Los girasoles

Roberto Carlos Pérez
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Revista Abril presenta el segundo capítulo de la novela Un Mundo Maravilloso del escritor nicaragüense Roberto Carlos Pérez.

II

Los girasoles

Crecí pensando que mi madre había muerto a los pocos días de haberme dado a luz. En las noches de niñez la imaginaba dormida, con las manos contraídas como si alguien le hubiera arrancado el crucifijo que en sus últimas horas ella se había llevado al pecho. Todavía abiertos, sus ojos expresaban la misma angustia que sus manos, unas manos pequeñas cuyos dedos parecían empeñados en atenazar el aire. Pensaba que mi madre había muerto por mi culpa y una ola de tristeza me paralizaba. 

Mi padre fue uno de tantos canallas que engendran y abandonan. Se esfumó apenas supo que mi madre estaba nuevamente embarazada. Aunque nunca se me dio por imaginarlo, lo soñaba. Envuelto en la niebla, sorprendido por haberme encontrado, me alzaba en un fuerte abrazo y me hacía girar en círculos. Mi felicidad se transformaba en mareo y finalmente en vértigo. Rogándole que me bajara, me asía fuertemente a su cuello y entonces empezaba a esfumarse. Aparecía de nuevo con fuerza envuelto en la niebla, consolándome del hambre y del miedo. A estas alturas no vale la pena dedicarle un pensamiento, porque hacerlo me agolpa la rabia en el rostro y como un potro desbocado quisiera salir corriendo. 

Si no se está preparado para ser hombre, para ser niño se lo está muchos menos. Las cosas que suceden en la infancia son como mendrugos de pan que dejan huellas en el camino. Mejor sería que fueran devorados por cuervos, pero no, se calcinan en la memoria. Un golpe, un grito, un cigarro contra la piel no muere, porque cada día al despertar adviertes que volverás a sentirlos con igual o más intensidad que cuando los recibiste.  

Muerta mi madre, fui llevado con Gabriel, mi hermano mayor, a una aldea infantil porque nuestros parientes no quisieron hacerse cargo de nosotros. Un terremoto destruyó la capital, llevándose diez mil vidas, y muchos niños quedaron en la calle. Un filántropo austríaco, que había visto el horror provocado en los niños por la Segunda Guerra Mundial, tuvo la idea de crear una aldea parecida a la que había fundado en la ciudad de Imst, a orillas del río Eno. Construyó una en Nicaragua para resguardar a los niños desamparados, ofreciéndoles una familia alternativa. No sabía ese señor que en Nicaragua lo que no nace malo termina corrompiéndose. 

De mi madre de acogida recibí el primer golpe. Tenía la mirada agria y el pelo encrespado sobre la frente. Por las mañanas se levantaba lanzando gritos y su rabia empañaba el ambiente. Hablaba sólo lo necesario y casi siempre para dar órdenes que Gabriel y yo obedecíamos como mansos y acorralados animales. 

Gabriel se cansó y se marchó. Él tenía doce años y yo seis. La última noche me confesó lo poco que le importaba vagar sin rumbo. Pensaba irse a la guerra. Como otros niños de la aldea, prefería empuñar un rifle a seguir soportando los correazos y las manos puestas en el fuego. Supe de él hasta hace poco y no pude reconocer al cómplice que conmigo enfrentaba los maltratos de nuestro verdugo. Veinticinco años de separación me devolvieron a alguien insensible. En el poco rato que duró nuestro encuentro sólo habló de los que había matado en la guerra. Yo me quedé con mamá. ¡Cómo me costaba llamarla así!

En la Aldea había un hermoso jardín de rosas y helechos que no coincidía con la oscuridad de su dueña. Las rosas eran para vender, mi tarea era regarlas. La primera de tantas palizas la recibí por mojar la tierra hasta convertirla en lodo. Había una fuente en la entrada de la Aldea y me encantaba hacer figuritas de barro que, ya en su forma plena, me decían sus nombres y me hablaban de sus sueños. Si sobrevivían un día sin que nadie las aplastara, al próximo les esparcía el agua de esa fuente para mí mágica. Era el agua su origen y bautismo. Con ella se renovaban y a mí me purificaba el miedo que le tenía a mamá. Hasta el día de hoy el baño es para mí un ritual liberador. ¡Qué mejor noche que esta, de lluvia incesante!  

Otros niños corrieron con mejor suerte, o al menos eso creí, pues sus madres adoptivas seguramente cumplían bien su misión. Jamás escuché gritos y tampoco vi maltratos. Mamá era la jefa y hacía sus maldades en el más profundo sigilo. Los niños que estábamos a cargo suyo sólo reconocíamos su odio cuando las marcas eran obvias, pero callábamos y seguíamos con nuestras tareas ya que, de comentar algo entre nosotros, los castigos podían ser peores. Nunca entendí cómo le seguían dando niños a cuidar.

Mamá aborrecía mis prolongados silencios y carácter solitario. No soportaba las lágrimas que fácilmente me brotaban. Muchas veces amenazó con enviarme al servicio militar para hacerme hombre. Tenía diez años cuando, después de no tener suerte con las palizas, las manos puestas sobre el fuego y el cigarro que me pegó en la piel, decidió encerrarme desnudo en la despensa durante tres días. Entonces supe que estaba solo. 

Fueron horas espantosas en medio de la oscuridad. La desnudez era una indefensión nueva y lacerante. Hace pocos días, en una reunión de amigos, decidí lanzarme desnudo a la alberca para conjurar el desamparo de aquella marca. Mejor llevar desnudos el cuerpo y el alma. Lo demás es equipaje. ¿Para qué esconder las heridas? ¿Tan frágiles somos los seres humanos que no soportamos verlas, ya no digo en nosotros, sino en el otro? Es como decir, «cúbrete, véndate, haz algo porque me desangro al ver tu herida». Y así transcurre la vida, en el terror de vernos los unos a los otros.

A los dieciséis años dejé la Aldea. Me trasladé a Managua para estudiar administración de empresas. La guerra había quedado atrás y se respiraba un extraño aire de tristeza y esperanza. Era hora de llorar a cincuenta mil jóvenes muertos y reconstruir el país, cosa que entiendo ahora porque a esa edad lo único que deseaba era huir de mi madre.

Managua es un laberinto de calles sin nombres al que todos llegan por necesidad. Atestada de automóviles y basura, es dueña de una soledad infinita, sobre todo para el que carece de piernas pues no existen aceras. Se camina en riesgo de ser demolido por un conductor distraído, y es imposible recorrerla en silla de ruedas, por lo que inválidos y ancianos se vuelven prisioneros de sus casas o del miserable techo que los protege del calor y la lluvia. Tampoco hay parques para hacer picnic los domingos o respirar eso que, perdónese el eufemismo, llamamos aire puro. Por lo tanto quien no es huérfano en Managua, termina siéndolo porque es una ciudad con más de tres millones de habitantes o, mejor dicho, tres millones de dolores que se desconocen entre sí puesto que nadie se comunica y sólo los más atrevidos caminan por sus calles.

En las pocas noches en que mi ánimo vaga sin rumbo, trato de imaginar cómo sería el silencio en esta ciudad. A mi ventana se acercan a toda hora las bocinas de los autos, su impaciencia y frustración, la lucha sin tregua de los toques, y siento que la muerte se halla al otro lado de ese coro maléfico, y en su silencio hay una calidad indescriptible pero imposible de ignorar. Es como el silencio en un bosque profundo cuando, mudos los árboles, las nubes y los pájaros, sentimos la seguridad de que todo cuanto nos rodea se halla en inefable diálogo. La bulla es el peor castigo de quien idolatra el silencio, ese bien tan necesario que todos aceptamos pésimamente y, por el que Managua, tan alejada de él, resulta la boca del infierno.

Debido a que en ocasiones ni yo mismo me tolero, salgo a recorrer los escombros de la vieja capital.  Subo a las azoteas y cierro los ojos imaginándome en el último astro del universo. Me veo sentado, contemplando los gases y la horrible industria que hemos creado, y siento la soledad estallando en ese instantáneo silencio de Managua. Quisiera quedarme allí, coger un puñado de polvo y esparcirlo por mi cuerpo como un encantamiento que me haga parte del movimiento sideral, tan ordenado. Pero es imposible. Nuestra Babel se asoma e invade el pensamiento.

A veces me voy al otro extremo y queriendo evadir el ruido intento insertarme en la lengua. Articulo algunas ideas y bordeo con sigilo el inmenso hueco que siento en el pecho. Entonces las palabras se detienen, boqueo como pez fuera del agua. Ni un quejido se asoma. Las emociones me rebasan. Sé que nadie quiere escuchar o, quizás, nadie puede escuchar. Mis amigos insisten en que todo es una ficción, un laberinto que me he creado a cuenta propia y del cual, de quererlo, puedo salir. Pero, ¿habrá quien quiera sufrir gratuitamente o sea capaz de poner a un lado el pasado, frenar el presente que nos devora y vivir la felicidad tan deseada? ¿Existirá la manera de borrar las marcas del fuego en la piel o desvanecer de mi mente las terribles imágenes de la guerra?

Miro los recortes de periódicos de la época y no veo a hombres sino a niños matándose. A la Aldea llegaban los camiones IFA en el mejor estilo de la Gestapo o del Gulag nicaragüense. Se aparecían a medianoche y a golpe de culata se llevaban a los niños mayores a la guerra. Gabriel se evitó la vergüenza de ser llevado a la fuerza. De haber tenido la edad, quizás yo hubiera hecho lo mismo. De ese pasado tan doloroso, ¿quién puede albergar nostalgia?

Después de horas de contemplar las estrellas, desciendo de las azoteas, recorro las calles derruidas por el tiempo y de regreso a casa me veo más solo que nunca. Me siento frente al computador, respiro lentamente mientras ingiero dos o tres calmantes, me fumo un cigarrillo y pienso en mis versos, el único respiradero que poseo.Con ellos entierro el odio que debería sentir por mamá; también el dolor que me producen mis amigos al no comprender que mi verdad está cifrada en cada verso que me sale del pecho, en cada lágrima y en cada arranque de furia por los que creo oportuno pedir perdón. Y contemplo el girasol en el alféizar de la ventana, puesto allí para que la luz lo inunde y no se muera, y pienso que habría que sembrar miles de ellos, sembrarlos en las azoteas, en los bulevares y hasta en el asfalto, porque dar vida es la única defensa en un país en que la apatía es lo más natural. 

Roberto Carlos Pérez

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