en otros poetas clásicos como Quevedo, con la visión triunfante del ser como plenitud, más allá de la castrante concepción de la vida que nos ha inculcado la tradición judeocristiana:
«“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.” Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?».

El poema ya no era expresión de insatisfacción vital o frustración amorosa, sino una visión del hombre no solo positiva, sino adánica frente a un mundo lumínico, que se enmarca en la tradición clásica. El testigo, por supuesto, lo recogió Jorge Guillén en su Cántico (“(El alma vuelve al cuerpo, / Se dirige a los ojos / Y choca.) —¡Luz! Me invade / Todo mi ser. ¡Asombro!”), aunque yo siempre he tenido preferencia por el Guillén de Clamor, menos puro y más humano. La lectura de El acorde, el poema que abre el libro, resume la cosmovisión de un mundo en el que lo humano puede alcanzar la plenitud desde su propia imperfección y su cotidianidad. La luz, en este caso del Mediterráneo, y su sensualidad, se expresa en alguno de los magníficos sonetos de Guillén, como el que se titula, precisamente, Mediterráneo, dedicado a una muchacha que toma el sol en la playa…
Encontré la continuidad de esta visión adánica del mundo en Andrés Sánchez Robayna. Creo que lo primero que leí de él fue el poema La retama, de versos breves que se alargan en la página como la delgada rama de esta planta. El poema convertido en imagen pura, expresión de plenitud. Paradojas de la vida, Luz de Fuerteventura me mostró la luz de mi costa mediterránea, la misma que había visto en Guillén. Esencialidad y pureza como el verso breve, como la fragilidad de la rama, poesía como investigación y conocimiento de la experiencia, en plenitud, de la vida, el mundo como un espacio que debe ser interpretado para comprender el auténtico prodigio que es el vivir. Y, frente al paisaje eterno, la consciencia de finitud. La luz como símbolo de conocimiento; el lenguaje, como manera de descifrar el sentido último del mundo. Después, publicó Sobre una confidencia del mar griego, con ilustraciones de Antoni Tàpies. En su divagar por el mar de las Cícladas, se me apareció el verso que utilicé como título para mi primer libro: “Pobres fragmentos rotos contra el cielo”, un perfecto endecasílabo.
[ACABADO ESTE ARTÍCULO, ME LLEGA LA NOTICIA DE LA MUERTE DE SÁNCHEZ ROBAYNA. SIRVAN LAS LÍNEAS ANTERIORES Y LOS POEMAS QUE SIGUEN DE SENTIDO TRIBUTO HACIA SU PERSONA Y SU OBRA.]
En cuanto a los clásicos, a los que he dedicado buena parte de mis trabajos, he aprendido que no son cadáveres fosilizados. Incluso poetas de segunda fila, como es el caso de Cristóbal Mosquera de Figueroa (1547-1610), al que dediqué mi tesis doctoral. Bien al contrario, si sabemos ponernos a su altura, los antiguos nos hablarán directamente (“vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”, que escribió Quevedo), pues su poesía, como la nuestra, también es, por encima de la tradición, expresión íntima y personal; ya que, como escribió Lope cuando alguien le recriminó su escritura, al tratar de sus amoríos, demasiado sincera: “¿Por qué os quejáis del alma que le cuenta? / ¿Qué no escriba decís, o que no viva? / Haced vos con mi amor que yo no sienta, / que yo haré con mi pluma que no escriba”.
En otras ocasiones, el poema clásico (políticamente correcto en apariencia) nos sorprende cuando desarrolla motivos modernos, actuales, y se convierte (sin caer ni en lo obsceno ni en lo desagradable) en expresión de poluciones nocturnas, que encontramos en poetas tan conocidos como Juan Boscán (“Dulce soñar y dulce congojarme”), Francisco de Quevedo (“¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Direlo?”), o en otros de menor fama, como el ya mencionado Mosquera de Figueroa (1547-1610), que responde al marqués de Peñafiel (1559-1600).
Jorge Guillén
MEDITERRÁNEO
(versilia)
Sobre la playa de este mediodía,
Arena o luz con oleaje denso,
Al sol que es ya cruel un indefenso
Casi-desnudo busca y se confía.
La dama ofrece entonces su armonía
De salud y hermosura en un incienso
De culto al dios solar. (Y mientras, pienso
Cómo yo a tanta fe respondería).
Siempre feliz, el cuerpo da señales
De la atención muy tensa que los rayos
Desde el cenit consagran a la hermosa.
Inmóvil, ella acepta las brutales
Caricias de este cielo como ensayos
De un amor mitológico a una diosa.
(De Clamor)
Andrés Sánchez Robayna
La retama
I
retama
tú que
yaces sobre
páramos
de viento y
matas
y sol
lento
dime tu
solo
ápice
blanco
pico
de soledad
adamada
retama
II
Sí tu
sentido
tu
savia
breve
tu
curva al
sol
de
octubre
savia
que sube
blanca
hasta el
sonido
del viento
III
sigiloso
sentido
en la ventisca
sigues
alta
médula
de
luz
dime
tu
solo
soplo
retama tú
que
IV
retama
tú que
alzas
albor
no
temes
sombra sobre
tu ramo
de claridad
dime al
oído
di-
le
tu solo
silencio
le-
vantado del
viento
V
en la
ladera
de
soledad
del
lado del
sol
seco
que un
sol
sopla
retama
dime la
soledad
la
sola
luz.
(De La roca)
Luz de Fuerteventura (I)
... spirantia signa GEORGICON, III, 34
Jables sin nadie, perros en la orilla.
El sol recorre el muro destruido,
la tarde gira sobre su silencio.
La luz envuelve el oleaje
y rueda con pereza en la colina.
Resuena el pedregal bajo los pasos
y nuestra paz avanza hasta encontrarse
de pronto con el golpe: el viento
tempestuoso, el sol enarenado, rachas
de sombra sobre el cielo y la montaña.
El sol se precipita: mudos,
estupor de celajes arrasados,
arena azotadora. Caminamos.
Entramos a otra luz, a otro silencio.
El cielo es negro. El viento
sopla los arenales, mano
de salitre en el rostro. Casi ciegos
avanzamos por lindes destruidas,
el malpaís de piedra roja, zarzas
quemadas, tierra ardida. Vimos
el sol fundirse al pedregal oscuro.
¿Fue el sueño de una tierra herida, luz
disipada de pronto para ver
tras la luz el sentido de la luz?
Otra tierra, y la misma. Los ojos
vieron la espuma negra, rota
en los brazos del viento que corría
hasta ninguna parte, el viento
y una mano de sal atronadora
hasta las lindes de la luz, el viento
buscándose en la tierra en paz, sumida
bajo la piedra, tierra unificada,
arena, sí, de luz o de unidad.
A una roca
Pero tú te quedas. La mañana
te ciñe, y gira sobre ti.
Bebemos la luz. La claridad
es tu sentido, nuestra paz.
Dinos tu calma y tu silencio,
oh inmóvil oh vertiginosa.
Bebemos luz. El dios dormita.
Bebemos, dios de la claridad.
(De Palmas sobre la losa fría)
Sobre una confidencia del mar griego
(Fragmentos)
y POCO a poco el sol, en su dominio,
se adueñó de las aguas, y dio sombra
a la espuma, creó la oquedad de las olas.
Desplomadas, las olas repentinas
saludaban al sol, y renacían.
Altas lumbres danzaban en el mar estival.
Los dioses sonreían en las aguas brillantes.
No mueran esos dioses. Que sonrían,
en lo eterno, y el mar sea su historia.
EN LA isla, perpetuo
aprendiz de la luz, viste la casa
construida por soles que fluyeron
sobre la urdimbre de la cal. La verja
no dejaba seguir.
Vivir allí, pensaste,
vivir ocultamente, sin que la duración te atormentara,
respirar entre aquellos muros blancos
la duración, ser con la casa, pero con ella
fluir, morir, mirar en sus umbrales
la belleza que llega en la brisa salina.
NI LA CAL
ni la higuera que esplende
y ni siquiera el templo de cien puertas
–no pudiste contarlas
son puertas de ti mismo ante el mar respirante
–ni siquiera
la luz que martillea
el yunque ese día
ni la piel corruscante de aquel cuerpo
conocerán la duración
pobres fragmentos rotos contra el cielo.
(De La sombra y la apariencia)
Ahora, en esta tarde, podría decir míos
esta luz, este aire, este fragmento
de luz, estas pobres palabras,
el aleteo frágil del cernícalo
y su vuelo en un aire delicado y final,
igual que estas palabras
que ahora escribo, aquí mismo, inclinado,
estas secas palabras de aspereza sencilla,
para decir que esta luz y este aire
son míos ahora mismo, aunque duren
solo un instante; que estoy como aquel vuelo,
inscrito sobre el pecho dormido de la tarde.
(De Sobre una piedra extrema)
Soneto que envió el marqués de Peñafiel a Cristóbal Mosquera de Figueroa.
Soñaba yo, señora, si me acuerdo,
lo que aun por sueños no queréis tampoco;
soñaba que yo todo toda os toco
ganando un sumo bien que ahora pierdo.
Dulce soñar, tristísimo recuerdo,
sabroso paso, aunque duraste poco.
Hazañas son de Amor despertar loco
un hombre que soñando fue tan cuerdo.
Diome el Amor soñando este contento
para que despertando me advirtiese
que es dios, y puede darme lo imposible;
o para que por mí y en este cuento
cualquier hombre discreto conociese
que Amor, si no es soñando, es insufrible.
Respuesta de Cristóbal Mosquera de Figueroa a este soneto del Marqués de Peñafiel
El tierno amante que durmiendo vela
no reposa de noche ni de día
con temor que su bien y su alegría
le deja, desampara y desconsuela.
El alma triste con sudor se hiela
pertúrbanle los celos a porfía,
y para conhortar su fantasía
Amor con leve sueño le consuela.
En esta vanidad Amor te ofrece
su gloria, y della gozas, joven, cuando
representas la imagen de la muerte.
Él con divinos dones te engrandece,
pues durmiendo te da lo que velando
a los demás negó su dura suerte.
(De C. Mosquera de Figueroa, Poesías completas)