La princesa está triste
Fernando Bárcenas
El autor es ingeniero eléctrico.
Por aquellas coincidencias de la vida cuando nada es planificado, un acto ridículo del régimen, el 11 de enero pasado, que se ha vuelto la comidilla burlona del pueblo, lleva por título en los corrillos sociales un verso infantil de Darío, que es, sin embargo, de extraordinaria musicalidad como todos los versos de Rubén (nuestro paisano inevitable). Escribió Darío: “yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido”.
¿Con qué objetivo alguien le puso a Ortega libros en la mesa, para que recitara versos de Rubén en cadena nacional de radio y televisión el pasado 11 de enero, en el parque Darío? Ortega recitó a Darío en lugar de dar un mensaje a la nación como corresponde, para rendir cuentas de la ejecución del presupuesto del año que concluye, y para justificar cómo el gobierno que él representa a las malas ha enfrentado los problemas del país, en especial, la pandemia del coronavirus.
Cualquiera, sin molestar a nadie, tiene derecho a recitar versos de Rubén Darío en silencio, o dónde no le oiga nadie, si lee como Ortega, cancaneado, atropellando las palabras, alzando la voz sin ton ni son como si arengara a una turba enceguecida, con un deje gutural molesto y, al final de cada palabra, con un eco sin fin como un feedback. Ortega se asocia al abuso siempre (por acción y omisión), aunque únicamente lea, de mala manera, un verso en cadena nacional.
El ataque inmisericorde a los versos de Darío fue un desacierto mayúsculo, propio de la improvisación negligente. Ortega no lee de corrido, entonces, leer…, recitar a Darío, que ama el ritmo y persigue una forma, resultó una exhibición desdichada, terrible, ridícula. Los poemas de Darío son la expresión más acabada de la frase de Verlaine: “La musique avant toute chose”.
El ridículo es la forma acelerada con que un político se revela insignificante a sus partidarios. Nadie puede abusar impunemente de su falta de habilidad, porque se pierde confianza en aquel que se derrota a sí mismo por torpeza.
Es tan sencillo cumplir con un informe técnico a la nación, para mostrar, por lo menos, una habilidad elemental para gobernar. No basta con señalar que se han construido carreteras, hospitales o escuelas, o que se electrifica el país (sin resaltar cuál es el resultado de ello en la productividad, en los ingresos de la población). ¡No faltaba más que no se construyera nada! Pese a que Rubén describa la modernidad como el arte que encuentra la belleza bajo todas las formas, y no como el progreso científico, un informe de gobierno debe contener alguna hazaña tecnológica útil comprobable por los expertos.
Un gobierno serio debe manejar índices comparativos. Usar parámetros de referencia para medir el progreso. Se debe saber cuánto ha costado y quién ha pagado el poco o mucho progreso alcanzado, y por qué.
Si nuestros recursos rinden menos, y construimos menos con más, no progresamos, sino que retrocedemos en el concierto de naciones, y se debe cambiar de dirección. La independencia política de la nación tiene por objeto, no que tal o cual persona conserve el poder indisturbadamente, sino, que exista libertad de innovar el progreso de la forma más eficiente, con oportunidades para todos, especialmente para los más vulnerables. Un gobierno está obligado a que los ciudadanos tengan un conocimiento exacto de la realidad, y debe rendir cuentas precisas sobre los resultados. Si no rinde cuentas, debe salir, aplazado por el pueblo.
Un asesor del INCAE, que se desprestigió a sí mismo hace algunos años por propagandizar el aterrizaje suave para Ortega, decía que la consigna fundamental de la oposición debía ser: “Yo si me retiro”, porque más que un problema de gobierno –decía- nuestra debilidad esencial es la sucesión. La tendencia a atornillarse en el poder.
Obviamente, este asesor carece de formación política básica. Lo esencial, en la modernidad, es que todo gobierno rinda cuentas periódicas a la sociedad. Una sociedad que sabe medir comparativamente el desempeño del gobierno podrá incidir conscientemente en la dirección acertada del país. Resulta un desastre que se ponga en el gobierno a un maleante o a un incapaz porque ofrezca retirarse al final de su período, como sugiere el asesor del INCAE. El modelo del PRI no es una reivindicación para nadie. Lo que interesa es la sociedad a construir, no lo que ofrezca algún candidato. Todo debate, como toda ciencia, inicia con saber medir metódicamente los hechos decisivos.
En el acto del 11 de enero, resultó chocante la escena, el contexto en el que Ortega dijo: “La princesa está triste”. Aunque había, efectivamente, un ambiente triste, un aire de derrota, combinado al desorden. Todo era artificial, incoherente, mal diestro. La novatada se hizo evidente cuando alguien acudía a ratos para alumbrar con su teléfono, agachándose al lado de Ortega, para que intentara leer con esfuerzo infructuoso los textos de Rubén, como si estuviera en su casa en pantuflas. Ortega logró mostrar convincentemente, en cadena nacional, que no está familiarizado con la lectura. ¿Con qué objeto fue puesto en ridículo?
La situación es dramática cuando Ortega debe improvisar un recital de Darío, sin arte, y sin finalidad alguna… Sin proponérselo, por pura torpeza, torció el cuello al cisne. Darío, en cambio, decía: “las más ilustres escopetas dejan en paz a los cisnes”. No esperaba que alguien torciera a mano el cuello al cisne en un acto triste, abusivo.
Hay un complejo de inferioridad enfermizo si alguien incapaz necesita permanecer por fuerza indefinidamente en el poder, cuando podría revertir la crisis de la sociedad haciéndose a un lado. El objetivo no es que Ortega se retire en abstracto, sino que, sólo así, la sociedad se recupera. La consigna de “el komandante ze keda”, no tiene sentido político, ni siquiera para Ortega, porque la degradación de la sociedad es un fracaso histórico que deberá cargar. La degradación social es algo que se puede medir.
El 11 de enero pasado, Ortega, como si se tratara de un programa ideológico, dijo: “de Darío a Sandino”. Obviamente, fue una improvisación insensata.
<<No hay mucho que decir cuando se prepara un fraude.>>
Ni Darío ni Sandino fueron políticos, mucho menos ideólogos. Darío era un hombre honrado, autodidacta, culto, con méritos extraordinarios en la literatura universal, y no iba a cambiar lo que él llamaba antiguos ideales, por mezquinos dividendos de funcionario venal. En 1896, Rubén se describe como un hombre de arte. “No sirvo para otra cosa, no sé una palabra de filosofía”. De modo, que no mostró interés por la política, menos por la politiquería tradicional criolla. Sandino, por su parte, fue un excelente guerrillero, no un político progresista. Su guerrilla ha sido estudiada mundialmente por sus aportes prácticos a la guerra asimétrica. Pero, no fue un político, su guerrilla, aunque acogida masivamente por los campesinos del norte (de lo que sería después, paradójicamente, el corredor de la Contra), no tuvo carácter social, y no se propuso contrarrestar la política norteamericana de dominación por medios distintos a la agresión de la marinería, que derivaría, por desgracia, en 44 años de somocismo.
¿El fraude orteguista es una estrategia?
Planificado o no, en el acto del 11 de enero Ortega quiso expresar infructuosamente la estrategia del régimen en este año electoral. Difícil de interpretar, porque el acto no siguió ninguna regla racional de propaganda. Y porque no hay una estrategia orteguista posible. A este respecto, se realizó un acto absurdo, como si nadaran en seco, chapoteando arena.
Un gobierno que no enfrenta la crisis de la sociedad, carece de estrategia. Para agravar la crisis no se requiere estrategia. Para permanecer en el poder, en contra de los intereses nacionales, basta sustraerle derechos violentamente a los ciudadanos. No hay mucho que decir cuando se prepara un fraude. Pero fue un error que se disimulara el silencio conspirativo cancaneando nada menos que los versos musicales de Rubén. Somoza, para disimular el asesinato de Sandino, acudió también a un recital poético en el Campo de Marte, en el cual, la poetisa peruana Zoila Rosa Cárdenas, recitó poemas de Darío.
Los objetivos mafiosos, no son políticamente estratégicos. Apenas la mafia se apodera del poder, la sociedad se vuelve fallida. El Estado bajo el control dictatorial ha dejado de ser un medio a disputarse entre distintas alternativas estratégicas. Es, ahora, sólo una grosera maquinaria de opresión para descalfar al país con impunidad.
La estrategia de la nación, cuesta implementarla, como una revolución. Reconstruir el Estado nacional, al desmantelar el Estado orteguista, significa cambiar en sentido progresivo la correlación de fuerzas entre las clases sociales. Hay que superar definitivamente a la oligarquía.
La reciente alianza pre electoral, entre la Alianza Cívica y CxL, apunta, en cambio, a que la oligarquía controle más directamente el poder. Busca negociar un acuerdo con Ortega para que la pipilacha del poder aterrice con doble control, como los autos de doble timón en que algunos ciudadanos aprenden a conducir.
Ortega ofreció a Biden, el 11 de enero, defender los intereses norteamericanos como nadie, ya que no tiene ataduras con algún principio ideológico. He allí donde Ortega se equivoca estratégicamente. Después de la masacre de abril, la única utilidad política que Ortega puede proporcionar directamente a los norteamericanos, es la de salir derrotado. Su derrota es una utilidad escasamente propagandística para Biden.
<<El plan de Ortega está a la altura de la oposición tradicional. Ambos desprecian la capacidad del pueblo de luchar independientemente por su libertad.>>
Con torpeza Ortega dio a entender que para conservar el poder personal no puede dar concesiones electorales serias. De manera, que no espera obtener legitimidad electoral en una justa transparente, sino, que le basta debilitar a los opositores tradicionales, para ganar por vías de hecho. E inmediatamente ofrecería prebendas al gran capital. Dijo a señas que –como hizo antes- comprará sus conciencias cuando las cartas marcadas estén tiradas sobre la mesa, y cuando la oposición tradicional, por su total ineptitud política y organizativa, resulte derrotada estratégicamente.
A esta visión arrogante, sin sutileza alguna, de negociar con el gran capital cuotas de poder absoluto, no las elecciones, le llamó “un pueblo que vence”, porque desprecia profundamente la capacidad del pueblo de luchar independientemente por su libertad. Piensa que el pueblo hará suya la victoria burda de su opresor. He allí, donde se equivoca estratégicamente por segunda vez. No entiende la crisis que él alimenta.
El plan de Ortega está a la altura de la oposición tradicional. Ambos desprecian la capacidad del pueblo de luchar independientemente por su libertad. Ambos creen que el pueblo hará suya la victoria de cualquiera de ellos, porque, suponen, que es incapaz de una victoria propia.
A pesar de la experiencia de abril, Ortega no espera sorpresas, como el surgir intempestivo de cisnes negros. De acontecimientos inesperados, decisivos para el cambio, que, a posteriori, se revelan como inevitable que ocurran.
Sin estrategia por ningún lado, nuestra sociedad, inviable, está preñada de cisnes negros. Sin embargo, es tonto esperar únicamente lo inesperado, sin enfrentar el plan de Ortega. Así, en lugar que por la incapacidad de la oposición tradicional (dividida o aliada, no importa), Ortega salga a flote con las elecciones fraudulentas, la dictadura se debe empantanar en este año electoral.
El objetivo no es electoral (como cree la oposición tradicional), sino, que Ortega se empantane por propia torpeza en esta coyuntura electoral. Él pone mucho de su parte para empantanarse y para ser derrotado. Las elecciones (obviamente fraudulentas) no son más que un escenario en que se debe dar un combate estratégico por el cambio de la correlación de fuerzas en contra de Ortega. El fraude debe resultarle una victoria pírrica. Con la cual pierda más que lo que gane.
Hay que aprovechar la tendencia de Ortega a la torpeza. Usar su agresividad para desequilibrarlo políticamente, ahorrando las propias fuerzas, aprovechando su propio impulso. Se deben convertir las enseñanzas de la flexibilidad en tácticas de combate político. Esto se logra desde un partido político de masas organizado para combatir, no para proponer candidatos, o reformas electorales, o para convertirse en vehículo de alianzas electorales mal avenidas.