La visita del abuelo
<<Seguí asistiendo a la escuela porque era muy joven para ir al frente y porque la vida debía seguir adelante, según mi padre, aún con Bruno ausente. No podía estar más de acuerdo con sus deseos, pues la escuela era una especie de paraíso al lado del mutismo de mamá y el malhumor de mi padre. Todo era silencio en casa y el bullicio de mis compañeros me distraía. Ir a clases fue para mí una bendición, pero un día de tantos (estoy seguro de que fue un lunes y quizás por eso los lunes de mi vida son funestos) llegaron Los Carlitos y los odié a primera vista.
De la noche a la mañana esos nuevos textos escolares sustituyeron una historia –cuyos recodos le daban vuelo a mis fantasías de caballero andante, descubridor de nuevas tierras o guerrero chorotega– por una ácida galería de nombres que no significaban nada para mí.>>
A mi madre, mi abuela y a todas las
extraordinarias mujeres de mi familia.
History, Stephen said, is a nightmare from
which I am trying to awake.
Ulysses, James Joyce.
April is the cruellest month, breeding
Lilacs out of the dead land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.
The WasteLand, T.S. Eliot.
Anoche me visitó mi abuelo. A pesar de que la penumbra lo envolvía, su imagen era muy clara y supe quién era sin haberlo visto nunca. Pero fui incapaz de discernir si el dolor que llevaba en el rostro le pertenecía sólo a él o era más bien mío, pues no hace mucho he notado que troco las alegrías por tristezas y en rabia la satisfacción de los rostros más queridos.
Ignorando cómo interpretar su mirada me quedé quieto hasta que amaneció y un cardenal vino a posarse en el rellano de la ventana. Gorjeó unos segundos, quizás diciéndome que la primavera ya estaba aquí, y entonces me asomé afuera para espiar al cerezo. Entrelazados en la luz del sol y acariciados por la brisa aparecieron los botones que en pocos días se volverán encajes de flores. Zumban las primeras abejas buscando la primicia de sus pistilos y decepcionadas por hallarlos cerrados exploran otras plantas, ya renacidas después del gélido invierno. En medio de azaleas y tulipanes abril no parece tan cruel.
La luz ha invadido la alcoba y me he quedado quieto, observando el paisaje más allá del cerezo, por ver si aparecía una estridencia o escuchaba el inconforme crujir de alguna cosa, pero todo era apacible como una pintura diciéndome que el mundo es feliz. Cuanto veo es un signo de algún futuro bueno, me digo, y al instante entiendo que es sólo mi ansiosa imaginación la que produce tales palabras en esta primavera.
Aún conmovido por la extraña visita, saqué la trompeta y después de dos o tres ejercicios comencé a tocar partes del Concierto para trompeta de Johann Nepomuk Hummel, una pieza difícil, a juzgar no solo por el complicado nombre de su autor, sino también por el laberinto de sus notas. Pero jamás comenzaría el día sin tocar la trompeta. Si lo hiciera, desertaría de la música, lo único que tiene sentido, al menos para mí. Y más cuando no logro entender por qué a los veinticinco años no consigo aceptar el péndulo de emociones que me persigue ni la voz susurrándome que mi destino es estar aquí, rodeado de sauces y magnolias en esta deslumbrante ciudad de los Estados Unidos, y no en Nicaragua, el país que me vio nacer para luego abrirme los ojos a la súbita bofetada de una guerra.
El miedo que por tantos años he sentido se detiene durante los mágicos minutos en los que un disco reproduce la pieza de Hummel y mi trompeta logra colarse entre las modulaciones de del primer movimiento. Tras unos segundos de nerviosismo, se mezcla con la trompeta del disco y si hay suerte, la pieza transcurre en perfecta sincronización, confundida mi trompeta con los demás instrumentos hasta pasar desapercibida, aunque reforzando el hálito de vida que los anima a todos. En tales momentos soy feliz, pero al cesar las notas regresa la melancolía y soy de nuevo el niño a quién la vida le cambió para siempre una mañana de mayo.
Entre ajadísimos recuerdos que me martillan el alma me pregunto si esta tristeza se debe a la inmensa distancia que me separa de lo que fui o a las espeluznantes memorias que guardo de la guerra, pues nada más lejano de mi niñez que la monotonía. Apenas cumplí los dos años estalló la revolución sandinista, tan odiada por algunos y alabada por otros. Después vino la guerra. Desde entonces no sólo he buscado consuelo en la música sino también en los libros, a pesar de que no logro comprender la mayor parte de cuanto dicen. Pero supongo que a los veinticinco años el conocimiento es tan esquivo como una liebre y lo único que puedo hacer en mi constante frustración con la filosofía es volver a la trompeta y darle vida a las notas apresadas en la memoria de las partituras.
«No es posible, insisten mis hermanos, que un niño de dos años recuerde cuanto ocurrió aquel 19 de julio de 1979 y lo que vino después». Hasta donde alcanza mi memoria, mientras muchos celebraban con júbilo el fin de la dictadura somocista, otros, los más aguerridos, tomaron la justicia en sus manos ejecutando a aquellos en cuya mirada creían leer algún vínculo con la recién depuesta dictadura.
Situada en la Plaza de la Independencia, justo al lado del Parque Central de Granada, donde se llevaron a cabo las ejecuciones, nuestra casa fue una de las tantas en testimoniar la ira que se apoderó de la gente. Detrás de una ventana vi a las hordas escupir y prender fuego a ésos cuyo sufrimiento me desesperaba y llamaban esbirros. Durante años esta palabra me resultó confusa y aún hoy sus erres siguen llegándome a la memoria con el olor a piel carbonizada de las víctimas. Algunas noches, sobre todo las de invierno, también me llegan, como si el tiempo no hubiera transcurrido, las súplicas de esas familias condenadas a ver el atroz calcinamiento de un padre, un hermano o un hijo.
Una vez pasada las primeras furias justicieras y mientras el mundo entero aplaudía la Cruzada Nacional de Alfabetización, mi padre perdió la fábrica de joyas que tanto trabajo le costó levantar. Ante la mirada sospechosa de quienes ahora detentaban el poder, su posición social lo emparentaba con la vieja dictadura. A pesar de haber surgido de la nada, para muchos era otro esbirro y así vivimos bajo constantes amenazas.
La violencia no cejaba y sin saberlo nos vimos en medio de una guerra civil. Mi hermano Bruno, el mayor de nosotros seis, fue llevado al servicio militar en medio de golpes y culatazos. A mamá le dio un ataque de pánico del que no se repuso durante los dos años que él tardó en volver. En las noticias aparecía el señor de espesos bigotes, nariz gruesa y mirada torva hablando a las multitudes sobre la importancia del servicio militar. Había que erradicar a la «contra», decía, porque desestabilizaba la revolución con armas provenientes de los Estados Unidos.
Seguí asistiendo a la escuela porque era muy joven para ir al frente y porque la vida debía seguir adelante, según mi padre, aún con Bruno ausente. No podía estar más de acuerdo con sus deseos, pues la escuela era una especie de paraíso al lado del mutismo de mamá y el malhumor de mi padre. Todo era silencio en casa y el bullicio de mis compañeros me distraía. Ir a clases fue para mí una bendición, pero un día de tantos (estoy seguro de que fue un lunes y quizás por eso los lunes de mi vida son funestos) llegaron Los Carlitos y los odié a primera vista.
De la noche a la mañana esos nuevos textos escolares sustituyeron una historia –cuyos recodos le daban vuelo a mis fantasías de caballero andante, descubridor de nuevas tierras o guerrero chorotega– por una ácida galería de nombres que no significaban nada para mí. «Son los nuevos héroes y hay que aprenderse todo lo que dice aquí de memoria», me dijo severamente, o quizás sombrío, el maestro Sandoval, apuntando al libro pues se daba cuenta de que yo había echado mis buenas calificaciones en el basurero y me dedicaba a soliviantar a la clase o a encerrarme en mí mismo.
Con los nuevos héroes, pensaba yo, el país no había cambiado en absoluto pues la gente seguía muriendo como antes de Los Carlitos y los estudiantes del bachillerato, los mayores, desapareciendo como mi hermano. Fue por ese entonces que empezó a faltar el azúcar y con él las conservas que mamá preparaba los domingos. También faltó la harina y entonces le tocó el turno a los tres leches con que celebraban nuestros cumpleaños. Papá gritaba furibundo. Decía que los malditos perros mandan todo a Rusia y a Cuba a cambio de armas.
No todo. Nos quedaron las papas y fue la televisión una gran ayuda porque a cada momento, cuando no se producían apagones, nos pasaban anuncios de lo bueno que era comer papas, de lo muy patriotas que éramos los nicaragüenses cuando la comíamos y de cómo, al hacerlo, ayudábamos a salvar a la patria, amenazada, decían, por la intervención yankee, enemigos de la humanidad, según el nuevo himno que cantábamos en el colegio.
Nicaragua se convirtió en un país fantasma. Los jóvenes habían muerto, estaban en la guerra o escondidos, como Josué, mi otro hermano que para entonces tenía dieciséis años y le tocaba ir al frente de batalla. Papá lo escondió en el armario del living y ni siquiera le permitía salir para comer. Allí pasó varios meses hasta que, alarmados por la creciente violencia y las calamidades que a diario debíamos enfrentar, mis padres decidieron arriesgarlo todo y emigrar a los Estados Unidos.
Por medio de sobornos papá consiguió que Bruno desertara de la guerra. Una noche, mientras los vecinos velaban el cadáver de su hijo caído en combate y mamá lloraba desconsolada en la alcoba, Bruno se apareció convertido en un guiñapo, abrumado por horribles pesadillas en las que siempre miraba brazos y piernas cercenadas. A la mañana siguiente, un veintidós de mayo, mientras me preparaba para ir a la escuela, mis padres me dieron la terrible noticia: «nos vamos hoy mismo, Maximiliano; tus hermanos corren peligro y tú, dentro de poco, también».
Sobrevivimos a un éxodo en el que muchos quedaron en el camino, pero al igual que otros, alcanzamos suelo seguro. Tenía once años y de la noche a la mañana el silencio sobrecogió mi vida porque enmudecí. El destierro, el inglés y la capital de los Estados Unidos, con sus imponentes calles y edificios, aplastaron al niño para abrirle paso al adolescente que nunca logró asimilar los cambios.A veces me pregunto si en realidad tuve adolescencia. Más bien creo que mientras crecía y me cambiaba la voz, mi cabeza entró de lleno en el mundo más cruel: el de los adultos.
Los ataques de pánico me empezaron cuando comprendí que la vida es inhumana y absurda. Por ser extranjero y estropear el inglés, mis compañeros de escuela se burlaban de mí. No teniendo otro refugio, encontré la música. La trompeta me enseñó a respirar con calma, en pausas breves pero sostenidas. Sin ella habría acabado ahogándome en uno de esos ataques que me sacudían y asfixiaban. Volví a nacer mientras aprendía a tocarla aunque en mi resurrección empecé a ver a la muerte impregnándolo todo. En todas partes y a todas horas la vi: en el otoño y el ocaso; en cada minuto que ha transcurrido y no regresará jamás. Hace tiempo descubrí que todo nace muerto o se desvanece en el aire.
En el conservatorio aprendí a ignorarlo todo en presencia de la música. Ahora soy capaz de perseguir sus melodías, correr detrás de cada tono y cada una de sus vibraciones aún si el mundo se está desplomando. Y siempre lo miro desplomarse. Pero cuando la melancolía me excede y el terror me paraliza, como anoche, ni siquiera la música puede ahuyentarlo. Angustiado por las imágenes que se me venían a la mente, salí al jardín a ver los destellos de la luna posarse en chispazos sobre los lirios y las camelias, y así apaciguar este abril de crueldad inaudita ya que su olor alebresta a la muerte.
He vivido muchas primaveras en mi nuevo país y siempre me resultan atroces, pues mientras la naturaleza esparce felicidad, por dentro creo morir. Aterrado ante tan grotesca contradicción me fui a la cama y en sueños llegaste tú, abuelo, y me hablaste al oído. A pesar de no haberte visto nunca porque habías fallecido antes de que yo naciera, te reconocí de inmediato. Te acercaste a mí con la cabeza erguida y el paso seguro, tal como me han dicho mi madre y mi abuela que caminabas. Trataste de consolarme diciéndome que al sufrimiento hay que distraerlo, confundirlo y hacerle trampa. Para contrarrestar las mías, me hablaste con calma de tus penas.
Supe entonces de las torturas que sufriste de manos de tu tía abuela, pues eras huérfano y quedaste a merced de su maldad. De cómo te ponía de rodillas en granos de arroz y luego te fustigaba la espalda con un látigo. Me hablaste de tus años de bracero en una hacienda de Ometepe, en donde padeciste frío, hambre, enfermedades y toda suerte de penurias, y de las incontables ocasiones en que tocaste puertas en busca de préstamos, pues querías obtener una concesión de tierras para sembrar café.
Sentí temblar tu voz al decirme uno a uno los nombres de tus hijos que murieron de diarrea, por falta de medicinas o por desnutrición; de los años de miseria en los cuales la abuela y tú se esmeraron en disimular la desgracia. Tus palabras fueron tejiendo una madeja inacabable y con gran paciencia y sencillez procuraste transmitirme el ánimo y el arrojo necesarios para enfrentar la adversidad. Aunque no sé si lo conseguiste, abuelo, sí vi brillando en tus ojos el dolor y el sufrimiento y en éste vi mi propio rostro reflejado.
Hace siete meses tres aviones secuestrados por terroristas derribaron en la ciudad de Washington el ala occidental del Pentágono y las Torres Gemelas en Nueva York. La mañana en que todo sucedió ensayábamos la puesta en escena de La Boheme y nos tomamos un descanso. Era septiembre y Washington no daba muestras de querer entrar en el otoño. De pronto, desde la ventana del teatro situado cerca del río Potomac vi estrellarse el siniestro Boeing 757 contra esa fortaleza militar que desde que fue creada, en 1941, se creía indestructible. Tras el estruendo, la gente gritaba y corría despavorida. Es la guerra, me dije sin cavilar: la guerra en Nicaragua que regresaba por mí.
Josué trabajaba cerca del Pentágono y a mamá ese día le dio otro acceso de histeria que no cedió hasta que ambos llegamos sanos a casa, casi al anochecer, porque las calles fueron cerradas y el tren subterráneo dejó de correr. En la televisión pasaban imágenes de las torres neoyorquinas desmoronándose, y de algunas personas que desde los pisos más altos se lanzaron al vacío antes del derrumbe. Del Pentágono aparecían en el recuadro de la pantalla los cuerpos carbonizados por el estallido del avión. «Es inconcebible, repetía mi padre, que el hombre siga produciendo tales horrores».
Y los sigue produciendo, abuelo. Por eso he perdido la confianza en el ser humano. No albergo esperanzas ante su inmensa capacidad de destrucción. Tampoco la naturaleza ni tus palabras logran abrirme los ojos a un mundo que no sea gris, irracional y monstruoso. Te fuiste como llegaste, en medio de un aleteo de mariposas y yo desperté a otra mañana de primavera, dispuesto a tocar mi trompeta, pero sin entender por qué la vida es cómo es y sin poder imaginar cómo podría ser de otra manera.