Las instituciones democráticas en la historia de Nicaragua y de su clase política
Danilo Aguirre Solís
Este es un ensayo escrito entre finales de 1999 y comienzos del 2000 por Danilo Aguirre Solís, quien además de dirigir las ediciones de El Nuevo Diario con una impronta de fiscalización periodística implacable sobre el ejercicio del poder y de las funciones públicas, estaba entonces también dedicado a realizar cátedras y conferencias que trataran de motivar a la juventud universitaria a interesarse en el funcionamiento de las instituciones democráticas como elementos clave para entender nuestro derrotero como país. Desde entonces hasta su fallecimiento en 2015 emprendió innumerables charlas en universidades y centros universitarios regionales. Este y otros textos escritos en ese tiempo le servían como base o partitura para esas charlas que, me consta, solían extenderse y provocar interés en el ánimo de sus interlocutores. ¿Por qué Nicaragua es pobre y subdesarrollada?, ¿por qué hemos vivido en una permanente inestabilidad política o en constantes guerras civiles?, eran las preguntas que le servían de eje para responder explicando, entre otras cosas, lo que afirma en este ensayo: que las instituciones democráticas no pueden fundirse con la voluntad o las decisiones de un partido político; que el atraso económico y la extensión de la miseria en Nicaragua han corrido paralelas con el atraso y la corrupción de nuestra clase política; que el desarrollo económico, social y cultural de cualquier país es directamente proporcional al desarrollo e intento de perfeccionamiento de sus instituciones democráticas y de la efectividad para controlar el uso del poder de los gobernantes; que a lo largo de nuestra historia, a los grupos gobernantes les han estorbado las instituciones y han tratado de sustituirlas por regulaciones autoritarias; que nuestras convulsiones políticas y guerras civiles, igual que nuestro subdesarrollo, son consecuencia directa de la ausencia o falta de verdadero funcionamiento de las instituciones democráticas; que nuestras interminables guerras civiles han estado siempre marcadas por el mismo patrón: reclamos, revueltas, manifiestos y exhortaciones sobre la libertad, desde abajo, y negación de derechos o adulteraciones a la democracia una vez conseguido el poder; que los constantes arreglos y pactos encubren con falsedades las verdaderas intenciones de los pactistas: prebendas partidarias y camino abierto para repetir la misma trágica historia. El texto hace un apretado recorrido por la evolución de nuestras instituciones desde la independencia hasta el pacto Alemán-Ortega. Me gusta creer que todas esas charlas y conferencias en realidad despertaron el interés de sus receptores: la juventud universitaria que encendió la antorcha de Abril, y que desde entonces la mantiene encendida al costo de su sangre y de su heroico sacrificio. (E. Aguirre A.)
La historia de Nicaragua, el comportamiento de los personajes que han generado sus hechos y la acumulación de acciones y omisiones que constituyen nuestro pasado y presente como pueblo, como nación y como Estado, han sido analizadas y expuestas desde distintas perspectivas. Historiadores nicaragüenses como Jerónimo Pérez, Tomás Ayón, José Dolores Gámez y Francisco Ortega Arancibia, narrando las disputas tradicionales por el poder público desde la independencia de España hasta los comienzos del siglo XX, aportaron recopilaciones testimoniales en una cronología de hechos acompañada de explicaciones y justificaciones generalmente en concordancia con sus propias filiaciones políticas.
Sofonías Salvatierra, Pedro Joaquín Chamorro Zelaya, Ramón Romero, Gustavo Alemán Bolaños y otros, le imprimieron luego a los pedazos de una historia que les tocó vivir o hurgar, una combinación de buena prosa con un mayor reconocimiento de los errores de sus propios bandos, aunque también un genuino sentimiento patriótico. Pero fue José Coronel Urtecho, con su limitada obra que pretendió abarcar el periodo de Gaínza a Somoza, quien realmente inició la ideologización de nuestra historia, es decir, la intención de presentar los hechos históricos bajo una previa concepción de las ideas que produjeron y movieron esos acontecimientos.
Sin duda en el ánimo del escritor vanguardista privaba la intención de encontrar reglas sociológicas para interpretar la relación de los acomodos político-militares en la Europa de los siglos XVIII y XIX, con nuestra herencia cultural y el comportamiento de las fracciones que se enfrentaban en Nicaragua y Centroamérica por el poder. Aunque después, otros intelectuales comenzaron a sistematizar esos hechos desde lo que estimaban era la cientificidad de la historia, o bien desde planteamientos marxistas sobre la economía, el materialismo histórico y la lucha de clases.
Carlos Fonseca Amador, en su ruptura con los ejes tradicionales de la cultura política nicaragüense, con su militancia intelectual y guerrillera contra el orden establecido por las fracciones políticas históricas, documentaba cada una de sus acciones militares con análisis paralelos sobre el origen del poder que detentan esos grupos, y sobre la opresión y explotación que genera ese uso del poder, planteando la necesidad de su destrucción mediante la acción armada.
En el mismo sentido, pero con la pretensión de un mayor rigor científico para explicar la naturaleza de la acumulación de capitales y la lucha por el poder en Nicaragua, Jaime Wheelock Román coincide con Fonseca en ubicar la tragedia nacional como resultado del entreguismo de la oligarquía y la burguesía, y de la intervención en todos los órdenes del imperialismo norteamericano. Ambos recorren las páginas de nuestra historia con la misma metodología, para desentrañarla, y ambos terminan ofreciendo como solución a los nicaragüenses, la destrucción del sistema imperante para sustituirlo por un régimen idílico, conducido por una especie de arcángeles laicos, poseídos de la verdad y del humanismo mas sublime, para dar a cada cual lo suyo según sus necesidades.
La terca realidad se encargó de demostrar que las instituciones democráticas de un país no pueden fundirse con la voluntad o las decisiones de un grupo de personas o de un partido político. Las carencias económicas de Nicaragua y la extensión de la miseria al mayor número de nicaragüenses, han corrido paralelas con el atraso y la corrupción de la clase política que ha conducido los ascensos, descensos o las estrepitosas caídas de todos los proyectos de sociedad o Estado que han pretendido erigirse en el país.
Este trágico ciclo en nuestra historia ha impulsado a otro sector intelectual a tratar de encontrar su hilo conductor y una probable redención en los estudios filosóficos, en la reducción del drama a la antropología política que modela a sus actores y en la elaboración de propuestas de solución basadas en el conocimiento de la ética para superar el empirismo intuitivo que le atribuyen a los actores que, en mayor o menor medida, han hundido a Nicaragua y la han llevado a la condición de las tribus africanas.
Alejandro Serrano Caldera, Karlos Navarro, Oscar René Vargas, Freddy Quezada, son parte de ese empeño por encontrar, desde cada una de sus perspectivas, nuestra viabilidad como nación. Sus trabajos están signados por la desesperación de ser testigos de la bancarrota política, moral, económica y cultural de Nicaragua. Al final, en ellos siguen ausentes las respuestas a preguntas fundamentales: ¿por qué Nicaragua es pobre y subdesarrollada?, ¿por qué Nicaragua vive en una permanente inestabilidad política o inmersa en constantes guerras civiles?
Con Alberto Saborío, Francisco Láinez y otros analistas de nuestra vida política, iniciamos la tarea de remontar los efectos para encontrar las causas de nuestra desdicha como país, y comenzamos por reconocer que el mismo fenómeno, en mayor o menor medida, está presente en la historia de todos los países de América Latina. Encontramos que el desarrollo económico, social y cultural de los países es directamente proporcional al desarrollo e intento de perfeccionamiento de sus instituciones democráticas, así como de los recursos y la efectividad de las sociedades para controlar el uso del poder de los gobernantes.
Nuestro objetivo en este apretado resumen, es demostrar que la causa de nuestro atraso y pobreza radica en que, a lo largo de nuestra historia, a los personajes públicos y a la clase política que nos ha gobernado, o les han estorbado las instituciones democráticas para ejercer el poder con autoritarismo y discrecionalidad, o no han creído en ellas y han tratado de sustituirlas por decisiones y regulaciones mesiánicas y autoritarias. Apuntamos a evidenciar que las convulsiones políticas y las guerras civiles, igual que el subdesarrollo, son efecto o consecuencia directa de la ausencia o falta de verdadero funcionamiento de esas instituciones democráticas.
Superadas las teorías sobre razas superiores o condiciones geográficas con elocuentes ejemplos como el desarrollo de Japón y otras regiones de Asia, o el subdesarrollo de países ricos como Colombia y Venezuela, así como la condición desarrollada de Holanda o Suiza, pese a carecer de esos privilegios naturales, debemos admitir que la diferencia fundamental en estas comparaciones hechas al azar, radica claramente en la institucionalidad democrática de unos y la ausencia o el histórico deterioro de las mismas, en otros. Aun entre los mismos países latinoamericanos existen diferencias que llevan a las mismas conclusiones, como la ubicación positiva en las escalas sobre corrupción y distribución de la riqueza de Uruguay y Costa Rica, y las diferencias de esta última con Nicaragua, por ejemplo.
EL PROCESO INDEPENDENTISTA
La concepción del poder y del gobierno en Centroamérica, o en los países de América Latina en general, una vez independizados de la metrópolis, siguió teniendo como mas importante paradigma la autocracia y la discrecionalidad para gobernar; características transferidas de España durante la Colonia. Los movimientos que se llamaban liberales abogaban por el funcionamiento de instituciones democráticas, pero sólo en el discurso, pues al momento de ejercer el poder no se diferenciaron de sus adversarios. La búsqueda y eventual asunción de príncipes y emperadores para tutelar la recién lograda independencia, fue la propuesta abierta del sector mas conservador en las regiones recién descolonizadas de América Latina; mientras la respuesta del otro sector fue la de construir imperios sin emperadores, bajo la figura de presidentes con poderes autocráticos.
La táctica y estrategia de esos grupos en la lucha por el poder, seguían y siguen la misma pauta de comportamiento del rey Fernando VII, de España: aceptar a regañadientes a Bayona y Cádiz desde el cautiverio y la llanura, para volver al absolutismo cuando se tiene la certeza de ejercer el poder total. Las interminables guerras civiles en Nicaragua están todas marcadas por el mismo patrón: reclamos, revueltas, manifiestos patrioteros y exhortaciones líricas sobre la libertad, desde abajo, y negación de derechos o adulteraciones a la democracia una vez conseguido el poder. Incluso la constante de arreglos, pactos y negociaciones políticas que terminan con frecuencia en Constituyentes, encubrían y encubren con lenguaje lleno de falsedades, las verdaderas intenciones que invariablemente perseguían y persiguen los pactistas: prebendas partidarias inmediatas y camino abierto mediato para reciclar la misma trágica historia.
En tanto, la relación de las colonias del norte de América con sus metrópolis marcó un rumbo opuesto a lo ocurrido en América Latina. Lo emblemático para estos colonos eran las luchas del parlamento y la forma cómo, poco a poco, las libertades habían venido siendo arrancadas al soberano para trasladarlas al pueblo; de modo que, cuando se produjo la independencia y se tuvo que elegir un gobierno propio, la mayor preocupación residía en que los gobernantes no pudieran nunca convertirse en amos de la nación. Era tal el pavor a que se trasladara el trono absoluto a tierras americanas, que no sólo limitaron con la Constitución y las leyes la figura presidencial, sino que también fueron taxativos en las atribuciones del congreso y en las enmiendas a la misma Constitución. Llegaron incluso a prohibir legislar sobre determinadas materias, como religión y libertad de expresión.
Así vemos cómo la emancipación de los esclavos, la guerra de secesión y la lucha, aún sin terminar, por los derechos civiles y de las minorías en Estados Unidos, así como sus guerras imperialistas, por ejemplo, no han puesto en peligro a sus instituciones; más bien éstas han constituido la base más sólida para resolver sus propias contradicciones. La concepción de un Estado basado en el Derecho, y de que nadie debe estar por encima de la Ley, se impone a la ausencia de una nación (en el sentido lato de esta palabra), de modo que, siendo el país un conglomerado mayoritariamente de migrantes, nadie osa rechazar sus compromisos con el país que adoptaron, o que adoptaron sus ancestros, aun cuando hablen, sueñen y canten con su cultura de origen.
DE LA INDEPENDENCIA A LA GUERRA NACIONAL
En América Latina la falta de funcionamiento de esa institucionalidad ha hecho que la acción del poder se haya ensañado en los estratos más débiles de la población. Las fracciones históricamente enfrentadas por el poder en Nicaragua y Centroamérica, sin duda han pretendido sostener conceptos diferentes sobre la sociedad y el Estado, pero en el fondo perseguían y persiguen los mismos objetivos: mando autoritario y discrecional para levantar desde el gobierno ventajas políticas y económicas para el mandatario, su familia y grupos de allegados. De todos ellos ha emanado hasta hoy la retórica para entusiasmar al pueblo y dividirlo, primero en dos fracciones, y luego, modernamente, en tres, cuatro o más partidos políticos.
Crisanto Sacasa y Cleto Ordóñez; Manuel Antonio de la Cerda y Juan Argüello; Máximo Jerez y Pedro Joaquín Chamorro Alfaro, libraron sus respectivas batallas políticas y militares, desde la independencia en 1821 hasta 1856, sin el ánimo genuino de que el poder adquirido por cada uno en sus respectivos momentos, estuviera limitado por instituciones democráticas. Lo único que los diferenció fueron los distintos matices en la forma de evadir esos controles.
Desde la independencia hasta la llamada Guerra Nacional (1856-1857), pasando por la efímera anexión al imperio de Iturbide y las Constituciones de 1838 y 1854 que convertían a Nicaragua en república independiente, se fueron perfilando con claridad, en lo formal, las propuestas políticas de los partidos enfrentados. Unos querían hacer descansar la base de su poder en el orden y el patriarcado, vale decir, en la conformación tradicional del Estado con sus clases dominantes, la institucionalización de la Iglesia Católica, la tutela de las clases dominadas y el derecho a defender ese estado de cosas con una legitimidad más cerca del carácter divino atribuido al “derecho natural”, que de las Constituciones y las leyes que se gestaban.
Los otros se «iluminaban» con el rechazo a esta forma de conformar las instituciones públicas y pugnaban por destruirla, incluso con la guerra. Pugnaban por la incorporación del país al ordenamiento jurídico proclamado en los textos que recitaban de la revolución francesa y la independencia de los Estados Unidos. Ambas fracciones tendrían la oportunidad, después de la Guerra Nacional contra los filibusteros de William Walker, y hasta finales del siglo XIX o comienzos del XX, de poner en práctica sus distintas propuestas, para al final terminar gobernando con más similitudes que diferencias.
LOS 30 AÑOS CONSERVADORES
La institucionalidad conservadora durante el llamado periodo de los 30 años (1858-1893: patriarcado, mantenimiento del orden establecido en las tradiciones civiles y religiosas, incipiente sacralización de la figura presidencial y tendencia de los gobernantes a manejar el país como probos administradores de haciendas), se vio fortalecida por la alternancia en el poder entre las familias gobernantes, dado el temor al surgimiento, mediante reelecciones, de un nuevo dictador, y gracias a las aventuras rayanas en lo ridículo de la oposición liberal encabezada por Máximo Jerez, que durante esos años no pudo quitarse el pesado lastre político de haber contratado la participación filibustera durante la última guerra civil que desembocó en la llamada Guerra Nacional.
Durante esos 30 años la legitimación para el ejercicio de libertades públicas la otorgaba el poder económico, que emitía sus dictados desde la cúpula de la oligarquía conservadora, y las libertades individuales descansaban en el pretendido ejercicio ético de los gobernantes. El funcionamiento de esa institucionalidad sui géneris produjo una importante estabilidad y confiabilidad (interna y externa), que se tradujo en evidentes progresos económicos que permitieron a esta oligarquía, por un lado impulsar proyectos para una incipiente modernización del Estado, y por otro ejercer con mayor largueza su tutela sobre la población rural, entonces mayoritaria y en general dependiente de las grandes haciendas.
Pero pese a que los tiempos (finales del siglo XIX) ya no eran propicios para sostener esa frágil discrecionalidad en la dirección del Estado, y hacían imperativa la necesidad de trasladarla a un sistema de leyes o a la conformación de instituciones democráticas sostenidas por un nuevo y moderno ordenamiento jurídico, la oligarquía gobernante no se atrevió a dar ese paso y, una vez mas, las contradicciones políticas en Nicaragua debieron resolverse con la guerra.
EL ZELAYISMO
La necesidad de una transformación jurídica del Estado que enrumbase al país hacia la modernización de sus instituciones y facilitara una expansión exportadora y una mayor dinámica económica interna, la asumió entonces el Partido Liberal, con una lúcida conducción política de José Santos Zelaya, apoyado sin embargo por importantes defecciones del conservatismo. Al encabezar la transformación de Nicaragua en un Estado que dejaba atrás el confesionalismo y liberaba a sus ciudadanos de odiosas discriminaciones (incluso para nacer, para ejercer sus derechos y hasta para morir), Zelaya leyó con claridad el momento histórico, pero interpretó que el apoyo mayoritario para emprender esa tarea lo elevaba como conductor de supremos designios.
Fue esa, quizás, la primera oportunidad en nuestra historia para arrancar con firmeza hacia la construcción de un país regido por instituciones democráticas similares a las que ya habían acusado, en Norteamérica y Europa, grandes progresos civiles y económicos. La Constitución de 1893 establece con claridad la separación de la Iglesia y el Estado, la secularización de los cementerios, la modernización de asuntos civiles como la ruptura consensuada de vínculos matrimoniales, así como el reconocimiento por la ley de casi todas las garantías individuales conocidas hasta esos años en Occidente: el sufragio universal sin discriminaciones, el ensanchamiento sin privilegios de los aportes tributarios y, entre otras cosas, una mejor distribución social en el uso fiscal para acortar las enormes diferencias económicas, que se mantenían en un estado casi feudal.
A eso hay que agregarle, como instituciones entonces novedosas para un Estado que empezaba ya a manejar una considerable hacienda pública, las primeras disposiciones constitucionales para las contrataciones administrativas, mediante lo que llamaron subastas, y la obligación de sólo poder disponer o enajenar los bienes del Estado mediante la ley. Sin embargo, Zelaya no varió la concepción del poder que arrastraba y arrastra la clase política nicaragüense desde la independencia, y convirtió la mayor parte de las instituciones originadas en la Constitución de 1893 y las leyes subsiguientes, en simples formalidades o en negaciones totales del espíritu democrático con que fueron concebidas.
Como un producto natural de esa forma de ejercer el poder de los llamados liberales, apareció en Nicaragua la dictadura, y con ella el debilitamiento o extinción de las libertades públicas y los derechos individuales. La no reelección desapareció en el primer cambio o enmienda constitucional, y las garantías procesales se negaban de tal modo, que el zelayismo carga aún hoy para la historia con el estigma de haber sido el primer régimen que institucionalizó la tortura. El enfrentamiento con los conservadores llevó a Zelaya a desnaturalizar el sistema tributario para crear impuestos confiscatorios, volviendo más precaria la salud de las instituciones. Zelaya adelantó en Centroamérica sus pretensiones de liderazgo mediante el expediente que entonces ya era común: la guerra.
Como sucedería ochenta años después con el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), las luchas políticas y armadas de los adversarios del zelayismo, que incluían a prestigiados liberales disidentes, comenzó a revestirse de una aureola patriótica que dejaba atrás lo obsoleto que podían parecer entonces las proclamas de restauración conservadora frente al reclamo bipartidario por las libertades públicas e individuales. Similar a lo ocurrido después en los años ochenta del siglo XX, la intervención estadounidense incrementó la confrontación interna, haciéndola más cruenta, y contribuyó a una mayor deformación de la clase política que usufructuaba esa intervención.
LA RESTAURACIÓN CONSERVADORA
La caída del régimen de Zelaya en 1909 no produjo una vuelta al patriarcado conservador en el diseño institucional del país, sino más bien, en lo fundamental, la Constitución que al fin resultó de los fallidos proyectos conservadores de 1911 y 1913, preservó gran parte de las modernizaciones jurídicas alcanzadas en la Constitución de 1893, y no habría otra Constitución hasta 1939. Desde el primer gobierno de Adolfo Díaz hasta el de Juan Bautista Sacasa, Nicaragua recorrió un lento y a veces sangriento camino para que pudiera conformarse una incipiente institucionalidad democrática.
El Partido Conservador siguió manejando las instituciones públicas, y las libertades que de ellas debían desprenderse, con el mismo concepto de traspaso oligárquico de gobiernos y el antídoto de la no reelección contra las tentaciones dictatoriales. Le facilitaban la conducción de este sistema, sin mayores sobresaltos, la proscripción del adversario histórico por los desiginios de Estados Unidos y la entrega de lo que hoy llamamos macroeconomía al protectorado o administración de ese mismo país.
Las instituciones que garantizaban los derechos y garantías individuales tuvieron un regular avance, en cuanto se hacía menos grande la brecha entre lo formal de la Constitución y las leyes, y su real funcionamiento. La incidencia mas negativa se produjo en lo referente al ejercicio de las libertades políticas sin discriminaciones, las restricciones a la libertad de conciencia y la ausencia de facilidades de asociación para la defensa gremial de los trabajadores.
Sobre la probidad administrativa en ese lapso de nuestra historia hubo dos aspectos característicos. El primero fue que las concesiones mas lucrativas del Estado recaían en la clase dominante, y el resto del país actuaba con una especie de determinismo histórico, en una división del trabajo análoga con lo que acontecía en las naciones europeas occidentales antes del despegue de su desarrollo económico. El segundo fue la conformación de un Estado de privilegios en detrimento del Estado como tal, con la corrupción que de ello se podía derivar. Esto era justificado como un producto supuestamente legítimo del “derecho natural”, así entendido por la clase política gobernante. Aunque, por otra parte, habría que conceder como mérito a los gobiernos del periodo un avance notable en el control del erario público.
Esta situación comenzó a generar dos vertientes de descontento. Una de naturaleza política, impulsada por los liberales, que intentaban sacudirse el estigma o la condición de parias a que habían sido condenados por la intervención estadounidense desde la caída de Zelaya. La otra de origen social, debido al estado de pobreza y marginación de las clases mas desposeídas, fundamentalmente los campesinos. La ruptura de la institucionalidad pública de los propios conservadores por el golpe de Estado encabezado por Emiliano Chamorro en 1926, que incluso alcanzó a la Corte Suprema de Justicia, abrió la puerta a la reivindicación política de los liberales, con el mismo expediente de siempre: la guerra, que en esta ocasión llamaron Guerra Constitucionalista.
La intervención estadounidense decidió entonces usar su influencia para tratar de poner fin a esta confrontación, que llegó a escenificar episodios tan cruentos como los de la Guerra Nacional. Los proyectos y resoluciones norteamericanas tenían la simpleza propia de recetas extrapoladas de sus propias instituciones democráticas: elecciones que ellos garantizarían y una Guardia Nacional para acabar con el sectarismo político y las guerras intestinas. Lo demás sería intocable, pues pertenecía a la esfera de dominio de su traspatio.
Los interventores no previeron que sus recetas electorales y la creación de un árbitro armado a imagen y semejanza de la Guardia Nacional en la Unión Americana, llevaban desde su nacimiento el germen de su propia desnaturalización, como consecuencia de haber surgido por la voluntad interventora y no por la superación de los conflictos entre la clase política nicaragüense. No contaron, además, con el hecho de que el reclamo por soberanía y justicia social iba a encontrar un extraordinario baluarte en la figura de Augusto Sandino, cuya gesta produjo un salto cualitativo en relación a las tímidas denuncias mutualistas y al incipiente sindicalismo que entonces despuntaban en Nicaragua.
La guerra de Sandino finalmente parecía haber resuelto la contradicción de soberanía, obligando a marcharse a los marines norteamericanos. Las elecciones que dejaron como presidente de Nicaragua a Juan Bautista Sacasa en 1933, apuntaban a lo que parecía ser un avance democrático en cuanto al relevo del jefe de Estado, y la paz concertada en febrero de ese mismo año entre el gobierno y el líder guerrillero, estuvo llena de acuerdos sobre reivindicaciones sociales en la distribución de la tierra y los espacios para la organización de campesinos y trabajadores.
Retomo aquí brevemente lo que expuse antes acerca del control del erario público durante la restauración conservadora, y señalo como hitos en ese campo los decretos y acuerdos presidenciales publicados en La Gaceta, diario oficial, que registran escrupulosidad para ajustar los gastos extraordinarios que ocasionaron, por ejemplo, la fundación de la Guardia Nacional o el sostenimiento de los soldados que se dejaron sin desarmar para la seguridad de Sandino, con los techos y ejecuciones del Presupuesto General de la República.
Sumados todos esos hechos nos encontramos con la segunda gran oportunidad de haber despegado hacia la formación de un Estado regido por las instituciones y el imperio de la Ley.
EL SOMOCISMO
Anastasio Somoza García, fundador de la dinastía somocista, surgido mediante aventuras de alcoba entre los sustratos y excrecencias de la clase política que dominaba Nicaragua a inicios del siglo XX, le salió al paso con audacia y total carencia de escrúpulos a los pilares institucionales que entonces se intentaban erigir en el país, y emprendió una demolición paulatina de los mismos. El asesinato de Sandino en 1934, en un contexto de complacencias con el representante diplomático de los Estados Unidos y de recelo de la oligarquía ante la cruzada sandinista por la soberanía y la justicia social, surgida inmediatamente después de la Guerra Constitucionalista, le abrió a Somoza importantes puertas para su proyecto de destrucción o de corrupción institucional.
Somoza empezó a convertir la Guardia Nacional en su brazo político armado y a sembrar de minas el camino de la continuidad democrática a través elecciones. El control sobre la administración pública, así como las libertades, los derechos y garantías individuales, empezaron a depender de su propia voluntad personal y de su cuerpo armado. Los Estados Unidos, a las puertas de una conflagración mundial y en medio de planteamientos estratégicos sobre lo que llegaría a ser su doctrina de seguridad nacional, no estaban interesados en reprochar a Somoza la destrucción o la inutilización del endeble edificio institucional que como fuerza interventora trataron de diseñar para Nicaragua, sino más bien en asegurarse controles y lealtades políticas en su patio trasero.
Sin embargo, Somoza estaba claro de que, para hacer más cómoda esa protección de los Estados Unidos, tenía que conservar una institucionalidad democrática en lo formal, y al mismo tiempo ir profundizando su control y su poder sobre las mismas. Después de derrocar mediante un golpe de Estado a su tío Juan Bautista Sacasa en 1936 (usando a un efímero presidente como trampolín para llegar después a la presidencia), Somoza logró aprovechar otros factores que además de la impasibilidad norteamericana, también le favorecieron.
Combinado con su juego político entre el halago y la represión con el movimiento sindical, el vuelco que jóvenes intelectuales conservadores le dieron a las tradiciones políticas de su propio partido (deslumbrados por los caudillos fascistas europeos que abominaban de la democracia) le facilitó a Somoza la tarea de instalarse en el poder y consolidarse. Así logró ser electo presidente en 1937, sobre los hombros de las paralelas históricas y con una nueva Constitución que le garantizaba su mandato hasta 1944. Fue entonces cuando empezó a diseñar el sistema “institucional” de su dictadura, que luego sus hijos perfeccionarían.
Paralelo al Estado como tal, que aún conservaba las instituciones democráticas hasta entonces incorporadas al ordenamiento jurídico de Nicaragua, Somoza levantó un gigantesco Estado de corrupción. Es cierto que también, en lo formal, hasta se introdujeron nuevas instituciones, pero su real funcionamiento, así como el de los personajes que las conformaban y dirigían, dependían de la voluntad personal del dictador. Cito algunos ejemplos:
Se perfeccionaron en la ley los controles sobre las contrataciones administrativas y la disposición de los bienes del Estado; los términos de detención y garantías procesales penales para los ciudadanos eran similares a los de cualquier país democrático; incluso algunos nombramientos oficiales, como los de magistrados de la Corte Suprema de Justicia y Cortes de Apelaciones, los llevaba a cabo el Congreso Nacional; pero en la práctica todos esos controles eran burlados por el dictador, por su familia y por los grupos privilegiados que defraudaban con impunidad, mientras por otra parte las libertades individuales estaban a merced de la Guardia Nacional, así como de los aparatos de Policía y Seguridad. De más está decir que cualquier nombramiento sometido a aprobación del Congreso, era resuelto primero en Casa Presidencial.
Somoza García, que había comenzado a levantar su fortuna con golpes gangsteriles como el confinamiento y despojo, durante la Segunda Guerra Mundial, de ciudadanos alemanes que vivían y trabajaban en Nicaragua, así como las ventas forzadas de propiedades que sus dueños cedían bajo amenazas a precios irrisorios; fue afinando sus procedimientos y haciendo derivar para su fortuna personal millonarias rentas del Estado paralelo de corrupción al que antes hice referencia.
El somocismo hizo de algunas dependencias públicas como la Dirección de Policía, Oficina de Tránsito, Dirección de Migración y Extranjería, Dirección General de Aduanas, Registro Público de la Propiedad, entre otras, una fuente inconmensurable de ingresos ilícitos para todo el aparato dictatorial, con la familia Somoza a la cabeza. El contrabando era público en las importaciones que hacía la Guardia Nacional o las empresas que los Somoza creaban y desarrollaban en competencia desleal con los comerciantes genuinos que pagaba sus impuestos.
El Estado de corrupción seguía una escala descendiente, desde los más altos militares y funcionarios hasta los comandantes de pequeñas plazas o jefes de estaciones policiales que cobraban en todas las cantinas y burdeles, y cuyos subordinados solían asaltar a los ciudadanos con multas ilegales. El Estado formal de Somoza, con ayuda en el aspecto público de sectores políticos colaboracionistas que se turnaban para falsificar la idea de oposición, era la imagen de exportación, el tranquilizante para los diferentes gobiernos estadounidenses y el eje ficticio para la propaganda de defensa interna que realizaban los plumarios del régimen.
El Estado real, alimentado por los buenos precios internacionales de los productos de exportación y el manejo de Nicaragua como una gran finca de la familia gobernante, dejó espacio para que se enriquecieran otros sectores de la sociedad no vinculados directamente con la familia Somoza, y dio lugar a la formación de una más amplia clase media; elementos estos últimos que han sido invocados en las últimas décadas como falsos ejemplos de eficiencia y bondad de los gobiernos somocistas.
Lo cierto es que, desde comienzos de los años sesentas, Nicaragua se iba quedando económicamente a la zaga del resto de Centroamérica, y precariamente exportábamos un poco más que Honduras. En tanto, la proletarización algodonera en el campo, la explotación primitiva del café y otros renglones de la economía administrados corruptamente, dejaban una estela de miseria tanto en el campo como en la ciudad. Además, cuando ante esa miseria se levantaban voces de protesta, éstas eran reprimidas a sangre y fuego por el brazo armado de la dictadura.
Aun cuando fuesen aceptados algunos logros económicos de la dictadura somocista, especialmente en lo relacionado a estabilidad monetaria y bajo endeudamiento externo, el descontento social que finalmente tomó forma de insurrección popular armada, viene a reforzar el argumento fundamental de este resumen histórico: que es la ausencia de instituciones democráticas, o la distorsión de su funcionamiento, lo que en nuestra historia ha generado inestabilidad, violencia y guerra.
EL GOBIERNO DEL FSLN
Antes de hablar del gobierno del FSLN recordemos la figura que inspiró en parte su ideario político original. Augusto Sandino salió de su pueblo, Niquinohomo, y luego de Nicaragua, en 1923, durante el último periodo de hegemonía conservadora y de relegación política de los liberales. Entonces llevaba asociada a su espíritu de rebeldía la divisa liberal. Llegó a México cuando Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles habían interrumpido la revolución mexicana (“ni un paso adelante, ni un paso atrás”) y enarbolaban un discurso político que, por un lado, establecía distancia respecto a las organizaciones comunistas, y por otro sostenía un irreductible enfrentamiento con la Iglesia Católica.
Tanto los rasgos de los gobiernos de Obregón y Calles, como los de los gobiernos que les sucedieron luego del asesinato de Obregón, se inclinaban a reproducir la misma historia de autocracia y desigualdad social vigente en nuestros países. Quedaba además, entre los restos de la revolución, el encono amargo de los mexicanos contra quienes habían invadido y usurpado la mitad de su territorio.
Todos esos hechos, combinados con sus ideas y su espíritu patriótico, alimentaron en Sandino los estímulos que después lo llevaron a emprender su gesta. De soldado y luego líder militar de la Guerra Constitucionalista contra Emiliano Chamorro en 1926, pasaría después, en 1927, a enarbolar la bandera de la dignidad nacional contra la intervención militar estadounidense y contra el entreguismo de la clase política nicaragüense, a cuyos integrantes llegó a calificar como “una bola de canallas”.
Más de treinta años después, en 1961, surgió el FSLN, cuyo apelativo sandinista le fue agregado por una decisión política particular de su fundador, Carlos Fonseca Amador, evadiendo o eludiendo o matizando con ello, de cierta forma, el espíritu ideológico de la consigna emanada entonces de Moscú, y que fue un factor no poco importante en las causas de su origen: sembrar el mundo (sobre todo las ex colonias europeas) de organizaciones para la liberación nacional.
Sin embargo, ni Fonseca ni quienes iniciaron la lucha con él, ni sus seguidores o continuadores, ni las olas revolucionarias que surgirían de las universidades, del campo y de las ciudades, pudieron al menos ponderar o sustraerse de ignorar el diseño de gobierno que se ofrecería para una eventual revolución triunfante en Nicaragua. De modo que, cuando se produjo el triunfo sobre la dictadura somocista en 1979, nada o muy poco del espíritu ideológico emanado de Moscú había cambiado en la mentalidad de los principales dirigentes del FSLN, pese a los matices diferentes que habían sido propagandizados durante sus años de división (1975-1978).
Necesidades tácticas habrían de forzarlos, ya en el poder, a llenar el Estatuto Fundamental de promesas de amplio ejercicio de las libertades públicas y estricto respeto por los derechos y garantías individuales. Pero en el fondo, la verdad (ahora compartida por los miles que a partir de la derrota electoral de 1990 se plegaron al carro de los vencedores, ya sea por sincera convicción o por oportunismo) era que consideraban “reaccionarias” a las instituciones democráticas, y creían firmemente que las libertades públicas e individuales tenían que ser administradas por el Partido.
La soberbia gobernante y la presión de la guerra apoyada por los Estados Unidos (en la que se unieron el somocismo derrotado y los cada vez más amplios sectores descontentos con la revolución), unidas a la incapacidad de los dirigentes del FSLN para detectar o comprender el origen del descalabro del entonces llamado campo socialista, provocaron que los iniciales intentos de recomposición de nuestro sistema político no se hiciera desde adentro, sino que llegara impuesta desde fuera con los gobiernos que vendrían después de las elecciones de 1990.
La parálisis económica de los países del ámbito socialista no provenía de sus programas sociales, tampoco era causa absoluta del efectivamente dañino capitalismo de Estado que de hecho en ellos funcionaba. El inmovilismo político, el freno a la creatividad y a la superación individual, el hecho de que los derechos y garantías de sus ciudadanos dependieran de los jerarcas del Partido y no de la ley y de la igualdad ante la misma, fue lo que finalmente destruyó esa clase de socialismo, que era mostrado como obsoleto y opresivo por la propaganda occidental, que a su vez agigantaba las supuestas bondades del libre mercado.
Eso no fue percibido ni comprendido por los gobernantes del FSLN, quienes apenas se abrieron a una Constitución parecida a las de las democracias formales de América Latina, pero agregándole como elemento decisivo una figura presidencial omnipotente en representación de un Partido que, al igual que en los países de la órbita socialista, se erigía como el verdadero poder. El gobierno del FSLN acabó, por supuesto, con todo el Estado paralelo de corrupción construido por el somocismo, pero también arrasó con el Estado formal y sus instituciones.
Y es que la institucionalidad democrática heredada del somocismo en realidad no era mala o perjudicial en sí misma. Lo que hacía falta era mejorarla y darle contenido real, y nada mejor que la fuerza política con la que en esos años contaba el FSLN para lograrlo. Sin embargo prevaleció la idea dogmática de que la institucionalidad democrática era reaccionaria, y de que ninguna libertad era realmente buena si no emanaba de la voluntad del Partido, reducido ya entonces a unas cuantas personas en su cúpula de Dirección Nacional. Los pocos vestigios de esa institucionalidad tácticamente «respetada» o concedida a medias por la cúpula del FSLN, iban a constituirse, paradójicamente, en su principal escudo durante los años de derrota que vinieron después.
En lo relacionado a la probidad y los controles administrativos, la tendencia fue la misma: todo confiado a la ética de los administradores, presencia inadvertida o ausencia de la ley, y finalmente, con las contradicciones agudizadas por la guerra y la crisis económica, una disposición generalmente anárquica o maliciosa de los bienes del Estado.
Desde que se fue planteando con claridad el enfrentamiento con los Estados Unidos y sobrevino el bloqueo económico, las decisiones sobre la hacienda pública y en general sobre el patrimonio del Estado, fueron asumidas con absoluta discrecionalidad por los gobernantes. A partir de entonces no se supo mas de reglamentaciones para las contrataciones administrativas, y las compras del Estado se hacían a través de triangulaciones comerciales en el exterior, que dejaban enormes ganancias ilícitas a intermediarios que actuaban con toda impunidad.
Tampoco tuvo importancia alguna la ley de moralidad para el funcionario público, y el país ni siquiera contaba con un verdadero Presupuesto General de la República. La Constitución de 1987, con mucha presión de la oposición cautiva que funcionaba en la Asamblea Nacional, logró establecer que el parlamento «conociera» del Presupuesto, pero sin poder modificarlo o regular su ejecución.
Por otra parte, desde las primeras amenazas de invasión estadounidense comenzó una carrera, muy poco conocida hasta ahora, por el acaparamiento de bienes y capitales que servirían eventualmente para una presunta resistencia que habría de desarrollarse frente a la ocupación de Nicaragua. Una enorme cantidad de propiedades urbanas y rurales pasaron a ser parte de sociedades corporativas que encubrían a los máximos dirigentes de la revolución, y el «presupuesto estratégico» para la supuesta resistencia se resguardó con todas las seguridades en el extranjero.
Finamente la invasión no se produjo, el FSLN perdió las elecciones y tuvo que entregar el gobierno, sin que nada de lo acumulado para la defensa de la supuesta Nicaragua ocupada, volviera a las arcas del Estado. Esa fue la verdadera «piñata», ya que los bienes entregados a los «cuadros intermedios» del FSLN, a los pobladores urbanos y a los campesinos, quedaron precariamente legalizados por las leyes 85, 86 y 88. Así pasó el Estado nicaragüense a la nueva etapa que se iniciaba el 25 de abril de 1990.
EL GOBIERNO DE VIOLETA BARRIOS
El gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro tuvo mucho, en el aspecto institucional, de lo practicado por el Partido Conservador durante el periodo de los 30 años: pacificación, tolerancia, reconstrucción de las bases económicas y soluciones inspiradas en la voluntad de la gobernante y sus asesores prevaleciendo sobre las consideraciones legales.
La diferencia estaba en que esas soluciones voluntariosas no se intentaban en una sociedad aletargada como la del siglo anterior, y las consecuencias no se hicieron esperar. Aunque es necesario también apuntar que la ausencia o la infuncionalidad de las instituciones democráticas y los amplios poderes que la Constitución le confería al presidente, le facilitaban las cosas.
No había ninguna legislación acerca de la sanidad o idoneidad de la sucesión en los cargos públicos por elección; el presidente podía legislar desde su escritorio; la policía tenía funciones jurisdiccionales y amplios términos para detener a los ciudadanos; no había capítulo en la Constitución que estableciera los requisitos o el control para disponer de los bienes del Estado, y los nombramientos de magistrados en los poderes del Estado dependían de ternas elaboradas por el Poder Ejecutivo.
A pesar de gozar de todas esas amplias prerrogativas, el gobierno de Violeta Barrios recurrió a la discrecionalidad, y en lugar de impulsar la reducción del gigantesco Estado heredado, por medio de leyes que regularán las formas de privatización y de hacer justicia en el espinoso caso de las confiscaciones, pretendió resolver casi todos los casos con simples acuerdos, como si se tratara de bienes propios o personales de quienes administraban el gobierno; acuerdos que inexplicablemente se convertían en «fuente de Derecho» para los procuradores (entonces aún subordinados legalmente al Ejecutivo), quienes comparecían representando al Estado en una forma a todas luces anómala de conducirse respecto a los bienes de la nación.
El redivivo estilo patriarcal del gobierno de Violeta Barrios, y la persistencia del FSLN de subestimar la institucionalidad democrática y la importancia del imperio de la ley, llevó incluso a que el complejo problema de las empresas del Estado y los derechos de participación en las mismas reclamados por los trabajadores, se resolviera con una «concertación» que nunca se tradujo en leyes, y que a la postre provocó que muchas de esas empresas continuaran en la incertidumbre y luego quedaran sujetas a la corrupta voracidad del nuevo gobierno que se instalaría en 1997. Incluso, las que aparentemente se entregaron con esos beneficios en su administración para los trabajadores, terminaron en manos de la minoría «dirigente» de la burocracia «sindical» del FSLN, o de abogados y comerciantes que siguieron gravitando alrededor de la cúpula de ese partido.
Una excepción a este estado de cosas lo constituía la nueva composición de la Asamblea Nacional. Pasados los primeros meses en que diputados de la coalición partidaria UNO (bajo la cual Violeta Barrios llegó a la presidencia) y diputados del FSLN se «mostraban los dientes» en intensos debates, las etapas subsiguientes fueron produciendo un reacomodo político que resultaría inédito en la historia parlamentaria de Nicaragua.
Un sector mayoritario de diputados de la coalición UNO ya no se consideraba representado en el Ejecutivo, ni en general con el gobierno de Violeta Barrios, y aunque su primera demostración de descontento se centró en el radicalismo antisandinista, terminaron por enderezar sus esfuerzos políticos en apoyar la realización de reformas necesarias a la Constitución y las leyes, y con ello retomar el tantas veces interrumpido camino hacia la institucionalidad democrática en Nicaragua.
Ese giro o golpe de timón de los diputados de la UNO coincidió con la posición política de un sector mayoritario de diputados disidentes del FSLN en la Asamblea Nacional, que comenzaban también a propugnar por esas mismas reformas como premisa fundamental para que fuese viable y firme cualquier proyecto político-social en el futuro.
LAS REFORMAS CONSTITUCIONALES DE 1995
La nueva mayoría alcanzada en el parlamento acometió la tarea de reformar la Constitución con el propósito de intentar despegar hacia una verdadera institucionalidad democrática en Nicaragua. Además de incorporar las permanentes demandas de no reelección y no sucesión familiar en los cargos públicos de elección, las reformas de 1995 terminaban con las facultades de legislar de que gozaba el presidente de la república; independizaban y reforzaban las funciones de la Contraloría, elevaban a categoría constitucional las prohibiciones contra el nepotismo, y cambiaban el sistema de elección de magistrados con participación directa de la ciudadanía en los nombramientos.
Las reformas también introducían nuevas normas constitucionales, como la inembargabilidad del patrimonio familiar, y ampliaban considerablemente las garantías individuales en general, y procesales en particular, entre ellas por ejemplo la inviolabilidad de las comunicaciones y la correspondencia personal de los ciudadanos, así como el derecho de los mismos a reclamar frente al eventual perjuicio causado por parte de las dependencias de seguridad del Estado.
El gobierno de Violeta Barrios aceptaba sin mayores sobresaltos que se aprobaran, como en efecto se aprobaron, leyes para institucionalizar el funcionamiento del ejército y ubicarlo como una fuerza armada nacional subordinada al poder civil, así como para garantizar una policía también nacional con funciones y jerarquizaciones claras; igualmente reformas procesales que terminaban con la compleja aplicación del monopolio de la acción penal.
Sin embargo, como dolorosa sorpresa, el gobierno de Violeta se opuso, con todas las fuerzas de coerción de que podía disponer, a que se desmantelaran los antidemocráticos y aún vigentes privilegios del presidente de la república. Sobre todo se opuso a que se volvieran a establecer las prohibiciones sobre reelección y sucesión familiar en la presidencia, que constituían algunas de las mas caras y antiguas reivindicaciones de la sociedad nicaragüense, y que además encabezaban el programa que la coalición UNO había ofrecido a los nicaragüenses en las elecciones de 1990.
En tanto, el FSLN, consecuente con la poca o ninguna importancia que daban y dan a las instituciones democráticas, contemplaban estos intentos de reforma del Estado como potenciales elementos de negociación política, especialmente sobre el sórdido problema de la propiedad, o de la llamada “piñata”. La cúpula entonces ya dominante en ese partido seguía sin percatarse, o sin querer aceptar que, sin instituciones firmes, sería imposible encontrar soluciones igualmente firmes al tema de la propiedad, tal como se demostró en los años subsiguientes, y se sigue demostrando.
Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que debieron ser los principales abanderados de aquellas reformas, primero hicieron el amago de asumirlas, pero condicionando su apoyo a que se mantuviera el verticalismo y la estructura de minifeudos dentro de ese poder del Estado. Finalmente, sin embargo, por mayoría la Corte decidió darle un bochornoso apoyo al poder ejecutivo en su enfrentamiento con el parlamento. En tales circunstancias, no pudieron realizarse todas las reformas que eran necesarias, y las que al fin entraron en vigor, ya en las postrimerías del gobierno de Violeta Barrios y el advenimiento del nuevo gobierno, estuvieron saturadas de oscuras negociaciones para nombramientos de magistrados en los poderes del Estado.
Las reformas no pudieron lograr, por ejemplo, el necesario cambio, en las elecciones para representantes en el parlamento, hacia un sistema uninominal, que hubiese sido un gran paso para la verdadera independencia del Poder Legislativo, pues eliminaría las listas clientelistas de los partidos políticos, que han sido y son una adulteración de la representación popular en la Asamblea Nacional.
Tampoco se pudo perfeccionar la elección de magistrados en el poder Electoral y el poder Judicial, ni se pudo institucionalizar un Consejo Nacional de Justicia que terminara con el verticalismo y la política de feudos en el Poder Jurisdiccional. Las reformas tampoco alcanzaron a rescatar al Ministerio Público de la Contraloría, y así dejar a la sociedad con su representante ante los tribunales de justicia, escogido o electo sin atadura alguna con el presidente de la república.
Es preciso, sin embargo, destacar que estas reformas constitucionales fueron el primer intento verdadero por sembrar de instituciones democráticas al Estado de Nicaragua, y el primero, además, emprendido “de abajo hacia arriba”, es decir, sin responder a la voluntad del gobierno de turno ni a la de algún partido. Esto es algo fundamental para garantizar la autenticidad de unas reformas semejantes, pues de esa forma nadie puede relacionarlas con ninguna de las tradicionales componendas o pactos que los partidos políticos han realizado en el transcurso de la historia del país.
EL PACTO DE 1999
Desde el principio, el gobierno del PLC que asumió en enero de 1997 dio muestras claras de que no estaba interesado en ninguna ley derivada o que diera seguimiento a lo dispuesto en las reformas constitucionales de 1995, y que pudiera limitarlo en el ejercicio del poder. Más bien empezó a manifestar rechazo a la poca institucionalidad democrática lograda hasta entonces, considerada un estorbo para la autocracia, discrecionalidad y corrupción administrativa que caracterizarían la gestión del nuevo presidente, Arnoldo Alemán.
Los primeros enfrentamientos del Poder Ejecutivo con la Contraloría (que apenas empezaba a funcionar como institución autónoma), y los intentos de penetrar e influenciar el funcionamiento y las decisiones del Poder Judicial, fueron claros mensajes que desde entonces definieron la contextura moral y jurídica del nuevo gobierno, así como la escala de valores que conjugaba para la administración pública y la idoneidad en el manejo de los bienes del Estado.
Algunos frenos democráticos detenían en parte el poder avasallador que se estaba inaugurando, sobre todo con el auxilio de los medios de comunicación independientes. Pero estos obstáculos, unidos a una estrategia personal y partidaria determinada por su ambición política, llevaron al nuevo gobernante a optar por la única forma de superar los escollos que limitaban su verticalidad y le permitieran abonar el camino a una eventual prolongación de su mandato. Esa forma era lograr un pacto con el FSLN, el cual comenzó a prepararse y a gestarse entre las figuras más allegadas a los ejes de poder de las dos cúpulas partidarias.
Las razones del FSLN para pactar con el PLC merecen varios exámenes. El principal, para el objeto concreto de esta exposición, es lo que llamo la «emilianización» del partido que alguna vez se proclamó vanguardia del pueblo nicaragüense. De las otras, salpicadas de incidencias más o menos públicas y más o menos privadas, no me ocuparé por ahora.
Efectivamente, si examinamos con detenimiento algunas páginas de nuestra historia, veremos que, antes de Daniel Ortega, la figura de Emiliano Chamorro es la que más claramente encarna al «hombre-partido». Todas las explicaciones o justificaciones que el caudillo conservador expresó o escribió acerca de su conducta política en los largos años en que fue protagonista de nuestra historia, fueron hechas bajo la premisa de que tales acciones eran lo que más convenía al Partido Conservador. Chamorro partía del presunto convencimiento de que su partido era la mejor expresión política de Nicaragua, por tanto todos sus pasos y acciones se debían emprender en función de favorecer los esfuerzos para la toma del poder y el mantenimiento en el mismo de su organización partidaria.
Por otra parte, volviendo al presente, los planteamientos con que el FSLN (ya bajo el total control político de Ortega) ha justificado el pacto con el PLC de Arnoldo Alemán, se ilustran en afirmaciones como esta: «el FSLN estaba fuera y no tenía participación en la Corte Suprema de Justicia y el Consejo Supremo Electoral; los micropartidos habían usurpado nuestros lugares». Sin embargo, además de no ser cierto que estuvieron fuera, y de que en realidad esos «micropartidos» eran la suma de la coalición UNO que lo había derrotado electoralmente en 1990, tales argumentos sobre las supuestas exclusiones saltaban por encima de la búsqueda de equidad para administrar justicia, y se ubicaban en el terreno de la simple prebenda y el clientelismo partidario. En suma, lo que conviene al partido, primero; lo que favorece al país, no interesa.
Volvió otra vez la visión del FSLN a confundir la posibilidad de defender sus intereses partidarios partiendo de una integración más idónea de los cuerpos colegiados del Estado. Prefirió la repartición directa del poder con el adversario político y partidarizar en el grado histórico más bajo la administración de justicia y la conducción de las estructuras electorales.
La Contraloría dejó de ser una institución independiente de los poderes del Estado y fue sometida a la peor de las dependencias: la de los partidos políticos pactantes. Igual suerte corrió la Corte Suprema de Justicia o el Poder Judicial en general, donde para litigar ahora hay que saber primero a qué bando del pacto pertenece el juez o magistrado que arbitrará cada caso. La Ley Electoral se cambió por una serie de normas antidemocráticas de carácter excluyente, cerradas a todo lo que pudiera constituirse en oposición a los partidos pactantes, y la composición de las estructuras y órganos de dirección del Poder Electoral fueron colmadas con disciplinados militantes y políticos venales, hundiendo con ello el futuro del ejercicio del sufragio en una enorme incertidumbre.
Quiero terminar, sin embargo, esta exposición, con una dosis de optimismo. El pueblo nicaragüense, en su inmensa tragedia, está cada vez más cerca de ubicar con precisión el origen de su infortunio. Creo que la la lucha por el verdadero funcionamiento de la institucionalidad democrática está siendo ya su mayor exigencia ante quienes aspiren a gobernar Nicaragua. Los cauces de esa institucionalidad están abiertos; algunos han sido conseguidos con mucha perseverancia, otros han sido reducidos por la miopía, la codicia y la arrogancia de las clases dominantes. Creo que este apretado recorrido por la evolución institucional de Nicaragua demuestra cuál debe ser nuestra meta. El desarrollo económico seguramente vendrá por añadidura.