Lo uno y lo múltiple

Isahia Berlin
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Admitir que la realización de algunos de nuestros ideales pueda hacer imposible la realización de otros es decir que la realización total humana es una contradicción formal y una quimera metafísica

Una creencia, más que ninguna otra, es responsable del holocausto de los individuos en los altares de los grandes ideales históricos: la justicia, el progreso, la felicidad de las futuras generaciones, la sagrada misión o emancipación de una nación, raza o clase, o incluso la libertad  misma, que exige el sacrificio de los individuos para la libertad  de la sociedad. Esta creencia es la de que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia, o en el simple corazón de algún hombre bueno no corrompido, hay una solución final. Esta vieja fe se basa en la convicción de que todos los valores positivos en los que han creído los hombres tienen que ser comparables en último término, e incluso quizá tienen que implicarse unos a otros.

«La naturaleza une a la verdad, a la felicidad y a la virtud como por un indiscutible lazo», dijo Condorcet, uno de los mejores hombres que hayan vivido nunca, y que habló en términos semejantes de la libertad, de la igualdad y de la justicia. Pero ¿es esto verdad? Es un lugar común que ni la igualdad política, ni la organización eficaz, ni la justicia social son compatibles con más de una pequeña cantidad de libertad individual –y desde luego no lo son con un laissez faire ilimitado–,  y que  la justicia y la generosidad, las lealtades  públicas  y privadas, las exigencias del genio y las pretensiones de la sociedad pueden entrar en conflicto violento unas con otras. Y no difiere mucho de esto la idea general de que todas las cosas buenas no son compatibles, y menos aún todos los ideales de la humanidad.

¿UNA QUIMERA METAFISICA?

Pero se nos dirá que en alguna parte y de alguna manera tiene que ser posible que coexistan juntos todos estos valores, pues, de no ser así, el universo no es un cosmos, una  armonía, y cabe  la posibilidad  de que los conflictos  de valores sean un elemento intrínseco e inamovible de la vida humana. Admitir que la realización de algunos de nuestros ideales pueda hacer imposible la realización de otros es decir que la realización total humana es una contradicción formal y una quimera metafísica.

Para todo metafísico racionalista, desde Platón a los últimos discípulos de Hegel o de Marx, este abandono de la idea de una armonía final en la que se resuelven todos los  problemas  y se  reconcilian  todas las contradicciones es un crudo empirismo, una abdicación ante los hechos brutos, una intolerable bancarrota de la razón ante las cosas tal como son, y un fracaso en explicar, justificar y reducir todas las cosas a un sistema, lo cual lo rechaza la razón con indignación.

Pero si no estamos armados con una garantía a priori para la proposición de que en alguna parte ha de encontrarse una total armonía de los verdaderos valores –quizá en algún ámbito ideal, cuyas características no podemos mas que concebir en nuestra condición de  finitud–, tenemos que volver a los resortes ordinarios de la observación empírica y del conocimiento ordinario humano. Y éstos, desde luego, no nos dan ninguna garantía para suponer que todas las cosas buenas –o, en este aspecto, también todas las malas– son reconciliables entre sí, ni siquiera  para entender qué quiere decirse cuando se dice esto.

El mundo  con el que nos encontramos  en nuestra experiencia  ordinaria  es un mundo  en el que nos enfrentamos con que tenemos que elegir entre fines igualmente últimos y pretensiones igualmente absolutas, la realización de algunos de los cuales tiene que implicar inevitablemente el sacrificio de otros. En efecto, porque su situación es ésta es por lo que los hombres dan un valor tan inmenso a la libertad de decidir, pues si tuvieran la seguridad de que en un estado perfecto, realizable en la tierra, no entrasen nunca en conflicto ninguno de  los fines que persiguen, desaparecerían la necesidad y la agonía de decidir, y con ello la importancia fundamental que tiene la libertad de decisión.

LA DOGMÁTICA CERTEZA DE LOS TIRANOS

Entonces parecería completamente justificado todo método que acercase más este estado final, sin que importase mucho cuánta libertad se sacrificaba para estimular su avance. No tengo ninguna duda de que esta certeza dogmática es la que ha sido responsable de la convicción profunda, serena e inamovible, existente en la mente de algunos de los más implacables tiranos y perseguidores de la historia, de que lo que hacían estaba totalmente justificado por su propósito.

No digo que el ideal de autoperfección –sea de los individuos, de las naciones, de las iglesias o de las clases sociales– haya de ser condenado en sí mismo, ni que el lenguaje que se utilizó en su defensa fuese en todos los casos resultado de un uso confuso o fraudulento de las palabras, o de una perversión moral o intelectual. En efecto, yo he intentado hacer ver que la idea de libertad en su sentido «positivo» es la que está en el fondo mismo de las exigencias de autodirección nacional o social que animan a los más  poderosos movimientos públicos, moralmente justos, de nuestra época, y que no reconocer esto es entender mal los hechos y las ideas más vitales de nuestros días.

Pero igualmente me parece que puede demostrarse que es falsa la creencia de que en principio pueda encontrarse una única fórmula con la que puedan realizarse de manera armónica todos los diversos propósitos de los hombres. Si, como yo creo, éstos son múltiples y todos ellos no son en principio compatibles entre sí, la posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social. La necesidad  de elegir entre diferentes pretensiones absolutas es, pues, una característica  de la vida humana, que no puede eludir. Esto da valor a la libertad tal como la concibió Acton: como un fin en sí misma, y no como una necesidad temporal  que surge de nuestras confusas ideas y de nuestras vidas irracionales y desordenadas, ni como un trance apurado que un día pueda resolver una panacea.

No quiero decir que la libertad individual sea, incluso en las sociedades más liberales, el único criterio, ni siquiera el dominante, para obrar socialmente. Obligamos a los niños a que se eduquen y prohibimos las ejecuciones públicas. Esto es, desde luego, disminución de la libertad, y lo justificamos basándonos en que la ignorancia, la educación bárbara o los placeres y excitaciones crueles son peores para nosotros que la cantidad de restricciones que  se necesitan  para reprimirlos.

A su vez, este juicio depende de cómo determinemos lo que es bueno y lo que es malo; es decir, de nuestros valores morales, religiosos, intelectuales, económicos y estéticos, que, a su vez, están vinculados a la concepción que tengamos del hombre y de las exigencias básicas de su naturaleza. En otras palabras, nuestra solución a tales problemas está basada en la visión que tengamos de lo que constituye la realización de una vida humana –visión que nos guía consciente o inconscientemente–, puesta en contraste con las naturalezas «restringidas y pervertidas»,  «limitadas y fanáticas» de que habla Mill.

Protestar contra las leyes que dirigen la censura o la moral personal diciendo que son infracciones intolerables de la libertad personal, presupone la creencia de que las actividades que tales leyes prohíben son necesidades fundamentales de los hombres en cuanto que son hombres, en una sociedad que sea buena (y, por supuesto, en cualquier sociedad). Defender tales leyes es defender que estas necesidades no son esenciales, o que no pueden ser  satisfechas  sin  sacrificar  otros  valores  que  son  superiores  a  la  libertad  individual  y  que satisfacen necesidades más profundas que ésta, estando determinados  dichos valores por alguna norma que no es meramente subjetiva, y de la cual se dice que tiene un status objetivo, empírico o a priori.

LÍMITES DE LA LIBERTAD

El grado de libertad que goce un hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera, tiene que estar medido por contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esta razón la libertad no puede ser ilimitada. R. H. Tawney nos recuerda acertadamente que hay que restringir la libertad del fuerte, sea su fuerza física o económica. Esta máxima pide respeto no como consecuencia de alguna norma a priori por la que el respeto por la libertad de un hombre implique lógicamente el respecto de la libertad de otros que son como él, sino simplemente porque el respeto por los principios de la justicia, o la deshonra que lleva consigo tratar a la gente de manera muy desigual, son tan básicos en los hombres como el deseo de libertad.

Que todo no lo podemos tener es una verdad necesaria, y no contingente. Lo que Burke pedía: la necesidad constante de compensar, reconciliar y equilibrar; lo que pedía Mill: nuevos «experimentos de vida» con su permanente posibilidad de error, y la conciencia de que no sólo en la práctica, sino también en principio, es imposible lograr respuestas tajantes y ciertas, incluso en un mundo ideal de hombres totalmente buenos y racionales y de ideas   completamente claras, puede que enoje a los que buscan soluciones finales y sistemas únicos omnicomprensivos, garantizados como eternos. Sin embargo, esto es una conclusión que no pueden eludir aquellos que han aprendido con Kant la verdad de que del torcido madero de la humanidad nunca se hizo nada derecho.

No es muy necesario recalcar el hecho de que el monismo y la fe en un solo criterio único han resultado ser siempre una fuente de profunda satisfacción tanto para el entendimiento como para las emociones. Bien se derive este criterio de la visión de una perfección futura, como se derivaba en las mentes de los philosophes del siglo XVIII y se deriva en la de sus sucesores tecnócratas de nuestros días, o se base en el pasado –la terre et les morts–, como sostenían los historicistas alemanes, los teócratas franceses o los neoconservadores de los países de habla inglesa, dicho criterio, si es suficientemente inflexible, tiene forzosamente que encontrarse con algún tipo imprevisto e imprevisible del desarrollo humano  en  el  que  no  encajará,  y  entonces  será  utilizado  para  justificar  las  barbaridades a priori de Procusto: la vivisección de las sociedades humanas existentes en algún esquema fijo, dictado por nuestra falible comprensión de un pasado en gran medida imaginario, o de un futuro imaginario por completo.

“Preservar nuestras categorías o ideales absolutos a expensas de las vidas humanas ofende igualmente a los principios de la ciencia y de la historia; es una actitud que se encuentra, en la misma medida, en las derechas y en las izquierdas de nuestros días”

PLURALISMO E IDEAL ABSOLUTO

Preservar nuestras categorías o ideales absolutos a expensas de las vidas humanas ofende igualmente a los principios de la ciencia y de la historia; es una actitud que se encuentra, en la misma medida, en las derechas y en las izquierdas de nuestros días, y no es reconciliable con los principios que aceptan los que respetan los hechos. El pluralismo, con el grado de libertad «negativa» que lleva consigo, me parece un ideal  más verdadero y más humano que los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras autoritarias y  disciplinadas el ideal del autodominio «positivo» de las clases sociales, de los pueblos o de toda la humanidad. Es más verdadero porque, por lo menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros.

Suponer que todos los valores pueden ponerse en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más que mirar a ésta para determinar cuál es el superior,  me parece que es falsificar el conocimiento  que  tenemos de que los hombres son agentes  libres, y representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran  realizar las reglas de cálculo. Decir, que en una última síntesis que todo lo reconcilia, pero que es realizable, el deber  es interés, o que la libertad individual es democracia pura o un estado totalitario, es echar una manta metafísica bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada. Es más humano porque no priva a los hombres (en nombre de algún ideal remoto o incoherente –como les privan los que construyen sistemas–) de mucho de lo que han visto que les es indispensable para su vida como seres humanos que se transforman a sí mismos de manera imprevisible.

En último término, los hombres eligen entre diferentes valores últimos, y eligen de esa manera porque su vida y su pensamiento están determinados por categorías y conceptos morales fundamentales que, por los menos en grandes unidades de espacio y tiempo, son parte de su ser, de su pensamiento, y del sentido que tienen de su propia identidad; parte de lo cual les hace humanos.

Puede ser que el ideal de libertad para elegir fines sin pretender que éstos tengan validez eterna, y el pluralismo de valores que está relacionado con esto, sea el último fruto de nuestra decadente civilización capitalista; ideal que no han reconocido épocas remotas ni sociedades primitivas, y que la posteridad mirará con curiosidad, incluso con simpatía, pero con poca comprensión. Esto no puede ser así, pero a mí me parece que de esto no se sigue ninguna conclusión escéptica. Los principios no son menos sagrados porque no se pueda garantizar su duración. En efecto, el deseo mismo de tener garantía de que nuestros valores son eternos y están seguros en un cielo objetivo quizá no sea más que el deseo de certeza que teníamos en nuestra infancia o los valores absolutos de nuestro pasado primitivo.

“Darse cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno –ha dicho un admirable escritor de nuestro tiempo–, y, sin embargo, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”. Pedir más es quizá una necesidad metafísica profunda e incurable, pero permitir que ella determine nuestras actividades es un síntoma de una inmadurez política y moral, igualmente profunda y más peligrosa.