La polarización en Centroamérica: análisis y proyección

Isabel Aguilar
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Isabel Aguilar es especialista en Construcción de Paz y Prevención de la Violencia.

Richard Jones
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Richard Jones es especialista en Construcción de Paz y Relaciones Internacionales.

Luis Monterrosa
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Luis Monterrosa es profesor universitario en la Universidad Centroamericana en El Salvador.

Parece que los regímenes políticos en Centroamérica y las dinámicas a los que estos van dando lugar están dando una vuelta de tuerca hacia la desdemocratización, el desgaste del Estado de derecho y el debilitamiento de los derechos humanos. Aunque esto es más claramente visible en los casos de Guatemala, Honduras y Nicaragua, conviene enfatizar que El Salvador está presentando señales de arriesgadas tendencias al autoritarismo.

  1. Introducción

En el último tramo del siglo XX, hacia finales de los años 80 y principios de los 90, Centroamérica atrajo miradas esperanzadoras que veían con entusiasmo los procesos de paz que estaban permitiendo poner fin a décadas de cruentas conflagraciones armadas en la región. Tras los acuerdos de Esquipulas I y II, el istmo centroamericano dio cabida a procesos de apertura democrática que sentarían las bases para buscar salidas negociadas a aquellos conflictos que, aunque no reunían todas las características de los escenarios propios de la Guerra Fría, tampoco podían negar su relación con esta confrontación bipolar que prácticamente afectó a todo el mundo después de la II Guerra Mundial. Fue así como el proceso electoral de Nicaragua en 1990, y la suscripción de acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala, en 1992 y 1996, respectivamente, marcaron el camino hacia nuevos derroteros de democracia y paz en la región.

Tres décadas más tarde, países como El Salvador, Guatemala y Honduras configuran un área que presenta significativas tasas de violencia y criminalidad. Existen tensiones y conflictividades de muy diverso cuño que, sumadas a las referidas tasas de violencia, hacen que región se encuentra sumida en una dinámica con consecuencias sociales, políticas, económicas y psicoemocionales similares a las de un conflicto armado, pero sin actores con los cuales generar procesos tradicionales de pacificación. Países como El Salvador y Guatemala enfrentaron en el pasado conflictos armados fratricidas que culminaron con procesos de paz que en su oportunidad se consideraron ejemplares, mientras que Nicaragua también fue escenario de luchas revolucionarias y contrarrevolucionarias que produjeron sensibles secuelas en el tejido social. Honduras, junto a El Salvador y Guatemala, conforma una geografía en donde la violencia delincuencial, por lo general imputada a las maras y pandillas, se cuela con un legado histórico de impunidad bajo el cual ha proliferado exponencialmente la corrupción. Nicaragua, sobre todo tras los sucesos de abril de 2018, ha sido escenario de confrontaciones entre facciones organizadas de la ciudadanía (estudiantes, defensoras y defensores de DD. HH., partidos de oposición) y un gobierno al que, cada vez más, se acusa de un ejercicio totalitario del poder. Por si ello fuera poco, estos contextos actuales también son escenario de violencias más sutiles, invisibles e invisibilizadas que, como la violencia doméstica y la violencia laboral, o bien, la injusticia social, producen dinámicas relacionales desestructuradas, conflictivas y polarizadas.

Dado que la seguridad fue durante décadas uno de los temas de mayor peso en la agenda pública, numerosos esfuerzos se han llevado a cabo con miras a analizar y dar seguimiento al fenómeno de la violencia y la criminalidad imputable a grupos armados no estatales. Los conflictos, en particular aquellos asociados con la actividad extractiva y los derechos de las poblaciones originarias a la tierra y el territorio, también han merecido cierta atención, sobre todo por las implicaciones económicas de la explotación de recursos naturales. El telón de fondo de todo esto es la persistencia de niveles agudos de pobreza y la profundización de niveles de desigualdad, de manera que esa anhelada democracia que comenzó a consolidarse décadas atrás no ha significado la garantía del bien común para la mayoría de la población. Se ha generado, al contrario, una distorsión estructural del sistema político caracterizada por notables asimetrías de poder.

Asistimos, entonces, a una situación actual en la que parece que los regímenes políticos en Centroamérica y las dinámicas a los que estos van dando lugar están dando una vuelta de tuerca hacia la desdemocratización, el desgaste del Estado de derecho y el debilitamiento de los derechos humanos. Aunque esto es más claramente visible en los casos de Guatemala, Honduras y Nicaragua, conviene enfatizar que El Salvador está presentando señales de arriesgadas tendencias al autoritarismo.

En este contexto, la polarización política y social emerge como elemento sin duda relacionado con las dinámicas de violencia y exclusión. La polarización, sin embargo, ha permanecido un poco menos estudiada, aunque a menudo se hace referencia a ella como elemento explicativo del origen de numerosas tensiones. Así las cosas, nos proponemos aquí con carácter exploratorio y, por consiguiente, preliminar, analizar el tema de la polarización para comprender elementos más profundos e intangibles que podrían estar desempeñando roles significativos en las dinámicas de tensión y contienda en la región, en particular el área llamada CA4, conformada por El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Se espera que dicha comprensión arroje luz para el establecimiento de dinámicas que contribuyan más eficazmente a la transformación social del conflicto y la violencia en la región.

En este contexto, los autores entrevistaron algunas personalidades clave de la región mientras revisaron la bibliografía pertinente a fin de construir un perfil de la situación de polarización por país y ensayar una interpretación regional pensando en las acciones que se pueden tomar en el futuro inmediato.

1. Para entender la polarización

En ciencias sociales, polarización está referida a significar división, muchas veces con carácter extremo. Es más usado como polarización política, especialmente en medio de campañas electorales impulsadas según el modelo occidental. Cuando la división es extrema e involucra a buena parte de los grupos sociales, entonces se habla de polarización social.

Como tal, está asociada con la categoría de conflicto. En el clásico planteamiento de J. P. Lederach[1], la polarización es el punto extremo de la escalada del conflicto que implica máxima división y mayor probabilidad de violencia entre las dos partes principales en contienda y que han exigido al resto de su entorno alinearse en la formación de bandos excluyentes. Aquí no es posible inmediatamente el diálogo, sino solo la intervención de terceros[2] con el objetivo de separar a las partes para subsiguientes operaciones que disminuyan la intensidad del conflicto e incrementen la calidad de la comunicación, procurando la mediación, no como esfuerzo de acercamiento entre las partes, sino como el trabajo para disminuir el antagonismo entre ellas[3].

Con el fin de tener claros los términos de la polarización en el marco de la conflictividad, esta visión invita, por consiguiente, a cuando menos tres elementos básicos: los actores o partes principales en conflicto, el tema o temas (explícitos o implícitos) que alientan la polarización, y las formas básicas del discurso y la acción que muestran a la polarización como descalificación, exclusión u hostilidad.

Por supuesto, más allá de estas consideraciones, debe tomarse en cuenta un panorama más amplio en cuanto a la conflictividad, puesto que ni todos los entrevistados ni todos los actores en polarización asumen el mismo marco teórico de transformación de conflictos o construcción de paz. En términos de ciencias sociales y políticas hay al menos dos posiciones (¿polarizadas también?) al respecto del conflicto y que determinan la comprensión misma de la polarización.

Visiones políticas de la polarización

En una visión funcionalista, asociada a paradigmas de política tradicional, el conflicto es una anomalía de un sistema y, por lo tanto, deben ser rechazados e identificados los conflictivos a fin de reducir o controlar las anomalías. Esto es consistente con las visiones comunes que hablan de prevención de conflictos y que rehúyen las situaciones conflictivas, procurando el alcance de momentos de estabilidad. En este contexto, la polarización sería el efecto nocivo más alto de la conflictividad y una posible consecuencia discursiva sería la identificación de los polarizantes como un medio posible de descalificación, llamando a la «vuelta a la normalidad», entre otros, mediante diálogos que no siempre son viables.

Por otro lado, en una visión más hegeliano-marxista, el conflicto y la contradicción son parte sustancial de los sistemas. Dada la estructuración de clases sociales, se asume como normal la existencia de la conflictividad, expresada como luchas sociales, y que puede alcanzar momentos álgidos de contradicción excluyente en forma de polarización, sobre todo relacionada con estallidos sociales. Aquí, por supuesto, tiende a considerarse la violencia como la «partera de la historia», aunque hay consideraciones no alineadas a la violencia.

Un caso especial de esta visión que acepta el conflicto como parte de la realidad social es la realpolitik, que asume no solo la conflictividad, sino la polarización como parte esencial del juego político. Los actores políticos son adversarios y la lucha por el poder implica el enfrentamiento pragmático: las partes, para ganar, necesitan deslegitimar y excluir políticamente al adversario.

Estas consideraciones teóricas son importantes porque si bien analizamos e interpretamos desde un marco conceptual específico, en realidad los actores y entrevistados no necesariamente piensan en las mismas categorías. Cualquier propuesta subsiguiente de qué hacer en medio de la polarización deberá tener en consideración este marco más amplio. Así, debe tenerse cuidado, como sugiere el enfoque de transformación de conflictos, en pensar remedialmente en términos de diálogo o mediación ahí donde el diálogo puede ser instrumentalizado o bien no existen condiciones para ello.

Más allá de la polarización misma y los polarizantes

Debe tomarse en cuenta que el escenario político suele tener sus propios mecanismos institucionales de «resolución» de diferencias, como es el caso de las elecciones. Si bien los eventos electorales normalmente son ocasión propicia de polarización (como en el caso de El Salvador entre 2019 y 2020, o Nicaragua en 2021), el mayor problema suele ser el ánimo exacerbado de «los de abajo», mientras las cúpulas muchas veces logran alcanzar acuerdos por derrota o por acomodación. Por consiguiente, más que propiciar espacios de diálogo y entendimiento «allá arriba», habría que pensar cómo fortalecer los mecanismos de entendimiento a nivel local, es decir, abajo. Esto implica tener presente que la polarización implícita arriba/abajo es la decisiva en términos de transformación social, lo cual, como se ha visto históricamente, obvia demandas legítimas cuyos portadores exigen no ser desdibujados en términos de clase exclusivamente. Este es el caso de las demandas de las mujeres, los pueblos indígenas y, más recientemente, los grupos ambientalistas.

Esto es consistente con la propuesta del tercero en disputa de Ignacio Ellacuría[4] a propósito de la polarización en El Salvador en el contexto del conflicto de los años ochenta del siglo pasado. Frente al desafío de buscar una solución negociada a la guerra civil, salida que las partes negaban, Ellacuría pensaba que debía crearse, propiciarse, fortalecerse una tercera fuerza que fuese capaz, no necesariamente de propiciar un diálogo entre las partes, sino un diálogo social nacional que doblegase a los actores polarizantes y encaminara su voluntad a favor de la salida negociada. El desafío de fortalecer una tercera fuerza sigue estando en la agenda.

Revisamos ahora a continuación un análisis particular por país para terminar con una visión regional.

2. El Salvador: de polarización en polarización

Los últimos cincuenta años pueden catalogarse como extremadamente polarizados en el caso de El Salvador. El más reciente capítulo en el marco de la pandemia del coronavirus es parte de esta historia que rompe la tradición de izquierda versus derecha, al recolocar a los adversarios históricos de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) prácticamente en el mismo «bando», mientras se juguetea con la polarización histórica de la desigualdad que, si bien parece movilizar a buena parte de la sociedad, no termina de cuajar en un proyecto nuevo ni alternativo.

 Las recientes elecciones del 28 de febrero de 2021, que definieron 262 concejos municipales y 84 sillas en la Asamblea Legislativa, así como unos asientos más en el insípido Parlamento Centroamericano, aparentemente terminaron con la polarización tradicional, mientras disminuye la intensidad de la actual, abriendo el camino para transformaciones posibles, o bien, para la acumulación de nuevas y viejas contradicciones.

Actores en un escenario renovado

La guerra civil en El Salvador (1980-1992) puede entenderse como el enfrentamiento armado entre dos proyectos políticos portadores de la contradicción fundamental que definía una sociedad desigual alrededor del gran proyecto oligárquico de una economía agroexportadora. La última gran guerra campesina del siglo XX enfrentó, por un lado, a la organización popular, cuyo protagonista central eran los semiproletarios agrícolas que hicieron alianza con las organizaciones político militares que nacieron en los años setenta del siglo XX, que luego se convertirían en el FMLN, fundado en 1980. Por el otro lado, las fuerzas gubernamentales, primero en alianza con la Democracia Cristiana, y luego con ARENA, partido nacido en 1981, apoyados en la Fuerza Armada y sostenidos por los Estados Unidos.

Al finalizar la guerra civil, la polarización continuó básicamente con similares protagonistas: ARENA y el FMLN. En este contexto, se ensayaron algunos proyectos de despolarización con base en el supuesto de que una propuesta con un centro moderado, pretendido por Cambio Democrático (CD), podría irrumpir positivamente en un polarizado escenario de izquierda versus derecha. Sin embargo, prevaleció al menos desde los años 80 el típico enfrentamiento polarizado propio de la guerra civil, manteniéndose como tal durante los 20 años de gobierno de ARENA (1989-2009), con un FMLN en fiera oposición desde la Asamblea, y durante los diez años de gobierno del FMLN (2009-2019), también con un ARENA en fiera oposición desde la Asamblea. Como resulta obvio, después de 1992, el advenimiento del postconflicto y la instauración de reglas e instituciones democráticas cambiaron los mecanismos del enfrentamiento entre ambos polos.

La victoria de Nayib Bukele en las elecciones presidenciales de 2019 pareció constituirse en el sueño de los cientistas políticos que buscan la fórmula mágica para romper la típica polarización bipartidista. Siendo un empresario del sector servicios perteneciente a la fracción de la burguesía de origen árabe-palestina que puja por pertenecer a la élite nacional, había sido expulsado del FMLN tras una administración exitosa a nivel municipal y pareció representar lo mejor o lo peor del escenario político, como una especie de superación hegeliana de tesis, antítesis y síntesis: empresario, pero de izquierda; populista, pero con autoridad; joven, pero con experiencia.

En realidad, el aparecimiento de un tercero en disputa no disminuyó los términos de la polarización, sino más bien la redefinió. Bukele se presentó como político de nuevo cuño con nuevas ideas que, enfrentándose a «los mismos de siempre» que durante 30 años se habían enriquecido a costa del erario como funcionarios públicos, prometía revolucionar la política y asegurar la prosperidad y la seguridad a la población. Así, entre 2019 y 2020 el antiguo eje de polarización ARENA-FMLN se transformó en un Gobierno de Bukele versus «los mismos de siempre». Al inicio, esta situación colocó incidentalmente a los antiguos adversarios del mismo lado, pues desde el trabajo en la Asamblea Legislativa terminaron por coincidir en estrategias y acciones frente al Ejecutivo. Justo como habían sido los últimos treinta años entre ARENA y el FMLN, ambos partidos jugaron a la oposición que empantana todo desde la Asamblea, bajo el supuesto de que las elecciones de término medio reforzarían su poder de oposición.

Sin embargo, la historia fue totalmente distinta. En un tema que necesita ser estudiado a profundidad y para el que hasta ahora solo se han dado explicaciones parciales, el partido afín a la Presidencia terminó por reducir a la mínima expresión el poder municipal y el poder legislativo de la dupla FMLN-ARENA. Diversas encuestas[5] han señalado que la población salvadoreña se llenó de decepción frente a políticos corruptos e ineficaces cuya gestión contribuyó poco o nada a la transformación de la realidad, sobre todo en términos de la situación económica y de seguridad. 

Si bien esto puede suponer un descenso del enfrentamiento polarizado, el verdadero eje de polarización sigue vigente, pues es el mismo desde los años setenta. No obstante, es perceptible un cambio significativo en los términos de la dinámica polarizadora, sobre todo porque Bukele está construyendo eficaces narrativas —la mayoría de ellas difundidas a través de las redes sociales— en donde la dupla polarizadora se resume en los que están conmigo (el bien) versus los que están contra mí (el mal).

Los temas inmersos en las dinámicas de polarización

Históricamente, la polarización ha figurado en torno al problema de la desigualdad: por un lado, un proyecto oligárquico agroexportador que entró en crisis a finales de los años setenta y que luego se redefinió con las reformas neoliberales de ARENA en los noventa como proyecto financiero-logístico-inmobiliario. Esto implicó, como podrá colegirse, una redefinición de la élite fundamental del gran capital: algunos cafetaleros se reconvirtieron en banqueros, desarrolladores inmobiliarios y logísticos de primer orden, y se dieron algunas inclusiones (capitales emergentes). Por otro lado, primero una poderosa organización campesina en alianza con la clase media que luego vehiculizó políticamente sus intereses en el FMLN de la posguerra. Los treinta años que siguieron al fin de la guerra civil tenían como eje de disputa un proyecto popular alternativo (¿revolucionario?) versus un proyecto neoliberal vinculado con el gran capital. Los diez años de gobierno del FMLN (2009-2019) acentuaron los signos de interrogación dados a lo revolucionario del proyecto.

Asuntos como la privatización de servicios públicos estratégicos como la distribución de la energía eléctrica, las pensiones, el sistema financiero, el amago por la privatización de los servicios de salud y, más recientemente, la posibilidad de privatizar el agua, han sido constantes banderas de lucha. Podemos mencionar, a manera de ejemplo, el intento de privatización de los servicios de salud, el cual se detuvo presuntamente por las protestas de los trabajadores de este sector. En esta dinámica, los grandes temas que subyacen en la polarización se transformaron por los de la corrupción y la ineficacia de la política para resolver los problemas cruciales del país, como la seguridad o el trabajo.

Así, el discurso excluyente de revolución/neoliberalismo se transformó en el de los corruptos e ineptos identificados como «los mismos de siempre» que aparecieron cuestionados por  «the new kid on the block» que promete un estado eficiente que atiende las necesidades de sus ciudadanos. 

Tras un somero análisis resulta claro advertir que la dinámica consiste en una redefinición de actores en la que no parece alterarse prácticamente en nada la constitución del gran capital, aunque sí están cambiando los actores clave de la arena política con la posible puja de nuevos actores que buscan insertarse en la élite del gran capital.

Esto ha supuesto una pausa para una serie de temas pendientes que tienen un carácter estratégico, como una reforma fiscal que imponga mayores contribuciones al gran capital, la ampliación y mejoramiento de los servicios de salud y educación, o la definición de toda la legislación alrededor de la Autoridad de Aguas. El supuesto es que la mayor parte de los proyectos clave del Gobierno —la transformación por la nueva política— no había sido posible por la resistencia de la dupla ARENA-FMLN desde el poder legislativo. Dada la potestad de aprobar los términos del endeudamiento del Estado, técnicamente se habían empantanado diversos fondos que debían dedicarse al tema de seguridad. Este fue el contexto de la presencia del Ejército en la Asamblea Legislativa el pasado 9 de febrero de 2020 que despertó todos los fantasmas del autoritarismo y dictadura militar que predominaron en El Salvador entre 1932 y 1979.

Ese hecho, con profundas implicaciones en el imaginario social salvadoreño, también ha marcado el inicio de un estilo impositivo y excluyente en el ejercicio del poder. Así, el presidente Bukele, al mejor estilo mediático, ha protagonizado episodios de desacato a órdenes de la Sala de lo Constitucional y ha desacreditado a la Procuraduría de Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) y a la Corte de Cuentas, todas, instituciones clave del sistema democrático y el Estado de derecho. Al uso de la Fuerza Armada como mecanismo real y simbólico de imposición se ha agregado la fuerza policial, lo cual despierta señales de alarma.

En ese escenario, las elecciones del 28 de febrero de 2021 han ratificado la popularidad del presidente y le han concedido una mayoría significativa en la Asamblea Legislativa. En principio, no tendría mayor obstáculo para una reforma del Estado y sus finanzas y los proyectos de beneficio popular. Con ello, si no termina, al menos se mitiga enormemente la polarización «Ejecutivo versus ARENA/FMLN», pero debería reabrirse la polarización histórica en cuanto a generar cambios o no en el terreno de la desigualdad.

El futuro inmediato de polarización

Es muy probable que los actores políticos tradicionales terminen acomodándose a su derrota política electoral y, con ello, disminuyan los niveles de tensión. Es difícil establecer una tendencia cuando ha pasado tan corto tiempo, pero sí es posible mencionar que el estilo de enfrentamiento desde el Ejecutivo, así como las estrategias impositivas y excluyentes propias del tradicional juego político están a la orden del día. Se teme que la victoria electoral pueda convertirse en aplanadora política frente a los críticos. Pero, si la oposición política ha sido minimizada electoralmente, ¿de dónde vendría la crítica?

Uno de los sectores importantes en este sentido son los medios de comunicación escrita, especialmente La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy. El segundo siempre se mostró orgullosamente como un defensor pro-oligárquico, mientras el primero ha sido más mesurado. El enfrentamiento con el Ejecutivo tiene su historia previa a la llegada de Bukele a la Presidencia, cuando este insinuó la necesidad de que los grandes propietarios comenzaran a pagar impuestos, especialmente los propietarios de estos grandes periódicos, por el uso del papel. Si esta ampliación del impuesto se llega a realizar, sin duda la maquinaria de prensa hará efectivo su poder.

Pero el ataque de Bukele a la prensa no ha tenido como blanco exclusivo solo estos medios tradicionales. Medios digitales como El Faro, Gato Encerrado y la Revista Factum también han recibido críticas y ataques del Ejecutivo. Adicionalmente, el presidente creó su propio medio periodístico, Diario El Salvador, y utiliza las radios SAMIX confiscadas al expresidente Antonio Saca para transmitir información que le es conveniente. A esto debe adicionarse que a través de sus redes sociales ataca a cualquiera que lo critique, así como acusaciones sobre el manejo de net centers y cyber troops como estrategias clave para mantener a su favor la opinión popular, y despertar simpatías y antipatías según la dinámica político-social lo demande.

En la amplia y compleja sociedad civil también han aparecido diversos actores que han tenido su rifirrafe con el Ejecutivo, especialmente en el marco de la pandemia en torno a las medidas de confinamiento que se tomaron, y que luego la Asamblea canceló y moderó, sobre todo porque se leyeron desde un esquema de libertades civiles/autoritarismo. Es probable que en el descenso de los efectos de la pandemia puedan mitigarse tales temas.

Quedarían, así, dos asuntos esenciales: uno, más coyuntural, otro, más estructural. Coyunturalmente, esta Presidencia, si bien goza de popularidad, despierta temores debido a sus rasgos antidemocráticos y autoritarios. El actual proceso de estudio de reforma constitucional ha hecho a algunos sectores —que si bien pueden estar de acuerdo con la necesidad de actualizar la Constitución— temer por el escenario de la reelección, afirmando así los rasgos autoritarios. Sin embargo, no es claro que el presidente tenga el apoyo popular para ello. 

El segundo tiene que ver con el rol del Estado en cuanto a las políticas públicas de bienestar frente a la desigualdad; es probable que la forma en que este tema se defina califique determinantemente al primero de los temas señalados. Si este Ejecutivo emprende proyectos de bienestar social necesitará los recursos para ello y, por consiguiente, no puede ignorarse la imperiosa necesidad de plantear una reforma fiscal que toque el bolsillo del gran capital, lo que, por supuesto, suscitará las respectivas polarizaciones. Y si no emprende estos proyectos, el pueblo, o «los de abajo», quedará nuevamente burlados, con lo cual no puede descartarse una reacción desde abajo. Es en este escenario de «reforma sí – reforma no» donde puede tener cabida, o no, el desarrollo pleno de los rasgos autoritarios, sea como «dictadura fascista» o como «dictadura del proletariado», por hablar de extremos polarizados.

Aunque aún no se definen con claridad los extremos de la previsible polarización renovada, cabe insistir que la base material de la polarización persiste y tiene su rostro más visible en los niveles de desigualdad, pobreza, inseguridad y falta de oportunidades en que vive la mayoría de la población salvadoreña. Mientras desde un lado se reducen los espacios de diálogo, se erosionan las prácticas democráticas y se construye una narrativa de «nosotros versus ellos», es preciso esperar cómo se reconfigurarán los otros actores, tanto de oposición política como social.

3. Guatemala: crisis política y espejismos de cambio

Periodistas, analistas políticos, académicos y actores diversos interesados en el acontecer nacional suelen hacer referencias recurrentes a Guatemala como un país polarizado, tanto en términos políticos como sociales. Sin que necesariamente se tenga en mente una perspectiva técnica versada en las ciencias políticas o sociales —o bien en las disciplinas que abordan el conflicto social de maneras más específicas—, el término ‘polarización’ se emplea casi siempre como sinónimo de profundo divisionismo. Desde esas miradas, Guatemala se considera signada por escisiones producto de la dinámica histórica que separan a quienes procuran a toda costa el mantenimiento de un proyecto hegemónico, por un lado, y a quienes buscan generar fisuras en dicho proyecto, por el otro. Estos últimos claramente serían los portadores de estrategias para propiciar espacios de inclusión económica, política y social más democráticos y horizontales, es decir, propiciar espacios para el bien común. 

La noción de «bien común», como se sabe, nos lleva inmediatamente a la razón de ser del Estado, plasmada en la misma Constitución Política de la República de Guatemala. Este instrumento es, por su naturaleza, el de mayor jerarquía y de él emana el ordenamiento jurídico del país, es decir, el Estado de derecho. Ello supondría que desde 1986, año en el que entró en vigencia esta constitución —que además dio inicio al proceso de democratización de Guatemala que luego abriera las puertas al proceso de paz y a la firma de acuerdos en esa misma dirección, diez años más tarde—, las dinámicas político-jurídicas debieran haber comportado un mayor bienestar para las mayorías tradicionalmente excluidas. Sin embargo, ninguno de estos hitos históricos consolidó dinámicas que permitieran el fortalecimiento del Estado con el objeto, precisamente, de garantizar el bien común. De hecho, a casi 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz, Guatemala ha avanzado muy poco en los indicadores de desarrollo humano y la inequidad se ha profundizado.

Como podrá colegirse, no es propósito de esta aproximación al tema de la polarización ahondar en temas relacionados con la pobreza, el hambre o la desigualdad; no obstante, traer a colación estos temas es relevante porque, como se ha dicho, la base material de la polarización —más allá de la retórica política o, incluso, ideológica— ha sido y sigue siendo la desigualdad, una desigualdad mantenida a pulso por unas élites ultraconservadoras que han sabido ejercer su hegemonía y reconvertirse adecuadamente para que, a pesar de las distintas coyunturas, el Estado les siga siendo útil para el mantenimiento de sus privilegios.

Este planteamiento, que para algunos puede parecer polarizador en sí mismo (precisamente para quienes utilizan el concepto para criticar a quienes buscan algún tipo de cambio en el inamovible statu quo), nos lleva de suyo al menos a dos consideraciones iniciales: el rol del Estado en las dinámicas de polarización/despolarización y, segundo, el hecho de que conceptos como bien común, Estado de derecho, democracia, o el mismo concepto de polarización hayan sido históricamente utilizados por los actores, en particular por esas élites portadoras del proyecto hegemónico —que son por lo general las que establecen la agenda pública, formulada hasta hace pocos años en clave mediática, pero que en la actualidad se mueve a pasos agigantados hacia los nuevos medios y redes sociales—, para seguir hilvanando redes de contención y hasta de salvamento para su referido proyecto. De esa cuenta, no siempre es fácil distinguir las maneras desde las cuales se utilizan todos estos conceptos para interpretar la realidad del país. Establecer algunos elementos para la reflexión inicial al respecto es, entonces, tarea de la presente sección.

Escenarios recientes y la polarización de siempre

Si se acepta que la polarización ha sido frecuente en el país, es importante distinguir de qué polarización se habla. En ese sentido, vale la pena referir que, para algunos analistas, en Guatemala siempre ha existido polarización social, aunque esta no siempre se ha marcado en la arena política, sobre todo porque durante significativos tramos del proceso histórico las opciones partidarias viables han sido, por lo general, afines al proyecto hegemónico. 

Si se transita al lado de lo social, son numerosas las voces que ubican el inicio de la polarización en los tiempos del colonialismo español, refiriendo como indicador más evidente de las divergencias el histórico y profundo carácter racista del Estado guatemalteco. Al llegar a este punto, en muchas personas se encienden señales de alerta: un rasgo inmediato de la polarización en este sentido es la inmediata descalificación hacia quienes insisten en hablar de los 500 años. Y es que la polarización social en Guatemala se ve fuertemente caracterizada por dinámicas discriminatorias y racistas de las élites criollas y ladinas, por un lado, y las mayorías indígenas, por el otro. Pero este no es el único rasgo de las divergencias, sobre todo en los últimos años, cuando ha habido espacios en los que las demandas de las mujeres y las personas jóvenes también se han hecho sentir. El país es, entonces, una amalgama de identidades que se intersectan y que aún no terminan de reconocerse: el extremo de la exclusión sigue teniendo un rostro joven, de niña, mujer o anciana indígena que, además, es pobre. En el centro se ubica una clase media que no solo pugna por no desaparecer, sino que por lo general se desvive por disimular el color cobrizo de su piel y sus rasgos «aindiados»: la obediencia a las normas implícitas de la pigmentocracia es fundamental para evitar la muerte social. En la cúspide, la clase hegemónica que todavía se considera criolla.

La polarización política, por su parte, ha existido con claridad durante episodios históricos específicos, lo cual nadie parece negar. Se señala, como ejemplo, el período de escisión entre las fuerzas progresistas alrededor del proyecto de gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán (1951-1954) y las élites conservadoras, que de nuevo esgrimieron la dicotomía comunismo/anticomunismo como retórica para defender el statu quo. El derrocamiento de este proyecto de modernización capitalista del Estado guatemalteco, orquestado por la CIA con apoyo del Ejército, la Iglesia católica y las élites económicas, es el origen del enfrentamiento armado interno que desangró a la sociedad guatemalteca de 1960 a 1996.

Así como en aquel período, en años recientes la polarización política tampoco ha devenido de la dinámica partidaria stricto sensu, sino se ha compactado alrededor de la lucha anticorrupción. Destacan, en el escenario inmediato, los acontecimientos de 2015 que pusieron fin al gobierno del Partido Patriota, encabezado por el general retirado Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti, luego de que la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y el Ministerio Público (MP) dieran a conocer el denominado caso «La Línea», relativo a una red de contrabando y defraudación aduanera que involucraba a altos funcionarios, incluyendo a la mencionada pareja presidencial. En un primer momento, la indignación generada alrededor de la información que iba conociéndose sobre el caso «La Línea» se expresó como un movimiento cívico que, como pocos acontecimientos en la historia reciente del país, concitó la aceptación de amplios sectores sociales: «Recuerdo que no había ningún tipo de represión contra tu opinión. No había ningún tipo de consecuencia a nivel empresarial ni personal. De hecho, era bien visto. La gente se iba a hacer fotos a la plaza, selfies, empresarios, todo mundo. O sea, fue algo donde todo el mundo coincidió», pero muy pronto dejó de hacerlo, sobre todo cuando, en sucesivos «Jueves de CICIG», este ente y el MP de la fiscal Telma Aldana fueron revelando otros casos de corrupción que comenzaron a alcanzar a miembros prominentes de la élite empresarial. En este sentido, vale la pena recordar algunos hechos.

Impunidad, CICIG y  polarización

El primero de ellos es la creación, en diciembre de 2006, de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), institución creada por acuerdo entre las Naciones Unidas y el Gobierno del país con el objeto de «apoyar al Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y a otras instituciones del Estado tanto en la investigación de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad y aparatos clandestinos de seguridad, como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos».

La CICIG se creó como una demanda de organizaciones de la sociedad civil que pugnaban por desmontar el velo de la impunidad que ha caracterizado las relaciones entre las élites políticas, militares y económicas y la ciudadanía guatemalteca, prácticamente desde la fundación del Estado-nación, en el siglo XIX. Inicialmente, la demanda era luchar por el desmantelamiento de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS) que operaron amplia e impunemente durante el enfrentamiento armado interno y que, tras la firma de los Acuerdos de Paz, en 1996, no se desmantelaron. Aunque ya no operaban con las mismas tácticas contrainsurgentes, adaptaron sus actividades criminales a la realización de jugosos negocios con el Estado; además, imposibilitaban el avance de juicios por casos paradigmáticos de violaciones a los derechos humanos, pues claramente podrían verse afectados. 

Las investigaciones de la CICIG de Iván Velásquez y el MP de Claudia Paz y Paz, primero, y luego de Telma Aldana, permitieron arribar a la conclusión de que las CIACS se habían refuncionalizado, convirtiéndose en las llamadas redes político económicas ilícitas, caracterizadas por constituir «una confluencia de individuos y/o agrupamientos de individuos que se autoorganizan y cooperan, comunican e informan, y que poseen intereses comunes y/o finalidades compartidas para la realización de actividades y tareas de carácter político, económico y/o mixtas principalmente ilícitas, aunque colateralmente lícitas. Estas redes llevan a cabo prácticas políticas y transacciones económicas ilícitas» y se encuentran integradas por líderes políticos, funcionarios públicos, operadores de justicia, abogados, militares, empresarios y agentes del crimen organizado. 

El segundo elemento que merece destacar se refiere a una serie de acontecimientos que fueron desencadenando desconfianza entre las élites empresariales, militares,  la CICIG e Iván Velásquez. Destaca, entre otros, el hecho de que en uno de los casos de corrupción se involucrara directamente al hermano y al hijo del presidente que tomó posesión en enero de 2016, Jimmy Morales, así como un caso de defraudación fiscal presentado por la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) en el que la ciudadanía guatemalteca pudo ver cómo una sola empresa hizo efectivo un cheque de impuestos adeudados al fisco que fue capaz de cerrar la brecha fiscal de ese año. Otros casos reveladores para las élites empresariales fueron aquellos en los que la CICIG y el MP argumentaron la comisión de delitos de financiamiento electoral ilícito (relativo a todos aquellos ingresos que los partidos políticos no reportaban adecuada y oportunamente al máximo tribunal electoral), práctica no solo regular sino tradicional que permitía al sector privado ejercer control sobre los partidos y sus candidatos, con la consecuente posibilidad de que al resultar electos se pudiesen cobrar favores a través de leyes favorables, contratos, privilegios fiscales, entre otros. Conviene anotar que el ahora excomisionado de la Cicig, Iván Velásquez, en su cuenta oficial de Twitter, señaló que «El financiamiento electoral ilícito —tanto el que proviene del crimen organizado como el de fuente anónima— no sólo es el pecado original de la democracia, sino que socava el Estado de Derecho, genera inequidad en los procesos electorales y distorsiona la voluntad popular».

Finalmente, las tensiones en torno a la CICIG llevaron a que el entonces presidente Jimmy Morales no renovara su mandato, con lo cual concluyó su trabajo la CICIG el 3 de septiembre de 2019. Luego, las elecciones de finales de ese año no lograron unificar fuerzas en contra del poder establecido, de manera que las autoridades que tomaron posesión a inicios de 2020 comenzaron a favorecer el cierre de cualquier espacio anticorrupción que todavía quedara en pie. En este contexto, la elección de magistrados a la Corte de Constitucionalidad 2021-2026 es parte de este proceso, pues entre los juristas electos hay al menos tres a quienes se imputan vínculos con los grupos político económicos ilícitos.

Principales consecuencias

La dinámica ha configurado, en la práctica, dos polos opuestos: por un lado, los sectores que en su oportunidad se pronunciaron a favor de la CICIG e Iván Velásquez; por el otro, los que manifestaban estar decididamente en contra de la corrupción pero, según argumentaron en su oportunidad, luchar contra ella no dependía de injerencias extranjeras que pusieran en entredicho la soberanía al país. Llegó a ser relevante que, en el caso de las luchas por la permanencia de la CICIG, los que querían que el mandato de esta concluyera acusaron a los otros de ocasionar polarización o, lo que es lo mismo, atentar contra la unidad del pueblo guatemalteco. El correlato de esto ha sido pronunciado por las voces que señalan que el país siempre ha estado polarizado, aunque a menudo desde el proyecto hegemónico se hubiese impedido que tal polarización se expresara.

Sin embargo, como en cualquier dinámica de polarización, esta no acontece desde rasgos absolutos, sino más bien se desenvuelve en procesos cambiantes que van cobrando matices, fortaleciéndola o desgastándola. 

Desde la visión de los sectores progresistas del país, se hace referencia a que en uno de estos polos se ubican los miembros del «Pacto de Corruptos», mientras que en el otro estarían ellos mismos, es decir, los que se decantan en favor de la ciudadanía o del pueblo que exige sus derechos y que demanda que sus impuestos sean invertidos en servicios públicos de salud, educación, nutrición y seguridad alimentaria, entre otros. 

Este último extremo, el del pueblo o la ciudadanía —o como quiera que se le llame— se encuentra integrado por un conjunto de personas, líderes y lideresas de organizaciones sociales y sectores con tradición democrática. Se trata de un grupo muy diverso e, incluso heterogéneo, sin una sola cabeza visible. Este tipo de enfoque se fortaleció, entre otros, porque en los sábados de plaza que iniciaron en 2015, el movimiento se presentó como un movimiento cívico en el que deliberadamente las personas con cierto nivel de liderazgo desde las organizaciones sociales se negaron a asumir algún tipo de protagonismo, ya que la índole supuestamente autoconvocada de la protesta expresaba su carácter de pureza o, lo que es lo mismo, evitaba la manipulación. 

Del otro lado, es decir, del lado del «Pacto de Corruptos», las «cabezas» han sido más visibles y se refieren, o bien a los exfuncionarios involucrados en casos de corrupción, o bien a miembros de la clase política que al principio se desmarcaron de la CICIG para no distanciarse del sector privado, y que luego han realizado distintas maniobras para colocar en las cortes o en el Congreso de la República a sus operadores de impunidad. 

Cercanos a este pacto estarían iglesias neopentecostales con nexos con funcionarios públicos, organizaciones relacionadas con exmiembros del ejército (como la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala, Avemilgua, o la Fundación contra el Terrorismo), tanques de pensamiento vinculados con el sector privado (como la Fundación para el Desarrollo, Fundesa, o el Centro de Investigaciones Económicas Nacionales, CIEN) y medios de prensa (particularmente canales de televisión abierta y otros medios radiales cuyos dueños se vieron involucrados en casos de corrupción), entre otros.

Expresiones difusas y otros temas de la marejada

Este vistazo somero permite colegir que, en ambos extremos, la polarización ha venido manifestándose de maneras difusas. Aunque con el propósito de no deslegitimarla se ha querido señalar que la lucha contra la corrupción no es un tema de izquierda o derecha, la manera como se han decantado las dinámicas permite adscribir uno y otro polo a ambas tendencias político ideológicas. 

De esa cuenta, del lado de los grupos progresistas y con marcada tradición democrática han ido quedando las organizaciones sociales y partidarias históricamente vinculadas con las izquierdas. Del otro lado van quedando los sectores más conservadores que no pueden permitir que el proyecto hegemónico vuelva a ponerse en entredicho, como sucedió entre 2015 y 2019. Esta valoración, por supuesto, no es totalizadora, pero lo es en tanto en eso consiste precisamente la polarización: en creer que los dos extremos se distancian y son irreconciliables.

En ese sentido, la marejada polarizadora o los cursos de polarización han ido jalando hacia los extremos diferentes dinámicas que antes de 2015 generaban otros significados sociales o encontraban cauces de abordaje más propios de la democracia. De esa cuenta, ha vuelto a considerarse que todas las personas que plantean reivindicaciones sociales o en favor de los derechos humanos son comunistas. Las demandas de la población LGTBIQ+ atentan contra los valores religiosos y la familia tradicional; por consiguiente, dividen al pueblo guatemalteco que siempre ha sido respetuoso de Dios. Las organizaciones de guías ancestrales mayas también resultan peligrosas, al igual que las feministas y las organizaciones de mujeres que abogan por los derechos sexuales y reproductivos.

Más tensión en camino

El panorama, por de pronto, es de aguda tensión. Así parecen mostrarlo las protestas que en noviembre de 2020 volvieron a convocar a las personas a las plazas, esta vez para manifestar su descontento frente a un controvertido proyecto de presupuesto que las fuerzas políticas mayoritarias del Congreso de la República pretendían aprobar. En aquella ocasión, la ciudad capital del país vivió un episodio de violencia que, hasta ese momento, la clase política (o la clase política económica ilícita) se había cuidado de mantener en el interior de la República, al menos en años recientes. Y es que, como se sabe, la represión contra defensoras y defensores de tierras y territorios ha sido una constante en la historia del país, incluidas las décadas posteriores a la firma de los Acuerdos de Paz. De nuevo, el carácter racista y concentrador del Estado guatemalteco sale a relucir, pues los acontecimientos episódicos constituyen expresiones temporales de profundas fracturas estructurales que no han sido transformadas.

Así las cosas, en medio de todas estas fuerzas en contienda, complejas y contradictorias, han quedado las mayorías campesinas, indígenas y pobres olvidadas de la historia. En años recientes, ese cúmulo poblacional no ha hecho sino aumentar, pues en Guatemala persisten e incluso se profundizan indicadores sociales alarmantes.

Esto nos lleva, entonces, al que quizás sea el saldo más visible de todo esto: un Estado débil, con uno de los aparatos burocráticos más pequeños del mundo, merced a presupuestos públicos escuálidos que se explican porque el país tiene una de las cargas tributarias más bajas de Latinoamérica y del mundo. Se trata de un Estado al servicio de pocos, justamente de aquellos que históricamente se han servido de él para mantener sus privilegios.

Tendencias y cursos de acción

Para muchos actores que se ubican a sí mismos del lado de las tendencias democráticas, el país atraviesa una crisis compleja que tiene pocos visos de solución. En principio, porque el movimiento social se encuentra marcadamente oenegeizado, sin liderazgos claros que despierten o convoquen consensos amplios más allá de su organización. La izquierda partidaria también sigue adoleciendo de vicios históricos de larga data, entre los cuales destacan la fragmentación, la desconfianza y la búsqueda de protagonismos individuales. Ello ha hecho que las expresiones partidarias de izquierda sean prácticamente incapaces de sentarse a negociar entre ellas, con lo cual el polo opuesto, las derechas, han salido ganando. Desde esta perspectiva, hay una polarización intrasectorial importante, lo cual puede hacer que la polarización diametral a nivel nacional se desdibuje.

Otros factores que han incidido en la desarticulación de los movimientos sociales apuntan al rol de la cooperación internacional en la desincentivación de la participación ciudadana espontánea y al peso histórico y generacional del miedo y la desconfianza instaurados eficazmente tras décadas de represión y políticas contrainsurgentes de terror.

Por otro lado, el polo opuesto, es decir, el del «Pacto de Corruptos», ha seguido demostrando algunas de las cualidades históricas que lo han hecho exitoso: claridad en los fines (es decir, el interés por el dinero) y en los medios (es decir, cualquier medio necesario para tener/mantener un estatus económico ilimitado), lo cual incluye en primer lugar el poder del Estado y, en segundo lugar, el poder ideológico que representan la religión y la prensa.

No obstante, es este tensionamiento plagado de complejidades y contradicciones el que encierra sus propias posibilidades inherentes de transformación. Es precisamente desde las contradicciones desde donde cabe replantear acciones que contribuyan al cambio; entre ellas, surge la posibilidad de trabajar con jóvenes; abrir espacios de pedagogía social que prescindan del «tallerismo»; procurar espacios de diálogo intrasectoriales únicamente; abordar procesos de sanación no desde el exclusivo interés por generar reconciliación nacional y perdón. Resulta de renovada importancia, finalmente, que se potencialicen nuevas maneras de hacer que construyan confianza y posibiliten nuevas maneras de hablar.


4. Honduras: ¿un aparente callejón sin salida?

En 2009, el golpe de Estado contra el gobierno de Manuel Zelaya cimbró a la sociedad hondureña, dividiéndola diametralmente en dos: quienes estaban a favor y quienes estaban en contra de este hecho. En aquella ocasión, la polarización política sobredimensionó las dinámicas sociales, llegando incluso al seno de las familias y los grupos de amigos, escindiéndolos de maneras nunca antes vistas en el país. Pese a numerosas y durante un buen tiempo ininterrumpidas movilizaciones masivas, reclamos ante organismos internacionales, rompimiento del bipartidismo y elecciones amañadas y fraudulentas, las élites políticas y económicas lograron imponerse a través del uso de la fuerza y la represión.  En efecto, las condiciones se dieron para que el Partido Nacional de Honduras, encabezado por el presidente Juan Orlando Hernández, llegara al poder en un primer mandato, de 2014 a 2018, y luego fuera reelecto para un segundo período presidencial que habrá de terminar en 2022.

Esta etapa bien puede ser caracterizada como un ya largo período postgolpe que se ha visto marcado por sucesivos escándalos de corrupción y por un ominoso pacto entre las élites políticas, las fuerzas de seguridad del Estado y grupos del crimen organizado, lo cual no solo ha erosionado el Estado de derecho y la institucionalidad democrática, sino que ha socavado cualquier espacio para el diálogo y la búsqueda de salidas negociadas a la crisis. La situación también ha dejado como saldo unas fuerzas opositoras desarticuladas y una ciudadanía agotada, casi exhausta, que no solo se debate entre la pobreza y la aguda violencia, sino además ha padecido catástrofes socioambientales que, como las tormentas Eta e Iota, a finales de 2020, entrañaron gravísimos saldos humanos y económicos, alejando la esperanza en las posibilidades del cambio social. 

De la corrupción y la MACCIH a la polarización difusa

Diversos actores denominan criminal a este pacto entre élites, sobre todo porque la corrupción es generalizada y se ubica en todos los niveles administrativos del Estado hondureño, lo cual le confiere un carácter sistémico. Este pacto, como podrá colegirse, es rechazado por la gran mayoría de la población; sin embargo, no se ha logrado crear un movimiento o agenda común capaz de enfrentarlo. 

La Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), creada a partir de un acuerdo suscrito entre la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Estado de Honduras en enero de 2016, despertó entusiasmos iniciales, que luego se vieron refrendados. Este ente especializado logró la presentación ante instancias judiciales de al menos catorce casos que «permitieron evidenciar cómo actores económicos, políticos, militares y religiosos, por medio de prácticas ilegales, han utilizado al Estado hondureño para asegurarse beneficios personales o intereses sectoriales, a costa del bienestar de las grandes mayorías». Sin embargo, nunca logró unificar a la oposición y fue pronto desmantelada. El golpe final a este ente considerado clave en la lucha contra la corrupción fue propinado por el Congreso de la República en diciembre de 2019, cuando los diputados votaron porque se recomendara su cierre. Es claro que la experiencia de Guatemala había resultado aleccionadora para las élites hondureñas también.

Este breve pincelazo sobre las dinámicas recientes de polarización, retroceso democrático, conflicto y violencia permite indicar que, a diferencia de una polarización binaria como en el caso de Venezuela entre chavistas y antichavistas, Honduras padece más bien una polarización que en la actualidad ha cobrado rasgos difusos, con múltiples actores y fisuras. Por un lado, se yergue un poder político que se encuentra concentrado en manos de oficiales corruptos vinculados con el crimen organizado, quienes establecen negocios con los capitales tradicionales y emergentes que se alinean y para mantener sus privilegios abusan del poder y reprimen cualquier esfuerzo de resistencia.

Por otro lado, se presenta una sociedad civil (oenegés, iglesias, sindicatos, pequeñas y medianas empresas) fragmentada, desgastada y sin resonancia en una población abrumada por los altos niveles de violencia y pobreza. Los partidos políticos parecen estar haciendo el juego a los primeros, sobre todo porque el partido Libertad y Refundación, creado por los seguidores de Manuel Zelaya, no ha sido capaz de trascender formas tradicionales del quehacer político y sus representantes en el Congreso han transigido con el régimen. Ilustra la profunda crisis partidaria el hecho de que Yani Rosenthal, quien acaba de salir de una cárcel de los Estados Unidos tras cumplir sus sentencia por lavado de dinero, sea uno de los candidatos favoritos a ganar las elecciones presidenciales de 2021. Este extremo encapsula el descaro político, la erosión democrática y la desilusión de una sociedad que se siente en un callejón sin salida.

El presidente como clave de la polarización

La actual crisis política gira alrededor del presidente Juan Orlando Hernández (JOH), su relación con   narcotraficantes nacionales e internacionales y la sociedad hondureña, cuya gran mayoría ha venido exigiendo su renuncia bajo la consigna «Fuera JOH». El gobernante ha sido capaz de colocar en puestos clave de las Fuerzas Armadas, el Organismo Judicial, el Congreso de la República y otros órganos de control político y administrativo del Estado a personas leales a él. Esto no solo le permitió concretar el fraude electoral en 2017, sino también le ha permitido gobernar con grandes dosis de impunidad. 

Los escándalos más recientes de esta trama de corrupción, descaro e impunidad han sucedido en el mismo mes de marzo de 2021, cuando el fiscal de Nueva York presentó pruebas y testimonios relativos a que JOH ha recibido financiamiento a cambio de protección de parte de narcotraficantes que van desde Giovanny Fuentes hasta el mismísimo Chapo Guzmán. Para algunos, esta es la última gota que se derrama de un vaso que, para otros, ya estaba suficientemente rebalsado con anterioridad. Hay quienes consideran que JOH seguirá siendo intocable mientras la misma «embajada» —es decir, la de los Estados Unidos— lo proteja, o mientras cuente con electores que no quieren dejar de recibir prebendas de distinto tipo, aunque estas se valoren en unos pocos lempiras. 

Hay argumentos a favor y en contra de ambas posturas pues, por un lado, ya antes de los acontecimientos en la corte de Nueva York había rechazo hacia JOH por hechos como el desfalco de unos USD 350 millones del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS) o el fraude electoral de 2017. Cabe recordar que, en el primero de estos casos, el mismo JOH reconoció haber recibido fondos provenientes del IHSS para la financiación de su campaña electoral. Este escándalo fue tan fuerte que detonó las conocidas marchas de las antorchas que, pese a ser masivas y continuadas, no lograron socavar las bases de poder del gobernante y sus aliados. 

Para otros, la crisis ha llegado a tal extremo que el rechazo hacia un presidente ilegítimo se ha convertido en odio de parte de prácticamente todos los sectores. Esto significa que el conflicto se ha personalizado, enfocándose en la renuncia de JOH, lo cual no solo opaca otros temas subyacentes, sino también esconde el carácter sistémico de la corrupción y la impunidad en el país. 

Más políticos, más corrupción

Además del presidente del Ejecutivo, numerosos miembros del Congreso han sido igualmente señalados por sus vínculos con el crimen organizado, sus altos niveles de corrupción e inoperancia. En efecto, entre 2014 y 2019 hubo casi cien casos de corrupción presentados al Ministerio Público que involucran a diputados y diputadas. Sin embargo, los tres principales partidos políticos (Nacional, Liberal y Libre) que dominan el Congreso no muestran ni capacidad ni interés en la renuncia del presidente, el impulso de reformas electorales o dar respuesta a acusaciones de corrupción. A pesar de los casos documentados y del establecimiento de procesos en el sistema judicial, los políticos reciben su finiquito y solvencia cada año para seguir ejerciendo sus funciones públicas.  

Uno de los ejemplos más ilustrativos al respecto de la crisis en que ha caído el Congreso es la aprobación, en 2020, de un nuevo Código Penal al que algunos han catalogado como el «Código de la Impunidad», pues reduce penas para los delitos de corrupción perpetrados por funcionarios o exfuncionarios del Estado.

Llama la atención el caso del partido Libre, liderado por Mel Zelaya y que lleva a la esposa de este, Xiomara Castro, como candidata a la presidencia. Cabe recordar que esta organización partidaria nació después del golpe de Estado como consecuencia de divisiones y choques de poder en el seno del partido Liberal. Al principio, las diferencias de Libre con respecto al Partido Liberal y el Partido Nacional (este último, el de JOH) parecían relacionarse por las simpatías que el llamado socialismo del siglo XXI despertaba en Mel. Sin embargo, en la práctica ha podido observarse que las diferencias entre todas estas organizaciones partidarias son menos ideológico-programáticas que relativas a prácticas y liderazgos. Si bien el primer tipo de diferencia apuntaló la polarización tras el golpe de Estado de 2009, en la actualidad parece ser que Libre se ha acomodado al statu quo. Además, Libre ha sido incapaz de encarar las demandas de sus bases y enfrentar la corrupción, o bien, acusaciones de acoso sexual y prácticas sexistas de parte de algunos de sus miembros. A pesar de su capacidad de movilizar masas, Libre no ha podido encontrarse con otros movimientos sociales y alinearlos alrededor de su agenda política.

Los otros movimientos y actores claves de la sociedad civil y el sector privado han generado algunas iniciativas para enfrentar la corrupción, sin poder lograr entendimientos entre sí o mover a los partidos o políticos para aglutinar mayor fuerza y poder. Entre estos actores se encuentran el Consejo Nacional Anticorrupción (CNA), una asociación formada para apoyar las políticas y las acciones que en la materia emprenda el Gobierno de la República de Honduras y a iniciativa propia; la Asociación para una Sociedad Más Justa (ASJ); varios  movimiento de empresarios y  de la Cámara de Comercio, como Patria en contra de la Corrupción, PANEL, aglomeración de asociaciones y oenegés; la Universidad Nacional Autónoma  de Honduras (UNAH); el gremio médico; el Colegio Magisterial y movimientos de ambientalistas e indígenas con cierta trayectoria. Además de la falta de capacidad de construir una agenda común, las prácticas clientelistas de JOH han logrado dividirlos. Y es que, según fuentes consultadas, JOH ha usado fondos del Estado para corromper al Gremio Médico o al Colegio Magisterial; también ha amenazado a la UNAH con la idea de quitarle el 6% del presupuesto del Estado que por ley les corresponde. Frente a las demandas de ambientalistas y comunidades indígenas, la respuesta ha sido la represión: en efecto, más de 120 ambientalistas han sido asesinados (incluyendo a cuatro personas de la comunidad garífuna en julio de 2020).

Otros actores destacables: Fuerzas Armadas e Iglesias

Los otros dos actores clave a lo largo de esta crisis son las fuerzas de seguridad pública (policía y Fuerzas Armadas), las cuales han sido usadas para reprimir la protesta y la movilización social, atacar a defensores y defensoras de derechos humanos, periodistas y operadores de justicia que no se plieguen al régimen, facilitar acciones del narcotráfico y reprimir a pandillas o miembros rivales del crimen organizado. Según algunas fuentes consultadas, resulta notable que, mientras en ocasiones la policía se ha rehusado a participar en la represión de las movilizaciones sociales, su imagen está muy deteriorada, lo cual contrasta con el hecho de que al ejército se le perciba como una institución que mantiene el orden, es efectiva y es de las pocas instituciones funcionales en el país. Es notable que hace escasas semanas unos diez oficiales criticaron abiertamente la actuación de las Fuerzas Armadas y sus relaciones con el crimen organizado; sin embargo, luego de este hecho fueron dados de baja. También cabe destacar que no hay iniciativas de diálogo con estos sectores, dadas las percepciones de la sociedad civil sobre su actuación. 

Con respecto a las iglesias, es importante mencionar que en Honduras las iglesias evangélicas ya tenían gran influencia en diversas instituciones del Estado, aunque la llegada de Capitol Ministries contribuyó a fortalecer esta situación, sobre todo cuando el presidente les invitó a dar cursos bíblicos a unos 40 de los 128 congresistas. Por otra parte, como representante de la Confraternidad Evangélica de Honduras el pastor Oswaldo Canales firmó, en 2018, un convenio marco de cooperación y asistencia técnica con la Secretaría de Desarrollo e Inclusión Social (Sedis) que algunos estiman en varios millones de dólares. Ese año, el mismo pastor fue invitado por JOH a formar parte de una comisión especial encargada de introducir reformas en el sector salud. Además de ser contratista importante, esa iglesia también participa en el impulso de políticas públicas antiabortivas y anticomunidad LGTBIQ+, y sus acciones refuerzan la idea de un nosotros cristiano, socialmente conservador y antiprogresista contra estos otros grupos.   

Como puede observarse, varios son los actores de esta compleja tensión en cuyo centro parece estar el tema de la corrupción y la captura del Estado por parte de grupos del crimen organizado. Esto es clave porque la economía de Honduras depende en gran medida del Estado y los contratos e inversiones que este provee. 

En la actualidad parece ser que las redes político-clientelares de los diferentes partidos están a la expectativa de la actuación de la nueva administración de los EE. UU. para ver cómo reaccionar. Ello no es poca cosa, sobre todo porque uno de los temas más relevantes en la política de aquel país es el tema de la migración. En los últimos años, el número de emigrantes hondureños ha aumentado; como se sabe, los flujos migratorios se dirigen especialmente a los Estados Unidos (81.93%), seguidos de lejos por quienes buscan España y México como países de destino (7.21% y 1.91%, respectivamente). Se calcula que diariamente salen 300 hondureños y, cuando lo hacen en caravanas, los números se cuentan en miles de personas a la vez. Cabe recordar que la primera caravana migrante salió en 2018 precisamente empujada por la crisis política hondureña ocasionada por el fraude electoral. También es importante referir que esta problemática afecta a países vecinos, especialmente a Guatemala y México, alimentando los discursos de «nosotros contra ellos» —ellos siendo los migrantes y nosotros siendo los nacionales en cada país de tránsito y destino—.  

Pobreza, migración y violencia

Así las cosas, además de los elevados niveles de corrupción y migración, Honduras enfrenta otros tres grandes desafíos subyacentes que pueden seguir presentado razones para la confrontación y la polarización, actualmente difusa: la pobreza, la violencia y la lucha por el control de la tierra y los territorios.

En cuanto a la pobreza, cabe indicar que el Foro Social de la Deuda Externa y Desarrollo de Honduras (Fosdeh) estimaba que, para finales de 2020, cerca del 70% de la población alcanzaría niveles de pobreza. Esto quiere decir que, en 2021, tres de cada cuatro hondureños son pobres. En este sentido, es preciso resaltar que las personas entrevistadas para este estudio exploratorio señalaron constantemente que los tres temas más preocupantes para los y las hondureñas son la pobreza, el desempleo y la violencia. Se debe agregar al primero de ellos un altísimo nivel de desigualdad (con una clase media que solo representa un 11% de la población, según el Banco Mundial), fenómeno cuyo rasgo fundamental es constituir un reto para la democracia y el Estado.  

Con respecto a la violencia, es preciso recordar que Honduras sigue presentando una de las tasas de homicidio más altas del mundo, estimada entre 37 y 40 por cada 100,000 habitantes. Numerosos expertos han señalado que las pandillas y el crimen organizado ejercen un fuerte control territorial, de manera que hay colonias y barrios completos en los cuales ni los aparatos de seguridad del Estado se atreven a ingresar. 

Finalmente, los conflictos, violaciones de DD. HH. y violencia alrededor de proyectos extractivos y de infraestructura (como represas, turismo en la Costa atlántica) configuran la amalgama compleja que da pie a uno de los temas fundamentales que divide a la sociedad hondureña, sobre todo porque en él se ve representada la continuidad de las élites económicas cuya connivencia con el crimen organizado y la clase política es cada vez más evidente. Por ello más de 120 ambientalistas, defensoras y defensores de DD. HH. en Honduras han sido asesinados en los últimos años.  Esto afecta a comunidades garífunas y de los pueblos originarios que enfrentan desalojos y expropiación de sus tierras y territorios. Si a esto se agrega la degradación ambiental y fenómenos como sequías y huracanes, los temas de tierra y medioambiente son problemas de fondo que están en la base de numerosos conflictos, con alto potencial de continuar polarizando a la sociedad del país.

Entre el callejón sin salida, la desesperanza: tendencias de cambio

A la corrupción y el impacto de las tormentas Eta e Iota, la población hondureña ha debido añadir en 2020 y lo que va de 2021 el robo descarado de la ayuda humanitaria que llegó al país para atender los impactos de la crisis ocasionada por la pandemia de COVID-19. De esa cuenta, entre los desastres naturales, la caída económica y la desocupación no solo hay desconfianza, sino también odio hacia la clase política. 

En este contexto, si bien hay limitados espacios de diálogo para la solución de los conflictos y hay construcciones discursivas relativas a un «nosotros versus ellos», esto no parece debido a una polarización sociopolítica, sino más bien se presenta como la resultante de procesos de cooptación de espacios y poderes públicos por parte de políticos corruptos que han favorecido la captura del Estado por el crimen organizado. Estos procesos erosionan claramente el Estado de derecho y la institucionalidad democrática. Otro ingrediente que alimenta ese discurso se refiere al accionar de maras y pandillas, el cual también crea narrativas de nosotros contra ellos, aunque esto es igualmente producido y reproducido a partir de la dinámica de resistencia/represión alrededor de los ambientalistas y grupos de indígenas y afrodescendientes, por un lado, y las industrias extractivas, por el otro. En este caso, hay miembros de las comunidades que, como consecuencia de los pavorosos niveles de pobreza en que viven, ven en las industrias extractivas y las prebendas que reciben de parte de los operadores políticos corruptos una tabla de salvación; la decisión, para ellos, es sencilla: evitar morir hoy. El mañana de todas maneras siempre ha sido incierto.

En este sentido, una discusión enfocada únicamente en la institucionalidad democrática puede limitar el entendimiento de la conflictividad, sus efectos en la población y las posibles soluciones y acciones a tomar. Mientras los impactos en la democracia pueden abordarse mediante diálogos políticos, las vivencias en torno a las violencias, el hambre y la desilusión requieren intervenciones de otro tipo para construir confianza, construir/reconstruir relaciones dentro de grupos afines y entre grupos y, a la vez, satisfacer necesidades humanas básicas cuya urgencia cobra matices humanitarios.

5. Nicaragua: Ortega-Murillo y la polarización

Los sucesos de abril de 2018 abrieron un período de protesta contra el gobierno de la pareja presidencial Ortega-Murillo que terminó de colocar al país adentro de los parámetros propios de la polarización política y social. El descontento contra el régimen llegó a extremos de exaltación en esa fecha, generando numerosos episodios de violencia y violaciones a DD. HH., algunos de los cuales han sido documentados. La polarización, si bien es heredera del pasado, fue alimentada por las reelecciones de Ortega y, ahora, de Rosario Murillo, de manera que los sucesos de abril de 2018 representan la cúspide de un continnum de descontentos acumulados.

El panorama de los intereses reales que subyacen en la crisis se presta a versiones muy divergentes (como en todo conflicto) que se encuentran, incluso, entre actores que podrían considerarse como parte de las voces «cuerdas» en escenarios de polarización. Lo que es claro es que numerosas personas con las que se habla en el alero de la confianza señalan abuso de poder de parte de operadores del régimen y el ejercicio recurrente de prácticas violentas e intimidatorias por parte de la policía y de los llamados parapolicías, lo cual está instaurando un clima de gran desconfianza entre sectores, así como de miedo y ruptura del tejido social. Cabe decir que también hay señalamientos de prácticas violentas del lado de la oposición. En todo caso, una de las demandas ciudadanas de mayor consenso es la realización de elecciones libres (lo cual es positivo en el sentido de que la salida a la crisis se está tratando de generar por la vía electoral).

Ortega-Murillo vrs Resto del mundo

Desde el punto de vista de la conflictividad, los polos están identificados: por un lado, el Gobierno de los esposos Ortega-Murillo, presidente y vicepresidenta, el aparato del Estado y la militancia de línea dura del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN), partido de gobierno. Por otro lado, se constituyó, a partir de los sucesos de abril, una especie de «Resto del mundo» que, hoy por hoy, aparece con tendencia a la fragmentación, de manera que es viable cuestionar la existencia real de un segundo polo. Por supuesto, es constante el polo que podríamos denominar autoritario-gubernamental. En términos generales, el polo que hemos denominado como «Resto del mundo» nació en abril de 2018 de una serie de protestas diversas convergentes en el tiempo, coincidentes en el protagonismo urbano y juvenil, a partir de temas como los ambientales y las pensiones, con un carácter espontáneo, pero que supo articularse hasta convertirse en una protesta generalizada como respuesta a la reacción desproporcionada del régimen que leyó los acontecimientos en clave golpista. De ese modo se articuló un movimiento social de autoconvocados que, junto con las fracciones políticas enarbolaron banderas contra el caudillismo de los Ortega-Murillo y la demanda de más democracia y respeto a los DD. HH.

La sobrerreacción del Gobierno frente a las protestas urbanas juveniles, muy focalizadas y específicas, convirtió al movimiento espontáneo en un intento de frente nacional que se pretendía alternativo a la dupla Ortega-Murillo, en un escenario que reconectó con las luchas antisomocistas de finales de los años setenta del siglo pasado. Sin embargo, este polo ha ido debilitándose progresivamente, tanto como efecto de la represión y el control estatal, como por las mismas contradicciones internas, más evidentes cuando se acercan las elecciones presidenciales previstas para noviembre de 2021. Ante los comicios, aunque podría ser factible una candidatura única para enfrentar la reelección de los Ortega-Murillo, es posible distinguir tres opciones: primero, los más pragmáticos apostarán por una salida tenue, de modo que gane quien gane en la contienda política y electoral, puedan salvar su lugar y posición; segundo, los que anhelan una derrota de Ortega, pero no necesariamente una redefinición del escenario político, se ven entusiasmados por el anuncio de Cristiana Chamorro por una posible candidatura, sobre todo por lo que simbólicamente significa (su padre, Pedro Joaquín Chamorro, fue un destacado antisomocista cuya muerte terminó por aglutinar la lucha de las diversas fuerzas sociales que tomaron el poder el 19 de julio de 1979; su madre, Violeta Chamorro, es la persona que derrotó la primera vez a Ortega en 1990); y, tercero, la emergencia de alternativas más consistentes con un historial social de sandinismo sin Ortega, como sería el caso del extinto Movimiento Renovador Sandinista (MRS), conocido en la actualidad como UNAMOS.

La aspiración del poder perpetuo de Ortega y las deudas de la revolución

Actualmente es posible determinar un eje de confrontación expresado como Ortega Sí – Ortega No. Ortega, en particular, representa para las partes en conflicto lo que queda de la Dirección Nacional del FSLN de los años ochenta que lideraron las transformaciones sociales y económicas impulsadas por la revolución sandinista. Ortega ha sabido granjearse la fidelidad de los cuadros de lo que queda del FSLN y convertirlo en una maquinara territorialmente eficaz para la movilización y que, junto con la Policía, constituyen su fuerza fundamental, más allá del impulso de los programas sociales que el boom que el Bloque del Alba, auspiciado por el petróleo venezolano, permitió desarrollar.

Pero también representa la figura corruptible del poder desde la piñata de los años noventa, el reparto de prebendas e inmuebles tras la derrota de las elecciones de 1990, la alianza con lo más rancio del liberalismo en la figura de Arnoldo Alemán, y la construcción de lo que algunos se dan en llamar el sultanato nicaragüense, no solo por medio de la reelección indefinida, sino por el hecho de colocar a su esposa en la Vicepresidencia y a sus hijos en empresas y puestos clave.

Ahora bien, más allá de la actualidad de esta dicotomía Ortega Sí-No, persisten dos grandes temas subyacentes que en realidad son la infraestructura esencial de la polarización actual. Los diversos actores comienzan a preguntarse unos a otros, como en una especie de clasificación, «¿dónde estabas en los ochenta?», con lo cual se etiquetan posiciones (orteguistas, chayistas,[6] sandinistas). Más allá de la identificación para la descalificación o la exclusión, es el indicativo de asuntos políticos y económicos no resueltos alrededor de la revolución como acontecimiento: la transformación agraria, la expropiación, pero también la vuelta del gran capital, la guerra de contrainsurgencia, el servicio militar patriótico, las heridas y el trauma no resueltos, entre otros.

En segundo lugar, diversas personas señalan el grave problema de desigualdad económica: una problemática crónica para la región (aunque en estos momentos el tema no parece estar en discusión de forma explícita, sobre todo por la quietud del gran capital en medio de la polarización). Sin duda alguna, los Ortega-Murillo han sabido establecer las alianzas pertinentes con el gran capital —nacional y regional—, mientras la oposición pretende representar al mismo gran capital. La estrategia del clientelismo político ha sabido de cierta manera apaciguar este tipo de contradicción, pero no sería extraño que, dependiendo de la evolución de los términos de la polarización, este tema pueda convertirse en un eje importante. Después de todo, a lo largo de 2018 las luchas locales de los grupos que levantaron barricadas en diversas ciudades se identificaban en sí mismas más con el «pueblo bajo, municipal y espeso» —como dice un verso del poeta nacional Rubén Darío—, que con las polarizadas luchas de las élites.

Las elecciones de noviembre

Si descontamos el posible eje vertical de polarización de la desigualdad, es muy probable que el actual clima de polarización mengüe a partir de los resultados de las elecciones presidenciales de noviembre de 2021. Por un lado, porque se resolvería mediante consulta popular —dentro de los límites siempre defectuosos de la democracia electoral, con sistemas de partidos políticos débiles y clientelares y un electorado desconfiado y poco conocedor de las dinámicas propias del Estado— la disyuntiva principal de Ortega Sí-No, lo cual conduciría a una leve desmovilización de los ánimos, al menos temporalmente. Si Ortega gana, la oposición terminaría de fragmentarse al separarse las facciones más pragmáticas y al retirarse el apoyo del gran capital que, en todo caso, estaría más dispuesto a apoyar indirectamente al gobernante electo. Si Ortega pierde, es probable que presenciemos una repetición de los años 90, con una probable piñata y con un probable pacto reeditado como el que se estableció con Arnoldo Alemán, a la espera de la vuelta al poder.

Por supuesto, esto no anulará en nada los asuntos no resueltos que vienen desde los años 80 en cuanto al desempeño de la Revolución Sandinista, la necesidad de juzgar excesos en el poder y la represión del último trienio y, mucho menos, resolverá la gran división social originada en la desigualdad, pero podría disponer de un escenario más estable para abordar los asuntos estratégicos.

Mientras tanto, escenarios de acercamiento y diálogo social, fuera de las fuerzas políticas en contienda, parecen ser poco probables en un clima de miedo, suspicacia y profunda desconfianza ciudadana. De acuerdo con actores consultados, la profundización de un trabajo en favor de los principios democráticos, la deliberación, el ejercicio honesto del diálogo como mecanismo para la transformación de conflictos, y el abordaje psicosocial de traumas y heridas no resueltas, pueden ofrecer algunos caminos para la recomposición del tejido social. Estos actores ponen alguna esperanza en las personas jóvenes y en las comunidades rurales; lo demás, señalan, parece estar perdido.

6. Ensayo de interpretación regional

A diferencia de otras temáticas comunes, como la migratoria por ejemplo, la problemática de polarización no es homogénea en sus raíces y matices. Sin embargo, es posible explorar algunos puntos y contrapuntos desde una visión regional.

Polarización difusa

Al conceder que la polarización puede ser habitual en el ámbito político y su cultura, se concede también que ésta siempre supone la existencia de dos polos fundamentales. Sin embargo, observamos en la región una cierta tendencia a una especie de polarización poco clara a la que hemos denominado polarización difusa, en el sentido de que uno de sus polos pierde energía debido a la fragmentación, las contradicciones internas, o las dinámicas político electorales propias. Esto no significa que existan altos niveles de confrontación en el límite de la violencia, sino que propiamente hay un polo fuerte y uno débil.

Así, por ejemplo, no es posible visualizar polos opositores relativamente sólidos en Honduras o Guatemala con capacidad de enfrentar el statu quo, si bien diversos actores entrevistados insisten en la existencia de una sociedad polarizada o, incluso, en extremo polarizada (incapaz, por ejemplo, de sentarse a negociar o incluso a establecer una charla informal con los actores denostados).

En el caso de Nicaragua y El Salvador, los polos opositores han tendido a debilitarse, sea por las técnicas de represión, o por contradicciones internas partidarias. Este es el caso de la candidatura única o separada en las elecciones de noviembre de 2021 en Nicaragua,  la falta de afinidad en la identidad ideológico partidaria entre ARENA y el FMLN en El Salvador, o el conjunto de la oposición nicaragüense. El resultado de las elecciones de febrero de 2021 en El Salvador contribuye con un descenso de la tensión, así como con una posible fragmentación de «la oposición», lo cual también puede llegar a ser el caso de Nicaragua después de noviembre de 2021, articulándose, de esta manera polos difusos de polarización.

Desigualdad como base material de la polarización

La diversidad de matices y temas que caracterizan la polarización política en los cuatro países analizados tiene, con todo, una polarización esencial de base común: la desigualdad, la cual constituye la base material de la diversidad de expresiones polarizadas y polarizantes. Cómo se articulan las luchas entre sectores de poder y contrapoder determina, en última instancia, la polarización política. El caso más patente puede ser el de El Salvador, frente a una Guatemala conservadora, o un FSLN en Nicaragua que institucionalizó el cambio social en forma de caciquismo político que pacta pragmáticamente con la oposición. El Salvador pasó de un enfrentamiento de más de 30 años caracterizado por el típico enfrentamiento de izquierda versus derecha, a un tipo de enfrentamiento que pretende redefinir la política con la bandera de la desigualdad en una mano, sin que esté claro, por el momento, qué bandera se tiene en la otra.

Narrativa polarizadora binaria

En todos los países se observan, sin embargo, narrativas polarizadoras de pretendido carácter binario que, magnificadas por el acceso a los medios digitales de información y a las redes sociales, están construyendo escenarios de tensión y conflicto en los que no se descarta la violencia. En El Salvador, la posición del presidente es la típica de un ellos (los que me critican y, por consiguiente, son del grupo de los políticos tradicionales) versus nosotros; en Guatemala, las tensiones se han cimentado en torno a la lucha contra la corrupción («Pacto de Corruptos» versus quienes en su oportunidad defendían a la Cicig, y ahora se aglutinan en torno a la defensa de los pocos espacios claramente anticorrupción que existen, como la Fiscalía Especial contra la Corrupción); en Nicaragua, la dupla se define por las opciones Ortega Sí- Ortega No, sin que esté claro hacia dónde se decantaría una eventual ausencia de la pareja presidencial en el poder. En donde el panorama es más difuso es en Honduras, donde por ahora las fuerzas parecen concentrarse en el rechazo visceral a la figura del presidente, en lo que para algunos es claramente un narcoestado de carácter inviable.

Autoritarismo y polarización

En este marco, debería poder distinguirse entre escenarios polarizados o polarizantes y escenarios autoritarios, evitando que el análisis de uno sustituya al otro. En los cuatro países hay, sin duda, escenarios autoritarios con mayor o menor presencia de las Fuerzas Armadas, pero, como hemos dicho líneas arriba, con cierta tendencia a polarizaciones difusas. Tanto por polarización como por tendencias autoritarias, los cuatro países tienen su propio historial que no por eso debe despreciarse, sino que debe leerse en su debido contexto. Así, Costa Rica, reconocida como la Suiza Centroamericana, con una apacible democracia con altos niveles de participación electoral, al menos en los comicios presidenciales —en contraste con los municipales donde la participación es sorprendentemente baja—, también se resiente internamente por su propia polarización. En todo caso, la inclusión de las Fuerzas Armadas como expresión máxima del autoritarismo puede llegar a constituir la solución última de la máxima polarización.

7. ¿Hacia dónde habría que dirigir los esfuerzos? 

Sin duda el horizonte habría de ser aquel que contemple tanto el problema del autoritarismo como el de la polarización. Por un lado, esto implica el fortalecimiento de la cultura de la participación frente a una democracia que reduce todo a elecciones; por el otro, el fortalecimiento del diálogo y el abordaje creativo de los conflictos. De ordinario se han procurado soluciones que, partiendo de una visión negativa del conflicto, han medido la polarización como la distancia entre las dos propuestas en litigio, concibiendo el mejor de los mundos como el acercamiento de los proyectos, lo cual es aún más positivo si se concibe como la existencia de un «centro democrático» que, por lo general, ha actuado más hacia la derecha, desfavoreciendo la inclusión de las mayorías, quienes siguen sin tener acceso al disfrute del bien común. Por ello, dicho centro democrático fácilmente puede obviar la base material de la desigualdad.

Por otro lado, generar entendimientos entre cúpulas y apurar las estructuras de diálogo y negociación, si bien son estrategias que podrían desterrar el juego rudo en política, suponen el peligro de entronizar un pragmatismo político oportunista que buscaría solo acomodarse al juego democrático sin cambiar nunca las estructuras. De ahí que, a largo plazo, sería importante generar estructuras de participación y de diálogo desde debajo, de modo que este impacte no solo las bases de los partidos políticos, sino también al movimiento social. Para que esto sea eficaz resulta imprescindible que el diálogo arribe a acuerdos cuya implementación pueda garantizarse, pues de lo contrario el diálogo mismo como mecanismo de ejercicio participativo democrático estaría erosionando su legitimidad, lo cual resulta sumamente peligroso en países con tendencias autoritarias y violentas en el ejercicio del poder. 

El trabajo desde abajo, por su parte, es más afín a la vieja idea de Ignacio Ellacuría relativa al fortalecimiento de una tercera fuerza, siempre y cuando esta no se entienda como mero centro político, ni como mero mediador. Se trata de una fuerza más social que política, es decir que no necesariamente deviene en partido político, pero con la base y la astucia requeridas para desentrampar la polarización en los puntos sustantivos. En los años ochenta, el tema estratégico era el de la búsqueda de la salida negociada al conflicto armado, un tema que tanto la izquierda como la derecha se rehusaban a considerar. En plena segunda década del siglo XXI, el abordaje de la desigualdad y la justicia (o su variante, la lucha contra la impunidad) sigue a la orden del día.

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Antes de 2015


[1]. Lederach, J. P. Enredos, pleitos y problemas (Semilla, Guatemala, 1992), p. 20 ss.

[2]. Ury, W. Alcanzar la paz (Paidós, 2000).

[3]. Curle, A. Conflictividad y pacificación (Herder, 1978).

[4]. Ellacuría, Ignacio. Análisis ético-político del proceso de diálogo en El Salvador, Escritos Políticos (EP) III, pp. 1377-1416; El Salvador en estado de diálogo, EP III pp. 1417-1424; Un proceso de mediación para El Salvador en EP II, 937-949; El diálogo en El Salvador como principio de solución política, EP II, 997-1007; El aporte del diálogo al problema nacional en EP III, 1327-1358; El significado del debate nacional, EP III, 1469-1483.

[5]. La Encuesta de evaluación del tercer año de gobierno de Salvador Sánchez Cerén, Asamblea Legislativa y Corte Suprema de Justicia, elaborada por el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP) de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» en mayo de 2017, revela que la población mostraba rechazo al último gobierno del FMLN y tenía la percepción de que la situación en el país estaba empeorando. El mismo IUDOP también dio a luz un boletín de prensa (28 de febrero de 2021, año XXV, núm. 3) en el que la población expresaba claramente su interés por participar en las elecciones, y expresa con claridad las preferencias del electorado por el partido Nuevas Ideas, encabezado por el presidente Bukele. Otras encuestas de interés pueden consultarse aquí: https://n9.cl/12jvs (Fundaungo); https://n9.cl/xel3b (Universidad Francisco Gavidia).

[6]. Al interactuar con personas de diversas procedencias sociales, algunos dicen «Yo soy sandinista», como señalando que se adscriben a una escala axiológica de izquierda auténtica, y rematan «Pero no soy orteguista». La vicepresidenta, cuyo nombre recibe popularmente el apelativo «Chayo», también tiene sus propios seguidores, a los que se denomina «chayistas».