«Letanía de nuestro señor Don Quijote»: Rubén Darío ante el mundo moderno

«Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor».

«El rey burgués», Rubén Darío

Año 1905. España e Hispanoamérica se disponen a celebrar el tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote (1605). El Caballero de la Triste Figura ha entrado en el pabellón de los inmortales. Se ha impuesto al olvido y a las palabras de Lope de Vega (1582 – 1635), eterno rival de su creador, quién en carta fechada en 1604 había asegurado a uno de los grandes mecenas de su época, Luis Fernández de Córdoba y Aragón, VI Duque de Sessa (1582 – 1642): «De poetas, no digo: buen siglo es este. Muchos en cierne para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quixote» («El día que Lope de Vega escapó de su asesinato», Cultura, El País, www.elpais.com). 

La gloria de la novela resuena como repique de campanas y don Miguel de Cervantes (1547 – 1616), a pesar de haber muerto en la miseria, es recordado y alabado tanto como su novela. El Manco de Lepanto quedó indisolublemente ligado a la obra. El cautiverio en Argel, los avatares de su vida personal y carencias económicas fueron compensados debido a que el Quijote fue acogido y ensalzado en todo el mundo, entre muchos motivos por las múltiples traducciones que aparecieron desde su publicación.

Bastan algunos ejemplos: La de Thomas Shelton (1604 – 1620), su primer traductor, cuya versión de 1612 llegó casi de inmediato a manos de William Shakespeare (1664 – 1616), la francesa aparecida en 1614 por César Oudin (1560 – 1625), la italiana, hecha por Lorenzo Franciosini (1600 – 1645) en 1622, la alemana de 1648 atribuida a Pahsch Basteln y las que surgieron en el siglo XVIII, algunas más afortunadas que otras, pero a las que se debe la gran difusión de la novela.  

Para las celebraciones del tercer centenario tres autores exaltan las glorias del Quijote y su autor con ensayos y poemas: Miguel de Unamuno (1864 – 1936), Rubén Darío (1867 – 1916) y Azorín (1873 – 1967), cuyas obras brindan una visión distinta de la que teníamos del Quijote hasta la fecha: Vida de don Quijote y Sancho, «Letanía de nuestro señor Don Quijote» y La ruta de Don Quijote, respectivamente. 

Cada época ha tenido su Quijote. Se ha dicho que sus primeros lectores rieron con las andanzas del famoso hidalgo, los románticos lloraron y los contemporáneos de Unamuno y Azorín vieron en la obra la respuesta al marasmo político que atravesaba España después de haber perdido los últimos bastiones en América en la guerra hispano-estadounidense (1898).

Rubén Darío, sin embargo, posa la mirada en Hispanoamérica, y a través de su «Letanía», brinda una perspectiva distinta a la de los españoles, pues a diferencia de sus colegas, Darío habló de cara a una Hispanoamérica que estaba empezando a estructurar las grandes ciudades, la industria y los sistemas de transporte modernos tales como el ferrocarril, en virtud del mercado que los Estados Unidos, la joven potencia del Norte, proponía y a veces imponía en las ya liberadas colonias.  

Sobre los caballeros andantes: de la guerra justa al santoral

Según Pedro Salinas (1891 – 1951):

«Letanía de nuestro señor don Quijote» es una canonización poética de un nuevo santo hispánico. Santo patrono del idealismo y la heroicidad moral, virtudes de universal circulación, sí, pero que Rubén personifica en un invento de la imaginación creadora española, y sitúa en su pasado espiritual de hijo de Hispania […] Para que él interceda por nosotros y nos libre de tanta plaga: canallocracia, materialismo, falta de fe. Tan sólo la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno, está a la par de esta poesía, en su encendido anhelo por interpretar a Don Quijote con el alma entera, viviéndola, abriéndole toda la vida y sintiéndola, casi, casi, correr por las propias venas […] El manchego resume todas las virtudes idealistas, ensueños, fantasías, ilusiones, y hace suya cualquier noble empresa del corazón. Toma el poeta su figura como patrón por el cual medir el desmedro a que ha llegado el espíritu del mundo moderno» (La poesía de Rubén Darío, Editorial Losada, pp. 223-262). 

Pero ¿qué es una letanía y en qué consiste? ¿Por qué Darío «canoniza» a Don Quijote? ¿Existía algún precedente similar en la literatura tanto española como hispanoamericana?

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia, una letanía (del latín litania que a su vez proviene del griego antiguo λιτανεία y que significa «súplica») es una «Oración cristiana que se hace invocando a Jesucristo, a la Virgen o a los santos como mediadores, en una enumeración ordenada».  

Nunca hay que subestimar el enciclopédico conocimiento de Darío, pues habiendo sido un gran lector bien sabía que en la Edad Media, específicamente en las novelas de caballería, el caballero andante, es decir, aquel que se forjaba en los caminos, poesía características cristológicas.  

El caballero estaba altamente ligado a la Iglesia y a las Cruzadas o guerras para recuperar Tierra Santa en manos de musulmanes desde el siglo VIII. Su misión era propagar la cristiandad allá dónde ésta y la Iglesia habían perdido territorio o hegemonía y donde las fuerzas paganas amenazaban con destruir sus centros carismáticos tales como Roma, asediada por fuerzas anticristianas. 

De acuerdo con la medievalista y estudiosa de las novelas de caballería Carmen Vallejo Naranjo:

La influencia y particular relación que la Iglesia mantuvo con la institución caballeresca, tanto en lo militar como en lo político, constituyó un duro y largo proceso de depuración y maduración interna hasta poder presentarla e integrarla sin conflictos morales ni teologales ante su propia doctrina. Esta doctrina novotestamentaria de carácter pacifista estaba fuertemente consolidada, ya que se encontraba vigente desde los tiempos de la Iglesia primitiva e incluso perduró más allá de la caída del Imperio romano («Lo caballeresco en la iconografía cristiana medieval», Anales del Instituto de Investigación Estética, vol.30, no.93 Ciudad de México, 2008). 

Así, la bellum iustum o guerra justa proclamada por San Agustín (354 – 430) en De civitate Dei o La ciudad de Dios (entre 412 – 426) implicaba que para restaurar la justicia, no la paz, pues ésta era una realidad inalcanzable, era necesaria la guerra. Dice San Agustín:

…no violan este precepto, no matarás, los que por mandado de Dios declararon guerras, ó representando la potestad pública, y obrando según el imperio de la justicia, castigaron á los facinerosos y perversos, quitándoles la vida (vol. I, lib. I, cap. XXI, 96.)

La guerra justa o bellum iustum de San Agustín decantó cinco siglos después en la bellum sacrum o guerra santa. Ejemplo de ello es que ya entrada la Edad Media el Papa León IX (1049 – 1057) fue abanderado de ésta en sus campañas cuyos propósitos eran defender los territorios de la Iglesia. A su vez, el Papa Alejandro II (1061 – 1073), en tiempos de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador (1043 – 1099), caballero supremo de la Reconquista española o guerra para recuperar los territorios ocupados por los moros, proclamó la guerra justa en momentos en que España se encontraba en plena lucha contra el islam. 

De esta manera, continúa Carmen Vallejo Naranjo:

El papa Gregorio VII (1073 – 1085) articuló la situación establecida al tomar como modelo a caballeros como Erlembaldo Cotta, jefe militar de la pataria milanesa, y elaborar un nuevo concepto: el de la miles sancti Petri [caballeros de Pedro]. En línea con esta reforma moral de la clase guerrera, hacia 1090, el obispo Bonizón de Sutri (1045 – 1090) estableció el código del caballero cristiano en su Liber de vita cristiana [Libro de vida cristiana], donde exhorta al caballero a someterse a su señor, a renunciar al botín, a luchar por el bien de la res publica, a pelear contra los herejes y a proteger a los pobres, las viudas y los huérfanos. En esta defensa de los débiles y de la fe cristiana se encuentra implícita la necesidad de proteger no sólo a los fieles más desamparados, sino a la propia Iglesia y sus bienes materiales. 

¿No es esto lo que Don Quijote encarna? Así lo demuestra en la parte final de su discurso sobre la Edad de Oro:

Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje, y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra (Don Quijote de la Mancha, I,XI).

Y luego en la segunda parte, cuando le responde al «grave eclesiástico» ante los duques:

Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes (II, XXXII).

Rubén Darío ve que Don Quijote es la personificación de todas las virtudes de los antiguos caballeros, abogados del bien hacer, y por eso lo santifica poéticamente en su «Letanía», ya que, como los caballeros de la Edad Media, el Caballero de la Triste Figura:

…hace justicia a los oprimidos 

que da pan a los hambrientos. 

Yahvé libera a los condenados (Don Quijote libera a los galeotes).

Yahvé abre los ojos a los ciegos, 

    Yahvé endereza a los encorvados,

Yahvé protege al forastero, 

sostiene al huérfano y la viuda. 

Yahvé ama a los honrados, 

y tuerce el camino del malvado. 

        (Salmo 146, Biblia de Jerusalén).

Más aún: en su novela, Cervantes refleja la condición del caballero en el reinado de su contemporáneo, el rey Felipe III (1578 – 1621) cuando, junto a los hidalgos, los caballeros se ven obligados a buscar puestos en la corte. Las condiciones de guerra han cambiado y ambos, hidalgo y caballero, han sido desbancados por la aparición de la artillería y el soldado mercenario. El Quijote es el ansia del regreso a la Edad de Oro de la caballería andante. Por eso el cervantino y estudioso de la Edad Media, Carlos Alvar (1951) dice:

El arbitrio de Don Quijote intenta poner un poco de orden en un estamento en el que se han olvidado las funciones de defensa y protección, en beneficio del lujo, de la comodidad y de los fastos generales. Es la España de Felipe III […] Los nobles, hidalgos, caballeros o aristócratas vivían de las rentas, pagaban escasos tributos, tenían privilegios y prebendas; eran diferentes del resto de la población y servían de modelo a todos. Como miembros de la nobleza, los hidalgos y caballeros intentan acercarse al poder en busca de «honra y provecho»; medrar en la corte significaba, ante todo, obtener una recompensa, una gratificación, que permitía vivir de forma desahogada el resto de la vida. El ama sabe muy bien cuál es la situación y por eso pregunta a Don Quijote si es que en la corte del rey no había caballeros, pues se le antojaba que podría servir al monarca sin tanta actividad como la de la caballería andante. Naturalmente, Don Quijote rechaza este tipo de noble, que sin moverse logra fama (El Quijote: letras, armas, vida, pp. 78-79).

Como Don Quijote, Darío ve un pasado muerto. Ambos perciben que los tiempos han cambiado en desmedro y deterioro, y los dos, a su modo, ansían el regreso de la caballería andante. 

Y aunque el Quijote ofrece múltiples lecturas, la de Darío, en este caso, es religiosa pues pide a su «santo», a su «intercesor» que ante ese presente conducido por una «locomotora que va con una presión de todos los diablos a estrellarse en no sé qué paredón de la historia y a caer en no sé qué abismo de la eternidad» («Reflexiones de año nuevo parisiense», Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes) lo libre o nos libre: 

De tantas tristezas, de dolores tantos,

de los superhombres de Nietzsche, de cantos

áfonos, recetas que firma un doctor,

de las epidemias de horribles blasfemias

de las Academias,

líbranos, señor.

De rudos malsines,

falsos paladines,

y espíritus finos y blandos y ruines,

del hampa que sacia

su canallocracia

con burlar la gloria, la vida, el honor,

del puñal con gracia,

¡líbranos, señor!

    (Rubén Darío: Poesía, Biblioteca Ayacucho, pp. 294-296).

Darío comienza su letanía no invocando ni pidiendo intercesión sino presentando las credenciales de Don Quijote: su casta de hidalgo y caballero, sus ideales, bravura, nobleza, sinceridad y su vigencia a pesar de los efectos devastadores del tiempo que nada perdona, pero que a él, a este nuevo miembro del santoral, lo ha eximido del olvido, ley natural de las cosas. 

Rey de los hidalgos, señor de los tristes,

que de fuerza alientas y de ensueños vistes,

coronado de áureo yelmo de ilusión;

que nadie ha podido vencer todavía,

por la adarga al brazo, toda fantasía,

y la lanza en ristre, toda corazón. 

Noble peregrino de los peregrinos,

que santificaste todos los caminos

con el paso augusto de tu heroicidad,

contra las certezas, contra las conciencias

y contra las leyes y contra las ciencias,

contra la mentira, contra la verdad…

¡Caballero errante de los caballeros,

barón de varones, príncipe de fieros,

par entre los pares, maestro, salud!

¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes,

entre los aplausos o entre los desdenes,

y entre las coronas y los parabienes

y las tonterías de la multitud!

¡Tú, para quien pocas fueron las victorias

antiguas y para quien clásicas glorias

serían apenas de ley y razón,

soportas elogios, memorias, discursos,

resistes certámenes, tarjetas, concursos,

y, teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!

Luego Darío se coloca en el poema como dirigente de la súplica, pues en las letanías siempre hay un líder que invoca a Dios, a Jesús, a la Virgen María o a los santos, mientras la feligresía contesta. Darío se declara admirador de Don Quijote.  

Escucha, divino Rolando del sueño,

a un enamorado de tu Clavileño,

y cuyo Pegaso relincha hacia ti;

escucha los versos de estas letanías,

hechas con las cosas de todos los días

y con otras que en lo misterioso vi.

Puestas las bases, comienza a rogar y a pedir intercesión:

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,

con el alma a tientas, con la fe perdida,

llenos de congojas y faltos de sol,

por advenedizas almas de manga ancha,

que ridiculizan el ser de la Mancha,

el ser generoso y el ser español!

¡Ruega por nosotros, que necesitamos

las mágicas rosas, los sublimes ramos

de laurel! Pro nobis ora, gran señor.

(Tiembla la floresta de laurel del mundo,

y antes que tu hermano vago, Segismundo,

el pálido Hamlet te ofrece una flor)

Ruega generoso, piadoso, orgulloso;

ruega casto, puro, celeste, animoso;

por nos intercede, suplica por nos,

pues casi ya estamos sin savia, sin brote,

sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,

sin piel y sin alas, sin Sancho y sin Dios.

El poema termina con una coda que regresa a la segunda estrofa y a una pequeña variación de la primera, pero ya no presentando sus títulos sino reafirmando por qué a Don Quijote se le debe ver como a un santo, ya que el nuevo apóstol de Cristo es fuerza, ensueño, amor y adalid de la eternidad. Concluye Darío:

Noble peregrino de los peregrinos,

que santificaste todos los caminos,

con el paso augusto de tu heroicidad,

contra las certezas, contra las conciencias

y contra las leyes y contra las ciencias,

contra la mentira, contra la verdad…

Ora por nosotros, señor de los tristes

que de fuerza alientas y de ensueños vistes,

coronado de áureo yelmo de ilusión;

¡que nadie ha podido vencer todavía,

por la adarga al brazo, toda fantasía,

y la lanza en ristre, toda corazón!

Don Quijote ante Darío, Unamuno y Azorín

«Letanía de nuestro señor Don Quijote» fue leída en el Paraninfo de la Universidad de Madrid el 13 de mayo de 1905, en un evento organizado por el Ateneo. Debido a que Darío se encontraba enfermo, la lectura fue realizada por el actor español Ricardo Calvo (1875 – 1966).

Como La ruta de Don Quijote, de Azorín, Vida de Don Quijote y Sancho fue publicada a finales de ese año, aunque el mismo Unamuno confesara que el libro no fue escrito para celebrar la publicación del tercer centenario de la primera parte del Quijote

Sin embargo, es impensable considerar que Unamuno no hubiera leído la «Letanía», ya que ese mismo año apareció Cantos de vida y esperanza con el poema incorporado. Más aún: en febrero de 1906, en la revista La España Moderna (no. 206), Unamuno publicó un curioso ensayo titulado «El sepulcro de Don Quijote», que luego acompañaría la segunda edición de Vida de Don Quijote y Sancho

En este ensayo, Unamuno argumenta que los españoles eran incapaces de darse cuenta del lamentable estado en que España se encontraba debido a la pérdida de sus colonias. El ensayo se desarrolla a manera de diálogo con un amigo. Unamuno le dice que bien se podría llevar a cabo una santa cruzada a fin de recuperar el sepulcro de Don Quijote, que pare ese momento se hallaba secuestrado por los «hidalgos de la Razón»: los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos, es decir, la intelectualidad de finales del siglo XIX e inicios del XX. 

El amigo le responde:

«Todo esto que me dices está muy bien, está bien, no está mal; pero ¿no te parece que en vez de ir a buscar el sepulcro de Don Quijote y rescatarlo de los bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques, debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada?» (Vida de Don Quijote y Sancho, Editorial Cátedra, pg. 153). 

Lo curioso es que Unamuno llega por diferente camino a una correlación similar a la que había llegado la «Letanía»: Don Quijote y Dios. Para Rubén Darío, Don Quijote intercede por nosotros, mientras que a Unamuno la búsqueda de Dios se le ofrece como otra opción, quizás una en que se le permitiera al filósofo apropiarse de la purísima racionalidad de Don Quijote para ir en busca de lo Sagrado. 

En 1913 Unamuno publicó uno de los libros de filosofía más interesantes de la época: Del sentimiento trágico de la vida. En él negó los sistemas filosóficos, la razón desnuda a fin de anclar su pensamiento en el «hombre de carne y hueso»; hombre en búsqueda de lo que él considera esencial: comprender la muerte y, tal vez, vencerla. Movido por un anhelo trágico de inmortalidad, sale, como Don Quijote, en busca de la gloria, al encuentro de Dios.  

Aunque la «Letanía» pertenece a Cantos de vida y esperanza (1905), en tonalidad y sentimiento está mucho más cerca de El canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910) y Canto a la Argentina y otros poemas (1914), libros que se alejan de la armonía estética y vital que Darío había expresado en Azul… (1888) y Prosas profanas (1896).   

La descripción que él da en la «Letanía» sobre la mentira, la tristeza, dolores, maldad, del puñal con gracia, de horribles blasfemias, espíritus blandos y ruines, etcétera, son parte visible de la comunidad humana. Darío le pide a Don Quijote asistencia para luchar contra ellos, aunque a medida que avance el siglo XX Darío perciba a la humanidad, al mundo desarrollado, a su propio mundo al borde del abismo, como lo hace en «Los motivos del lobo», los «Nocturnos», «La canción de los pinos» y la «Epístola a la Señora de Leopoldo Lugones», entre otros.

Si en La ruta de Don Quijote Azorín muestra un paisaje desecho, totalmente opuesto al paisaje idílico de La Mancha del siglo XVII con su «vivir doloroso y resignado», en donde «nadie hace nada; las tierras son apenas rasgadas por el arado celta; los huertos están abandonados» (Editorial Cátedra, p. 157), Darío ve que esa modernidad chata y vacía espiritualmente, dictada en Hispanoamérica por la nueva potencia del Norte que va expandiendo sus tentáculos allá donde la siembra española había antes hecho germinar las semillas, también necesita a Dios. 

Después de haberse convertido en el primer imperio global de la historia, España había llegado a un callejón sin salida; estaba económica y espiritualmente desecha como consecuencia de la guerra franco-española (1635 – 1659), la Revolución francesa (1789 – 1799), la invasión de las tropas napoleónicas y la pérdida de los últimos dominios españoles en América.

Sí Azorín rescata las cenizas de La Mancha o de los Siglos de Oro, y Unamuno emprende, tal como le aconsejó su amigo, la búsqueda filosófica de la razón divina, Rubén Darío ha de repetir, quizás hasta el último de sus días, la «Letanía». Desde 1905 su aventura poética deja atrás la armonía musical, los faunos, los cisnes, los centauros, las mujeres fatales y hasta las princesas: en un mundo desarreglado y doliente sólo hallará salvación en la energía sagrada. 

Los sistemas de concordancia y armonía se han venido abajo. Tanto Darío como Unamuno ruegan al Caballero de la Triste Figura que interceda a fin de que reine la cordura en los «rudos malsines» y «falsos paladines» que se encuentran «sin savia, sin brote,/sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,/sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios». 

Roberto Carlos Pérez
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