La “salida constitucional” del régimen de Ortega
Enrique Sáenz
Un conocido refrán expresa que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, esto significa que a veces la buena voluntad y la buena fe conducen a los peores resultados. Lo anterior viene a propósito de las opiniones que expresan algunos prominentes abogados, voceros opositores y analistas en el sentido de que la salida de la crisis nicaragüense debe hacerse con estricto apego a la Constitución y a las leyes. Se trata de un argumento que carece de todo fundamento político e histórico. En el fondo, es una posición que, independientemente de la inocencia o malicia del expositor, es desorientadora, engañosa y a la postre favorece los intereses del régimen de Ortega.
La raíz de lo engañoso del argumento está en que uno de los pilares de toda democracia es el respeto a las leyes. Además, la cultura democrática tiene como una de sus bases el respeto a la legalidad. Pero ese no es el caso de la Nicaragua actual: el hecho manifiesto y sufrido es que estamos ante una mafia que se apoderó de todas las instituciones del Estado.
Ortega, amparándose en una mayoría bastarda, resultado de los fraudes electorales, dio forma de ley en la Asamblea Nacional a sus designios dictatoriales, voluntad represiva y hasta caprichos. No se trata de un marco legal para asegurar la convivencia, el orden democrático y garantizar el ejercicio de derechos y libertades ciudadanas. Se trata de una camisa de fuerza para la población y un traje que el dictador se fabricó a la medida de sus intereses económicos y apetitos totalitarios.
Hagamos un repaso sencillo de la Constitución. Fue aprobada en 1987, con el propósito de implantar un instrumento que le diera marco institucional al régimen sandinista. Por consiguiente, sus principios, estructura y contenido se basaban en la concepción y pretensiones de poder de la dirigencia sandinista de esa época.
Tanto es así que una de las banderas que enarbolaron los partidos que integraron la Unión Nacional Opositora, para las elecciones de 1990, fue precisamente la reforma de esa constitución.
La oportunidad se concretó en 1995, cuando se logró configurar una mayoría parlamentaria que reformó de manera significativa la Constitución heredada. Entre otros cambios, se democratizó la gestión económica y administrativa, se disminuyeron las facultades el poder ejecutivo, se prohibió la reelección consecutiva, se estableció el porcentaje del 45% de los votos para ser electo presidente, se eliminó el servicio militar, se cambió, al menos de nombre, el ejército popular sandinista y la policía sandinista en instituciones nacionales. Paradójicamente esas reformas encontraron férrea resistencia en los gobernantes de la época que parecían encontrarse muy cómodos con los excesivos poderes que otorgaba la Constitución de 1987.
Los progresos que representaron las reformas de 1995 fueron cercenados como resultado del pacto entre Arnoldo Alemán y Daniel Ortega, quienes impusieron una nueva reforma constitucional, en el 2000, con la pretensión de instaurar el control bipartidista del país, ampliaron el número de integrantes de los poderes del Estado para repartirse los cargos, acordaron la diputación regalada para asegurarse impunidad y, la peor reforma de todas, concertaron reducir al 35% el porcentaje de votos necesarios para ganar la elección presidencial. Fue la avenida que utilizó Ortega para retornar al poder.
Años más tarde sea aprobaron algunas reformas más bien incidentales, como la que de nuevo acordaron Alemán y Ortega para cortar facultades a la presidencia del Ingeniero Bolaños.
Mediante el fraude electoral del 2011, Ortega se adjudicó la mayoría necesaria para imponer una nueva reforma, sin pactar ya con nadie. De esta manera en el 2014 introdujo las modificaciones necesarias para ajustar la máxima ley a sus designios. Así, eliminó la prohibición a la reelección, canceló el porcentaje del 35% (ahora puede el triunfo electoral puede alcanzarse con cualquier porcentaje de votos), amplió las facultades del poder ejecutivo, dio rango constitucional a la alianza con los grupos empresariales y hasta se concedió el capricho de incorporar a la constitución la disparatada frase socialista, cristiana y solidaria.
Además, aprobaron las nuevas leyes de la policía y del ejército y las leyes de seguridad nacional, todas destinadas a configurar un marco represivo y antidemocrático.
Por definición, la Constitución Política de un país debe ser el resultado de un sólido consenso social porque su razón de ser es regir los destinos de un país en el largo plazo. En el caso de Nicaragua es resultado de la voluntad de un dictador.
Pero Ortega no solamente impuso una Constitución según su gusto y antojo, sino que cuando alguna norma legal estorba sus planes, no tiene el menor empacho en violentarla. Hemos llegado al colmo de que, en Nicaragua, los más flagrantes y ofensivos actos de corrupción tienen forma de ley.
Con tales antecedentes y en las presentes condiciones ¿Cómo puede sostenerse válidamente que debemos respetar la camisa de fuerza que Ortega diseñó para el pueblo nicaragüense a la medida de sus ambiciones dictatoriales?
Una cosa es que, por ahora, Ortega disponga de la fuerza para imponer el marco institucional de su régimen y otra, muy distinta, que nos afanemos en alegar un estricto apego a los designios de Ortega transformados en ley. La vigencia de ese marco institucional deriva de la fuerza y no de su juridicidad. Argumentar que una Constitución de corte dictatorial consigna la ruta que fatalmente debemos seguir para una salida democrática, es lo más cercano a un disparate. Las salidas políticas las dictan los momentos y las realidades políticas y no artificios jurídicos.
Más bien, al igual que la UNO en 1990, deberíamos estar construyendo un consenso en la oposición sobre las reformas necesarias para que la Constitución exprese, efectivamente, los valores, aspiraciones, principios y fundamentos de la nación nicaragüense.